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jueves, 31 de enero de 2019

LA CONQUISTA DEL OESTE

(How the West was won, 1962)

Dirección: John Ford, Henry Hathaway, George Marshall y Richard Thorpe
Guion: James R. Webb

Reparto:
Carroll Baker: Eve Prescott
Lee J. Cobb: Marshall Lou Ramsey
Henry Fonda: Jethro Stuart
Carolyn Jones: Julie Rawlings
Karl Malden: Zebulon Prescott
Gregory Peck: Cleve Van Valen
George Peppard: Zeb Rawlings
Robert Preston: Roger Morgan
Debbie Reynolds: Lilith Prescott
James Stewart: Linus Rawlings
Spencer Tracy: Narrador
Eli Wallach: Charlie Gant
John Wayne: General Sherman
Richard Widmark: Mike King

Música: Alfred Newman.
Productora: Metro-Goldwyn-Mayer. 

Por Jesús Cendón. NOTA: 7’5.

“Fue la herencia de un pueblo libre para soñar, libre para crear, libre para fraguar su propio destino”.


A comienzos de los años sesenta, con las grandes majors en plena crisis iniciada en la década anterior, tanto la Metro Goldwyn Mayer como la Twenthy Century Fox emplearon todos sus recursos en la filmación de dos grandes y costosísimas superproducciones con un triple objetivo: recuperar el esplendor pretérito del Hollywood clásico, hacer frente a la competencia creciente de la televisión (la década de los sesenta se caracterizaría por este tipo de filmes que pretendía devolver al público a las salas de cine) y mostrar al mundo que ambas productoras aún gozaban de una esplendida salud.



El resultado fueron “La conquista del Oeste” y “El día más largo”, dos películas gigantescas, técnicamente deslumbrantes (la primera obtuvo ocho nominaciones en la ceremonia de los Oscars de 1963, ganando entre otros los relativos al mejor montaje y mejor sonido; mientras que la segunda ganó en 1962, dos de los cinco a los que optaba, los correspondientes a mejor fotografía y efectos especiales), de muy larga duración (164 y 180 minutos respectivamente), presupuestos holgados (la segunda contó con un presupuesto estimado de 10 millones de dólares, mientras que la primera la superó en un cincuenta por ciento), con un elenco de actores espectacular no visto hasta ese momento en la gran pantalla y con la participación de varios directores fiables ocupándose de cada uno de los episodios en los que se estructuraban ambas cintas.



ARGUMENTO: Historia de los EEUU desde 1830 hasta 1890 narrada a través de tres generaciones de la familia Prescott.



La Metro Goldwyn Mayer abordó el proyecto de “La conquista del Oeste” como un gran homenaje al género cinematográfico por excelencia en un momento en el que empezaba su lento declive y comenzaba a cuestionarse la visión que de la construcción de los EEUU había mostrado hasta entonces Hollywood, proliferando a partir de esta fecha los denominados wésterns revisionistas y desmitificadores (1).



Para ello encargó la elaboración del guion a James R. Webb, un reputado escritor especialista en el género (2). Este, partiendo de un conjunto de relatos previamente publicados en la revista LIFE, escribió un libreto que contenía los principales personajes, situaciones y temas desarrollados a los largo de casi seis décadas por el wéstern, constituyendo, de esta forma, la película una especie de enciclopedia visual del género. Una empresa titánica de la que obtuvo su recompensa al ganar el Oscar al mejor guion original.



La Metro, además, quiso dotar de solemnidad a la gran epopeya narrada rodando el filme en Cinerama, una técnica nunca empleada hasta ese momento consistente en la grabación sincronizada de tres cámaras cuyas líneas de unión posteriormente se fundían consiguiendo una mayor amplitud y sensación envolvente una vez proyectado el filme en salas con pantallas ligeramente cóncavas. Sin embargo, el sistema, por otra parte costosísimo, originó innumerables problemas (los actores en ocasiones no sabían a qué cámara dirigirse, no todas las salas de cine contaban con las pantallas adecuadas, el formato condicionaba la composición de los planos, etcétera) por lo que no consiguió consolidarse y se rodaron muy pocos filmes en Cinerama (ese mismo año la Metro también produjo ”El maravilloso mundo de los hermanos Grimm”), siendo definitivamente desplazado por el Super Panavisión 70 y el Ultra Panavisión 70, formatos igualmente panorámicos pero sin los contratiempos originados por aquel.



