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jueves, 4 de abril de 2019

TAMBORES LEJANOS

(Distant Drums, 1951)

Dirección: Raoul Walsh
Guion: Niven Busch, Martin Rackin

Reparto:
- Gary Cooper: Capitán Quincy Wyatt
- Mari Aldon: Judy Becket
- Richard Webb: Teniente Richard Tuft
- Ray Teal: Soldado Mohair
- Arthur Hunnicot: Monk
- Robert Barrat: General Zachary Tailor

Música: Max Steiner
Productora: Warner Brothers

Por Jesús Cendón. NOTA: 7

“No se puede guardar rencor toda la vida” el capitán Quincy Wyatt a Judy explicándole los motivos de su conducta frente a los asesinos de su esposa.


Hay películas a las que guardas un especial cariño por haberte mostrado de niño toda la magia del cine. Filmes vistos por primera vez, generalmente, las tardes de los sábados en las que permanecías pegado al vetusto televisor en blanco y negro, casi sin parpadear e intentando no perder detalle alguno, mientras te trasportabas a lejanos parajes para disfrutar de exóticas aventuras de la mano de apuestos protagonistas cuya gallardía y peripecias, a continuación, intentabas emular en tus juegos. A medida que crecías te interesabas por otros aspectos más racionales de estas cintas, como por ejemplo en ahondar en su contenido buscando los mensajes más profundos o en conocer la identidad del director que te había regalado momentos tan inolvidables para poder gozar de más películas filmadas por él, al mismo tiempo que intentabas establecer las semejanzas estilísticas y temáticas existentes en sus trabajos; pero siempre que las vuelves a ver mantienen algo especial que, mientras las contemplas, te devuelven al territorio perdido de la infancia. “Tambores lejanos” para mí pertenece a este grupo de cintas y el sábado volví a disfrutar, como un crío, de una película de aventuras clásica, de un filme como se suele decir “de los de antes” protagonizado por un actor dotado de una personalidad descomunal y dirigido por un cineasta con un estilo y una concepción del cine irrepetibles.



ARGUMENTO: Tras destruir Fuerte Infanta, una antigua fortaleza española, para cortar el suministro de armas a los indios seminolas, los hombres del capitán Quincy Wyatt y algunos presos liberados, ante la imposibilidad de ser recogidos por la embarcación que les debía haber transportado de vuelta, inician una penosa marcha de más de 150 millas por los peligrosos pantanos de Florida perseguidos implacablemente por un grupo numeroso de indios.



“Tambores lejanos” fue producida por Milton Sperling, yerno de Harry Warner, y Niven Busch a través de una pequeña compañía independiente, la United States Pictures, que aprovechaba los recursos (medios técnicos, personal, platós, cadena de distribución, etcétera) de la Warner Brothers (1). El magnate encomendó la dirección a Raoul Walsh, un hombre de máxima confianza de la Warner, con el que ya había colaborado en “Perseguido”, película ya reseñada en este blog, y en el extraordinario noir “Sin conciencia”, filme al frente del cual, y ante la insistencia de Humphrey Bogart, se puso el director neoyorkino por enfermedad casi al inicio del rodaje del realizador inicialmente previsto, Bretaigne Windust.



Además en la elección de Raoul Walsh pesó el hecho de que el libreto escrito por dos guionistas de prestigio como Niven Busch, autor también del de “Perseguido”, y Martin Rackin, que firmó asimismo “Sin conciencia”, presentaba un mismo esquema argumental, incluso repetía algunas situaciones, de “Objetivo Birmania”, una de las mejores cintas bélicas rodadas sobre el conflicto mundial que constituyó un gran éxito tanto para Raoul Walsh como para la Warner; por lo que “Tambores lejanos” se puede entender como un remake en clave de wéstern y en color del filme protagonizado por Errol Flynn.



Con un inicio en el que destaca la voz en off del teniente Tuft y remite a “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad, Walsh nos ofrece un filme frenético que apenas da respiro al espectador y cuenta con una estructura curiosa puesto que la misión encomendada al capitán Quincy en vez de constituir la parte nuclear de la película se cumple satisfactoriamente en el tramo inicial de la misma; para en la parte central asistir a la lucha por la supervivencia de un grupo de individuos en un entorno hostil perseguido por un enemigo muy superior en número. Así la naturaleza se convierte en un elemento dramático más de la película e incluso el tratamiento dado a los indios los asemeja a otro componente de ese paisaje adverso; debiendo el grupo evitar en su fatigosa marcha no sólo a las zonas pantanosas y a las bestias salvajes (3), sino también a los nativos habitantes de esas tierras. Concluyendo el filme con un tramo modélico desarrollado en la isla del protagonista.