Igualmente destacable es la banda sonora compuesta por Alfred Newman (3), que fue derrotada en la ceremonia de los Oscar por la escrita por John Addison para “Tom Jones”. Cuenta con un tema principal extraordinario y épico con el que se identifica al género, además de varios incidentales muy apropiados y otros tradicionales muy bien escogidos en relación con los acontecimientos narrados (“Shenandoah”, “A house in the meadow”, “When Johnny comes marching home”).



Para redondear la empresa la Metro consiguió un extensísimo reparto plagado de grandes estrellas como Henry Fonda, Gregory Peck, James Stewart, John Wayne o Richard Widmark; a los que acompañaron secundarios de la talla de Walter Brennan, Lee J. Cobb, Karl Malden, Agnes Moorehead, Robert Preston, Thelma Ritter, Lee Van Cleef y Eli Wallach y grandes promesas de la época como Carroll Baker, George Peppard, Debbie Reynolds o Russ Tamblyn. Incluso se contó con un narrador de lujo, Spencer Tracy.



La posibilidad de reunir a tal cantidad de interpretes se debió a la propia estructura de la película con cinco capítulos claramente diferenciados que en realidad se concibieron como pequeños filmes dentro de la misma. Cada uno de ellos, salvo el dedicado a la Guerra de Secesión, incluyó además una escena culmen en la que el espectador podía apreciar y sentir el adelanto tecnológico; y fueron filmados por directores diferentes. Así Henry Hathaway, gran cineasta pero escasamente valorado, se ocupo de los dos primeros (Los ríos y Las llanuras) y el último (Los forajidos). Sorprendentemente se encargó el cuarto (El ferrocarril) a George Marshall, un cineasta discreto especializado en películas de bajo presupuesto. Mientras que el episodio de la Guerra Civil, sin duda el mejor, fue obra de John Ford. Además se dispuso de Richard Thorpe, un hombre de total confianza de la casa, para filmar las escenas que engarzaban los distintos capítulos con las que se pretendía dar una sensación de conjunto y para las que, incluso, se tomaron secuencias de otros filmes como “El árbol de la vida” (Edward Dmytryk, 1957) o “El Alamo” (John Wayne, 1960).

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LOS RÍOS

“Mis padres deseaban tener una granja en el Oeste y llegaron aquí. A mí me parece que es voluntad del Señor que me establezca aquí” Eva Prescott a Linus Rawlings.


Primero de los tres episodios a cargo de Henry Hathaway que cuenta como antecedentes destacados, entre otros, a “Río de sangre” (Howard Hawks, 1952) y “Más allá del Missouri” (William Wellman, 1951) por la época en la que se desarrolla, los personajes protagonistas y la temática abordada; y a “Río sin retorno” (Otto Preminger, 1954) y “Horizontes azules” (Rudolph Maté, 1955) por el protagonismo otorgado al río.



En él nos vamos a encontrar por una parte con Linus Rawlings, al que dio vida un maduro James Stewart, como representante de los “mountain man”. Hombres solitarios, nómadas, fanfarrones, profundamente libres, dedicados a la caza y respetuosos con el medio ambiente que vivían en paz con los pieles rojas. Personajes contradictorios y, en cierta forma, trágicos ya que desprecian los convencionalismos sociales pero al mismo tiempo se convertirán en punta de lanza de esa civilización que transformará la naturaleza y acabará con su forma de vida.



Por otra parte tenemos a la familia Prescott (extraordinario el travelling inicial anterior a su presentación) símbolo de los primeros pioneros que con gran determinación se adentraron en terrenos inexplorados utilizando los ríos como vía fundamental de transporte. Estamos ante una familia de puritanos temerosa de Dios, con lo que se introduce el elemento religioso y se reviste de un tono místico a la epopeya de la conquista del Oeste identificada con la tierra de promisión; noción acentuada con varios temas musicales en los que se hace hincapié en “the promise land”. Incluso esta idea se ve reforzada por los nombres bíblicos de sus componentes. La madre (Agnes Moorehead) se llama Rebeca y las hijas Eva (soñadora y romántica que se asentará en un paraje solitario como la primera mujer) y Lilit (más apegada a las posesiones terrenales quien, al igual que en la Biblia, abandonará el “paraíso” para instalarse en las ciudades pecaminosas del este, en concreto San Luis).



Además la familia Prescott personifica la concepción luterana del trabajo como forma de honrar al Señor, afianzándose de esta forma la tesis de que esta ética construyó el sistema moral de la sociedad estadounidense.



Por último, y como en todos los capítulos, se nos ofrece una escena, en este caso el trágico descenso por los rápidos del río, pensada para mostrar al espectador las bondades del nuevo sistema en la que por dos veces la cámara, situada en la embarcación, realiza un giro de 180 grados.  

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LAS PRADERAS

“Siempre he deseado casarme con un hombre que tuviera dinero. Comprendo que él quiera casarse con una mujer rica. Quizás seremos pobres toda la vida pero no nos gusta serlo” Lilith Prescott hablando de Cleve Van Valen a un pretendiente.


Segundo de los tres episodios rodados por Hathaway. En esta ocasión las referencias son múltiples. Desde “El caballero del Mississippi” (Rudolph Maté, 1953), “Horizontes lejanos” (Anthony Mann, 1952) o la primera parte de “Los comancheros” (Michael Curtiz, 1961) respecto a las escenas rodadas en San Luis y en un vapor de ruedas del Mississippi; hasta “La gran jornada” (Raoul Walsh, 1930), el inicio de “Río Rojo” (Howard Hawks, 1948), “Caravana de paz” (John Ford, 1950), “Caravana de mujeres” (William Wellman, 1951) o “Dos cabalgan juntos” (John Ford, 1961) en las secuencias sobre la expedición al Oeste.



El episodio arranca con Lilith, una sobresaliente Debbie Reynolds, en la libertina San Luis trabajando como corista. Allí conocerá Cleve Van Valen (4), intrepretado por Gregory Peck, un caradura vividor, jugador de póker, tan escaso de escrúpulos como de dinero y gran amante de los placeres de la vida, con el que Lilith terminará por compartir su vida.



El carácter de ambos personajes, junto con el de algunos secundarios como el interpretado por Thelma Ritter (una mujer madura deseosa de encontrar un marido), determina el tono más ligero tendente a la farsa de este capítulo de la película, aunque todo el episodio constituya un canto a la tenacidad, determinación y fortaleza de los colonos, capaces de superar los innumerables obstáculos surgidos a lo largo del camino hasta alcanzar las anheladas tierras del Oeste; así como, en su parte final, al espíritu emprendedor de los estadounidenses inspirador de la construcción del país.



La escena culmen de este episodio es el ataque de los pieles rojas al convoy, en el que participaron alrededor de trescientos cincuenta cheyennes, que está magníficamente dirigida y montada. Junto a ella destaca la capacidad de síntesis de Hathaway y su perfecta utilización de la elipsis narrativa. 

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LA GUERRA CIVIL

“No es lo que pensaba. Es horrible contemplar el espectáculo de tantos hombres muertos” El soldado Zebulon Rawlings a un desertor sudista.


Episodio dirigido por John Ford que constituye una pequeña obra maestra, para mí casi a la altura de sus mejores trabajos, de algo más de veinte minutos en el que muestra su genialidad al utilizar un formato pensado para grandes superproducciones en un capítulo marcadamente intimista y sombrío, en consonancia con el tema tratado, y rodado, en su mayor parte, en los estudios de la Metro.



Para ello estructura el capítulo en dos partes y un pequeño epílogo.



En la primera nos volvemos a encontrarnos con Eva Prescott, ahora casada con Linus, madre de dos hijos y propietaria de una granja, y en ella aborda uno de sus temas más recurrentes: la familia, y en concreto, como había hecho anteriormente en “¡Qué verde era mi valle!” (1941) o “Río Grande” (1953), la destrucción del núcleo familiar por causas exógenas, en este caso la Guerra Civil. Son escasos minutos pero de una gran emotividad en los que muestra el profundo dolor hasta llegar al desgarro interno de una madre que ve cómo la guerra, que ya le ha arrebatado a su marido, se lleva también a Zeb, su hijo mayor. Y son los pequeños detalles de esa mujer destrozada los que revelan el genio de Ford. Así Eva se preocupará por zurcir los calcetines y lavar las camisas de su hijo, posteriormente le arreglará el lazo de la corbata y, por último, apoyará su brazo vencido en el hombro de su vástago.