Junto con su estructura, otro de los aspectos peculiares de la cinta es el de sus coordenadas espacio temporales al situarse la acción en un período anterior a la Guerra de Secesión, en concreto en 1840 durante la denominada Segunda Guerra Seminola (1835-1842), y en Florida; sustituyéndose los paisajes desérticos y montañosos habituales en los wésterns por los bosques y los pantanos típicos de los Everglades; además de, como consecuencia de ello, ser reemplazados los caballos como medios de trasporte por las pequeñas embarcaciones y las canoas.



Es cierto que, en su demérito, al filme se le puede achacar falta de rigor histórico, incluso un posicionamiento maniqueo y hasta racista respecto al conflicto, con unos nativos comportándose, de nuevo, tan sólo como los enemigos del hombre blanco al que quieren exterminar; pero en su defensa cabe señalar que Walsh únicamente pretendió rodar una película de aventuras y que además se pueden aprecian en la cinta una serie de detalles que matizan esta visión simplista.



En primer lugar, el recrudecimiento de la guerra se atribuye a la actividad de los traficantes de armas cuya codicia les lleva a vendérselas a los seminolas; por tanto, nos encontramos como una de las causas del conflicto con el tema del enriquecimiento a cualquier precio del hombre blanco sin valorar el daño a causar por su avaricia.

En segundo lugar se nos muestra a unos militares más preocupados por lograr la paz que por acabar con los seminolas.




Y el tercer elemento, quizás el más importante, lo constituye el protagonista, un individuo cuyo hogar se encuentra en una isla de los pantanos, convive con tribus indias, incluso tiene un hijo mestizo fruto de su matrimonio con una princesa creek, y ha sufrido la brutalidad y violencia del hombre blanco al haber sido asesinada su esposa por varios soldados blancos borrachos.



De esta forma, el capitán Quincy Wyatt entroncaría, a pesar de ser blanco, con el mito del buen salvaje, al ser un individuo libre que, voluntariamente, se ha separado de una sociedad a la que desprecia para vivir en un entorno natural idílico sin ningún tipo de jerarquía, tomando de la naturaleza tan sólo lo necesario. Todo ello queda plasmado en su escena de presentación cuando arroja el producto de la pesca a “sus” águilas (4). Es, sin duda, un personaje muy cercano a la forma de sentir del propio director, un hombre apasionado de la aventura y siempre presto a poner en cuestión los convencionalismos sociales.



Pero paradójicamente, y al igual que los mountain men en la costa Oeste, a pesar de ser un personaje amenazado por el desarrollo de la sociedad que rechaza, con su actuación acelerará la llegada del “progreso” y con él la ruptura del delicado equilibrio con la naturaleza, provocando inevitablemente el fin de su modo de vida y, en último término, su extinción.



Frente a esta visión bucólica de la existencia del protagonista Walsh contrapone por un lado a los pantanos y sus peligros, y por otro a una civilización depredadora, caracterizada por un desarrollo desequilibrado, representada en las ciudades del este, una urbes convertidas en un falso Eldorado donde impera la corrupción, la hipocresía, la falsedad y la apariencia. De hecho ante la afirmación del teniente Tuft, procedente de Boston, respecto a Judi de que no hay duda de que es una “dama con clase”, el capitán Wyatt le replicará “¿Por qué? ¿Porque tiene una criada?”



Walsh hizo recaer el peso del filme en un Gary Cooper cuya carrera atravesaba un momento delicado pero que mantenía su carisma intacto. Mientras que la cuota femenina de la película correspondió a Mari Aldon, actriz lituana con escasas apariciones en la gran pantalla y un notable parecido con Virginia Mayo, protagonista de la inevitable historia de amor en las escasas escenas en las que el director nos ofrece un pequeño respiro. Ésta interpreta a Judy Becket, una prisionera liberada tras el ataque al fuerte empeñada en esconder su origen campesino al haber quedado deslumbrada por los falsos cantos de sirena de las ciudades del este. Por su parte Richard Webb da vida al teniente de navío Richards Tufts, narrador inicial de la historia, que simboliza la importancia creciente de la marina de los EEUU en el conflicto. Y junto a ellos algunos secundarios fiables en papeles poco desarrollados como Arthur Hunnicutt dando vida a un veterano explorador, amigo y gran apoyo del protagonista, presente en las escasas secuencias cómicas de la cinta; o Ray Teal en el papel de un soldado gruñón pero de una gran lealtad.



Además el filme cuenta con una factura técnica sobresaliente, destacando, sobre todo, el trabajo de Sidney Hickox, hombre de total confianza de Raoul Walsh (2), tan sólo afeado por el constante recurso a las transparencias. El operador explotó perfectamente las posibilidades del Technicolor y de hecho la cinta se recuerda en gran parte, además de por la briosa dirección de Walsh, por sus marcados contrastes cromáticos (el color verde de la selva, el azul del agua, la inmaculada tonalidad blanca de la arena o los trajes y rostros de los seminolas pintados con tonos muy vivos).