En la segunda Ford trata otro de sus temas habituales, el horror que sentía por la guerra y su rechazo a la misma. Nos encontramos con un Zeb más realista que ha visto la verdadera cara a un conflicto bélico, inicialmente entendido como una aventura, tras participar en Shiloh (la batalla más sangrienta de los EEUU hasta ese momento). La guerra, para el director, es el fracaso de la civilización, en ella no existe espacio para la épica porque tan sólo es muerte, dolor y desolación. Ford únicamente necesita tres cortas escenas para mostrárnoslo: el improvisado hospital de campaña con hombres destrozados y un médico superado por los acontecimientos que exclusivamente puede amputar los miembros a algunos soldados y certificar la muerte de otros, el plano en el que los cuerpos apilados de los militares son enterrados en cal y la previa a la conversación entre Zeb y un soldado sudista con un río tintado de rojo por la sangre de tantos hombre muertos en plena juventud. En esta parte John Wayne aparece, en una pequeña colaboración, como el general Sherman.




El corto epílogo nos muestra a Zeb de regreso a la granja. Es un joven al que los luctuosos acontecimientos vividos le han alejado del chaval que abandonó su hogar al comienzo de la guerra y comprenderá, tras la muerte de sus progenitores, su falta de vínculos con el pequeño rancho, marchando en busca de su lugar en la vida.

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EL FERROCARRIL

“Mira a esa pobre gente, la mitad procedente de Europa. Llegar hasta aquí les ha costado mucho y seguirán adelante. Y sabes por qué, porque están dispuestos a cambiar sus costumbres. Los arapahoes deberán hacer lo mismo” Mike King, director del ferrocarril, al teniente Zeb Rawlings.


Capítulo dirigido por George Marshall dedicado a la construcción de ferrocarril, elemento decisivo en la modernización y vertebración del país. Muchos son los wésterns que directa o indirectamente se han aproximado a este tema de entre los que destaca, sin duda, “Union Pacific” (Cecil B. DeMille, 1939); así como, abordando la misma cuestión pero centrado en la construcción del telégrafo, “Espíritu de conquista” (Fritz Lang, 1941).



Es el único episodio en el que se atisba cierta crítica a la construcción de los EEUU por los anglosajones ya que esta se llevó a cabo a costa de aniquilar a los habitantes originarios de esos territorios, los pieles rojas. Así nos muestra a un hombre blanco, representado en un excelente Richard Widmark como el despótico y desalmado director del ferrocarril pero al mismo tiempo necesario para hacer avanzar el país, que traicionará la palabra dada a los indios modificando la ruta del caballo de hierro y rompiendo el tratado firmado; además de acabar con los búfalos, animal imprescindible para la cultura de las praderas, al contratar a cazadores, uno de ellos interpretado por Henry Fonda, para proveer de carne a los trabajadores de la línea férrea.



El ferrocarril por tanto se convierte en símbolo del desarrollo del capitalismo pero, al mismo tiempo, del fin de una cultura; idea plasmada en el último plano con King aferrado al exterior de la locomotora mientras esta avanza inexorablemente.



Este pasaje cuenta como escena culminante en la que se explotan las ventajas del Cinerama la estampida de bisontes provocada por los indios que destrozará el campamento del hombre blanco. Para poner en pie la secuencia, rodada por Henry Hathaway, se utilizaron alrededor de dos mil bisontes guiados por cowboys profesionales.

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LOS FORAJIDOS

“¿Cree que aún tenemos la ley en el cañón del revólver? Mire Zeb, ahí está la ley con todos sus decretos, con todos sus… Debemos acatar al juez del distrito”. El sheriff Lou Ramsey a Zeb Rawlings.


Último episodio en el que de nuevo la dirección corrió a cargo de Hathaway. En la introducción al mismo se analizan las consecuencias, no siempre favorables, de la expansión hacia al Oeste gracias al ferrocarril. Así se asentarán en las nuevas tierras granjeros y ovejeros quienes chocaran con los grandes ganaderos, estallando el conflicto entre ellos. Además, con el incremento de la riqueza, aumentará la violencia y el bandidaje. Los  wésterns que han tratado estos temas son innumerables pero quizás con el que presenta más similitudes este segmento, incluido el final con un tiroteo en un tren, sea “Dodge City” (Michael Curtiz, 1939).



Nos encontramos, pues, en la última fase de la formación del país. Una época en la que, como señala el Marshall Lou Ramsey, los grandes pistoleros han desaparecido (Jesse James, Doc Holliday, los Clanton, los Younger) y los indios ya no constituyen una amenaza. La “civilización”, por fin, se ha asentado en el Oeste.



Zeb, que tras dejar el ejército llevó prendida en su pecho la estrella de latón durante una temporada, decide aceptar la propuesta de tía Lilith y explotar el rancho de su propiedad; pero antes, como le sucedió a Link Jones en “El hombre del Oeste” (Anthony Mann, 1958), deberá acabar definitivamente con su pasado encarnado en Charlie Gant, magnífico Eli Wallach (5), un pistolero con el que tiene una cuenta pendiente al haber acabado el exsheriff con su hermano.



Hathaway nos regala en este episodio otra escena espectacular con el enfrentamiento entre Zeb y la banda de Gant en el tren que culmina con su descarrilamiento; así como, una imágenes bellísimas del Monument Valley en las que saca un gran partido al nuevo sistema.


“La conquista del Oeste”, sin ser una obra maestra ni tan siquiera un wéstern original, constituye un monumental fresco sobre el mito fundacional de una nación en un mundo nuevo, en un territorio virgen y sin explorar; y de los hombres y mujeres que, con su arrojo y determinación, lo hicieron posible convirtiendo a los EEUU en la primera potencia mundial. Una película, concebida como un compendio cinematográfico del wéstern, indispensable para todo aquel que quiera acercarse y conocer este género.


(1) Curiosamente, aunque quizás no fuese una coincidencia, en 1962 se estrenarían dos wésterns clave para la evolución del género. “El hombre que mató a Liberty Valance”, dirigida por John Ford, una lúcida y amarga reflexión sobre la invención de leyendas en las que se fundamentó la creación de los EEUU; y “Duelo en la alta sierra”, de Sam Peckinpah, un modélico wéstern crepuscular en el que se retrataba un Oeste sin cabida para los viejos e idealistas cow-boys.

(2) De la pluma de Webb nacieron, entre otros y por citar sólo algunos títulos ambientados en el Far-west, los libretos para “Apache” y “Veracruz”, ambas dirigidas por Robert Aldrich en 1954, “Horizontes de grandeza” (William Wyler, 1958) o “El gran combate”, último wéstern dirigido por John Ford en 1964 adscrito a la corriente revisionista.

(3) Menos recordado que otros compositores como Max Steiner, Dimitri Tiomkin o Elmer Bernstein, Alfred Newman, por su aportación, fue uno de los grandes músicos de Hollywood. Obtuvo el Oscar en nueve ocasiones y estuvo nominado a la estatuilla cuarenta y seis veces, veinte de ellas entre 1936 y 1956.

(4) Las alusiones a los EE.UU. como tierra de inmigrantes son constantes en el filme. Así, por ejemplo, en la primera parte la familia Prescott entabla amistad con otra familia de origen escocés; en “Las praderas” el apellido del personaje interpretado por Gregory Peck, Van Valen, remite a Europa Central, mientras que en otra escena se ve trabajar a asiáticos en una mina; por último, en el episodio titulado “El ferrocarril” se alude a los inmigrantes europeos a los que se llega a ver en un breve plano.

(5) Su gran interpretación en esta película fue determinante para que Sergio Leone le ofreciera el papel de Tuco en “El bueno, el feo y el malo”.

jueves, 24 de enero de 2019

LA ÚLTIMA CAZA


(The last hunt, 1956)

Dirección: Richard Brooks
Guion: Richard Brooks

Reparto:
- Robert Taylor: Charlie Gilson
- Stewart Granger: Sandy McKenzie
- Debra Paget: Indian Girl
- Lloyd Nolan: Woodfoot
- Russ Tamblyn: Jimmy O’Brien
- Constance Ford: Peg
- Joe de Santis: Ed Black
- Ralph Moody: Indian Agent

Música: Daniele Amfitheatrof
Productora: Metro-Goldwyn-Mayer

Por Jesús Cendón. NOTA: 7’75.

“¿Por qué has vuelto al negocio de la carnicería?” “Por dinero”. “Este dinero hará que te remuerda la conciencia”. “Ya tengo remordimientos, sólo me falta el dinero”. Conversación entre Woodfoot y Sandy McKenzie.


La Metro Goldwyn Mayer, creada por Louis B. Mayer, ha sido considerada como la más conservadora, en el amplio sentido de la palabra, major norteamericana. Bajo el auspicio de su fundador (1924-1951) desarrolló el starsystem (sistema de producción por el cual las grandes estrellas quedaban vinculadas a la major mediante contrato obligándoles a participar en aquellos filmes designados por la productora) e impuso un modelo de producción caracterizado por la búsqueda de la espectacularidad en los filmes, la repetición de formulas de éxito y el rechazo a las innovaciones.



Con el abandono de su cargo en la productora y el declive del sistema de estudios, iniciado con el fallo judicial en 1948 de un tribunal californiano por el que las majors debieron deshacerse de sus cadenas de cine, la Metro comenzó a ampliar sus miras, fijándose con más atención en otros géneros diferentes a los que habían forjado su imagen (sobre todo aventuras y musicales) y arriesgándose con producciones más novedosas.



Es en este último grupo donde se encuadra “La última caza”, wéstern adelantado a su tiempo, osado e incomprendido en su día obra de Richards Brooks, cineasta con ideas profundamente liberales reflejadas en sus veinticinco filmes, la mayoría de los cuales fueron también escritos por él.



Conocido por sus adaptaciones de grandes obras literarias (1), Brooks tan sólo se acercó tres veces a este género pero supo dejar su impronta en el mismo. Dirigió, además de la película que nos ocupa, “Los profesionales”, una lúcida reflexión sobre la revolución y el desencanto provocado en quienes creyendo en ella se le entregaron como si fueran sus amantes, y “Muerde la bala”, bellísima y nostálgica historia crepuscular sobre aquellos que forjaron el Far-West y cuya existencia, con la llegada de la modernidad, quedó limitado al mundo del espectáculo tan sólo interesado en obtener un rédito económico de los valores encarnados por los viejos vaqueros (ambas películas cuentan con sus oportunas reseñas).



ARGUMENTO: Sandy McKenzie, tras haber perdido a su ganado, decide asociarse con Charlie Gilson, un individuo perturbado y obsesionado con la muerte, y regresar a su antigua profesión de cazador de búfalos. A ellos se les unirán un viejo trampero amigo de Sandy, un mestizo de cabellos pelirrojos llamado Jimmy y una joven india, única superviviente de una matanza anterior perpetrada por Charlie. Pronto la tensión surgirá entre los dos socios.



“La última caza” fue un fracaso en taquilla a pesar de estar basada en una novela de gran éxito finalista del Premio Pulitzer (2) escrita por Milton Lott, un gran especialista en el wéstern, y de contar con dos grandes estrellas de la Metro que gozaban de una enorme popularidad al haberse convertido en los estandartes de las lujosas películas de aventuras producidas por la major en la década de los cincuenta, Robert Taylor y Stewart Granger. De hecho, en principió, la película se concibió para ser protagonizada por Gregory Peck y Montgomery Clift pero la productora terminó inclinándose por Taylor y Granger dada la buena sintonía que habían mostrado en la versión sonora y en color de “Todos los hermanos eran valientes”, dirigida por Richard Thorpe tres años antes (3).



Sin duda la falta de respuesta del público se debió a que con esta película se les ofrecía un wéstern seco, duro y sin concesiones. Era como un torpedo disparado a la línea de flotación de los EEUU que cuestionaba tanto algunos de sus pilares fundacionales como determinados mitos en los que se basaba la construcción del país; proporcionándonos una mirada sobre el Lejano Oeste, alejada de la visión idílica de otros wésterns, en la que no había sitio para los héroes (de hecho en un momento dado uno de los personajes comenta que Wild Bill Hickock, George Custer o California Joe estaban muertos).




Igualmente mostraba al hombre blanco, y por tanto a la sociedad anglosajona, como un depredador del entorno natural, miembro de una cultura que no respetaba a la naturaleza y, motivado por su codicia, capaz de acabar con el equilibrio ecológico. Un precio muy alto a pagar en nombre de la civilización. De hecho, a esa visión responde la información escrita aportada al inicio de la película dándonos a conocer que en 1853 los EEUU contaban con una población de sesenta millones de bisontes, reducida a treinta mil individuos en tan sólo treinta años. Incluso, para aumentar aún más la denuncia y la autenticidad del filme, las cacerías de búfalos rodadas son reales, para lo que se aprovechó el levantamiento temporal de su veda en una reserva situada en Dakota y se filmó a auténticos cazadores del gobierno con el objeto de mostrarnos de forma fría, casi como si fuera una ejecución, la aniquilación de los animales. Esta imagen apocalíptica se verá reforzada con una secuencia en la que se enfoca a dos crías desvalidas entre los cadáveres de los especímenes adultos, y en varias escenas posteriores en las que vemos repetidamente, como si de un cementerio macabro se tratase, la osamenta de los fabulosos animales blanqueándose al sol en las inmensas praderas.



Como consecuencia de todo ello y en abierta colisión con la forma de vida de los pieles rojas, caracterizada por su pureza y su estrecho contacto con la naturaleza, la ciudad del hombre blanco se configura como un símbolo de esta cultura destructiva al presentárnosla, en la mas pura tradición judeo-cristiana, como una nueva Babilonia, un centro de depravación y vicio presidido por la prostitución y el alcohol.



Estrechamente relacionada con la matanza de búfalos se encuentra otra de las cuestiones polémicas planteadas por el filme, el extermino de los habitantes originales de las tierras conquistadas por el hombre blanco, al constituir el búfalo para la civilización de las praderas un elemento fundamental para su supervivencia; por lo que, de hecho, cazar a estos animales suponía la extinción de los pieles rojas. Resultado del que son plenamente conscientes los protagonistas del filme, como señala Sandy al reconocer que durante las guerras indias se abatían de forma indiscriminada bisontes porque cada uno de ellos cazado suponía un indio muerto de hambre; incluso la película nos informa de que el general Sheridan durante las guerras indias condecoraba a los guerreros de azul con medallas en cuyas caras figuraban un indio y un búfalo. Se estaba identificando, de esta forma, a uno con el otro.



La situación de indefensión en la que se encuentran los indios, tras la caza indiscriminada de estos fabulosos animales, queda perfectamente resumida tras abatir Charlie a un búfalo blanco, una especie de deidad para los pieles rojas, y afirmar la joven india apresada por el grupo: “Nos quitas la comida y ahora matas a nuestra religión”.



Estamos, pues, a punto de iniciar la segunda fase de la conquista del Oeste y, prácticamente, se ha consumado por parte de los occidentales el saqueo del territorio a los indios. Y estos no sólo deberán aceptar este expolio sino que, para poder vivir junto a los rostros pálidos, se verán obligados a renunciar a sus señas de identidad y a su cultura como ocurre con el mestizo Jimmy. En caso contrario, tan sólo podrán esperar la muerte en un desafortunado encuentro con el hombre blanco o su confinamiento en vergonzosas reservas en donde, ante los problemas de abastecimiento, el escaso interés del gobierno por solucionarlos y la desesperación del propio agente indio, tendrán que sacrificar a los caballos, primero, y a los perros, después, para no morir de inanición.



La película, por tanto, gira en torno a un tema principal: la muerte, representada en Charlie Gilson en una de las mejores y más arriesgadas, por su cambio de imagen, actuaciones de Robert Taylor (4). Un individuo aterrador, xenófobo, dominado por su odio irracional, con repentinos e imprevisibles cambios de humor y al borde de la locura, para el que “Matar es natural. Lo aprendí en la guerra. Cuanto más se mata más hombre es uno. Matar, pelear, guerrear ese es el orden natural. La paz es sólo el tiempo de descanso entre dos guerras para luego seguir matando”. Un ser que encuentra verdadero placer al acabar con hombres o animales. Para él “Matar es la mejor prueba de que uno está vivo” e, incluso, llega a vivir la ceremonia de la muerte como si fuera un acto sexual. Sin embargo, la enorme interpretación de Taylor consigue que, siendo un ser abyecto, no nos repugne del todo y aparezca ante nuestros ojos como un hombre patético, un enfermo preso de sus fobias a cuyo paulatino proceso de enajenamiento asistirá, al igual que el resto de personajes, el espectador.



Como antagonista, interpretado por un Stewart Granger que ofrece un altísimo rendimiento con una actuación más grave de lo que era en él habitual, nos encontramos con Sandy McKenzie, un hombre criado por los indios que no sólo conoce su cultura sino que la respeta. Sin embargo, no dudará, tras haberse arruinado, en volver a retomar su actividad como cazador a pesar de ser consciente del daño que esta infringiendo (en una de las secuencias se ve cómo afloran lágrimas en sus ojos mientras dispara sobre los bisontes).




Frente a la actitud de ambos personajes, un malicioso Brooks, hace reflexionar al espectador sobre cuál de las dos conductas es más reprobable, la del enfermo que mata por un impulso incontrolado o la de aquel que es consciente del mal que está haciendo. Reprobando, también, la conducta de Sandy, máxime teniendo en cuenta que se mantendrá imperturbable permitiendo que Charlie utilice a la joven india, de la que comienza a enamorarse, como esclava sexual, acabé con varios indios o cace al búfalo blanco conociendo la importancia y significado que el animal tenía para los pieles rojas. Irá postergando su inevitable enfrentamiento con Charlie y no será hasta tocar fondo, preso de sus remordimientos, en el saloon de la ciudad cuando tome la determinación de acabar con su socio. Sin embargo el director nos hurtará el duelo entre ambos con un final genial y simbólico en el que la naturaleza cobra un gran protagonismo y se toma cumplida venganza sobre aquel que tanto la había maltratado. De esta forma el elemento ecologista o naturalista, muy presente en toda la película, adquiere también una importancia decisiva en el desarrollo del filme.



Junto a los dos protagonistas principales cabe destacar la enorme composición de Lloyd Nolan como Woodfoot un trampero alcoholizado pero de una gran sabiduría y humanidad. Su actuación eclipsa a los otros dos integrantes del grupo: Debra Paget, sustituta en el último instante de Anne Bancroft, de nuevo en un papel de india y un desubicado Russ Tamblyn como el mestizo Jimmy.



“La última caza”, en resumen, aporta una visión desoladora, negativa y pesimista de la conquista del Oeste en un momento en el que la sociedad norteamericana se encontraba en pleno debate como consecuencia del final de la Guerra de Corea (1950-1953), por lo que parece lógico que no recibiera el apoyo del público estadounidense. Pero, en todo caso, es un gran y original wéstern en el que su director pretendió mostrar que los EEUU eran: “Un poco ellos mismos y los animales que lo formaban” por lo que “era preciso que comprendiesen que destruirlos equivalía a destruirse a sí mismos”, y cuya recuperación se me antoja urgente y necesaria.


(1) Entre otros llevó a la pantalla grande a Dostoevsky con “Los hermanos Karamazov” (1956), a Sinclair Lewis con “El fuego y la palabra” (1960), a Joseph Conrad en “Lord Jim” (1965) y a Truman Capote con la escalofriante “A sangre fría” (1967); además de realizar la adaptación de “La gata sobre el tejado de zinc” (1958) y “Dulce pájaro de juventud” (1962), dos de las más conocidas obras de teatro de Tenesse Wiliams, uno de sus autores favoritos.

(2) Milton Lott fue derrotado por William Faulkner y su novela ambientada en la I Guerra Mundial “Una fábula”. Dicho texto serviría de inspiración en 1957 a Stanley Kubrik a la hora de escribir y rodar “Senderos de gloria”, su gran alegato antibelicista.

(3) El productor, hábilmente, cambió de roles a los dos protagonistas respecto a la película de Thorpe en la que Taylor era el hermano digno de llevar el apellido de la casa Shore, mientras que Granger se ocupaba de un personaje negativo.

(4) A cualquiera que dude de las dotes interpretativos del actor le invitaría a que lo viera en esta película junto a otras como “La Puerta del Diablo” (Anthony Mann,1950), “Más rápido que el viento” (Robert Parrish, 1958) o, por citar un filme de otro género, “Chicago año 30” (Nicholas Ray, 1958). Todas ellas cuentan con actuaciones brillantísimas del intérprete nacido en Nebraska.