Por lo que respecta a la banda sonora corrió a cargo del incombustible Max Steiner, compositor de más de doscientas cuarenta bandas sonoras entre películas de cine y series de televisión, un trabajo ingente reconocido por la Academia al ser nominado veinte veces al Oscar como mejor compositor y haberlo obtenido en tres ocasiones.



Por último, me gustaría llamar la atención sobre la violencia contenida en la película muy alejada de otras producciones de la época y plasmada en escenas tan descarnadas como aquella en la que vemos a los indios rematar con sus hachas a los soldados heridos o en la que contemplamos a los cocodrilos nadando alrededor de los sombreros de los militares devorados; y en planos como el del soldado atravesado por un machete y clavado en un árbol o el de Quincy acuchillando a su contrincante en la pelea mantenida con él bajo el agua, para a continuación teñirse el mar de color rojo; secuencia, por otra parte, magníficamente rodada que demuestra el dominio de Walsh adquirido tras décadas de experiencia.




Como anécdotas comentaros que fue la primera vez en el cine que se escuchó el famoso grito Wilhelm y que el rodaje fue muy complejo (Walsh tuvo incluso que contratar a nativos para que despejasen de animales salvajes los parajes en donde rodaban) y con accidentes continuos, incluido el ataque de un águila a Sid Hickox.



“Tambores lejanos”, supone un singular paseo por los Everglades a través de la mirada privilegiada de Raoul Walsh que, de la mano de hombres acostumbrados a rasurarse la barba con un cuchillo de monte, nos descubrió de niños cosas tan importantes como en qué consistían los chikis o que los indios seminolas se embadurnaban con grasa de mofeta para ahuyentar a los mosquitos, además de ser enterrados con un cuenco de comida y con sus armas preferidas; pero, sobre todo, nos enseñó a soñar.


(1) Con el inicio de la crisis de los grandes estudios a finales de la década de los cuarenta, la mayoría de las majors comprendieron que podía ser un negocio muy rentable comprar películas completas de compañías de cine independientes. Práctica en la que la United Artist, fundada en 1919 por cuatro gigantes del cine mudo: Charles Chaplin, Douglas Fairbanks, Mary Pickford y David Wark Griffith, había sido precursora al dedicarse básicamente a la distribución de filmes de pequeñas compañías o de productores independientes como Samuel Goldwyn, Walt Disney, Walter Wanger, Alexander Korda o, en los años cincuenta, la Hecht-Hill-Lancaster Productions.

(2) “Gentleman Jim”, “Río de plata”, “Juntos hasta la muerte”, “Al rojo vivo” o “Camino de la horca” son algunas de las cintas más destacadas en las que colaboraron el cineasta y el operador.

(3) La película cuenta con imágenes reales de la fauna de los pantanos, algunas de cierta crudeza para la época como la de un caimán devorando a otro más pequeño. Esta práctica, de insertar imágenes reales de la naturaleza en estado salvaje, se pondría de moda a comienzos de la década de los ochenta con la intención de impactar al espectador en una serie de filmes de explotación producidos fundamentalmente en Italia.

(4) Quincy Wyatt supone un claro antecedente del personaje de Comanche Todd interpretado por Richard Widmark en “La ley del talión” (Delmer Daves, 1956), película que cuenta con su oportuna reseña en este blog.

jueves, 21 de marzo de 2019

CONSPIRACIÓN DE SILENCIO

(Bad day at Black Rock, 1955)

Dirección: John Sturges
Guion: Millard Kaufman, Don McGuire

Reparto:
- Spencer Tracy: John J. Mcreedy
- Robert Ryan: Reno Smith
- Anne Francis: Liz Wirth
- Dean Jagger: Tim Horn
- Walter Brennan: Doc Velie
- John Ericson: Peter Wirth
- Ernest Borgnine: Coley Trimble
- Lee Marvin: Hector David
- Russell Collins: Mr. Hastings

Música: André Previn
Productora: Metro Goldwyn Mayer

Por Jesús Cendón. NOTA: 8’5

“Hay una diferencia enorme entre aferrarse a la tierra y vivir arrastrándose sobre ella”. Doc Velie


“Conspiración de silencio” fue el primer wéstern rodado en CinemaScope producido por la Metro Goldwyn Mayer y responde al cambio de rumbo emprendido por su nuevo presidente Dore Schary, tras haber sustituido a Louis B. Mayer como consecuencia de la crisis económica sufrida por la major desde finales de los años cuarenta. Así, mientras Mayer concebía el cine como puro entretenimiento y era partidario de repetir formulas exitosas, Schary siempre defendió que los filmes, además de divertir, debían informar y formar.



Ya su primera cinta producida para la Metro supuso una declaración de intenciones, porque “Fuego en la nieve” (William Wellman, 1949), un antiguo proyecto rechazado por la RKO, se concibió como un melodrama bélico alejado de la visión simplista y patriotera de la mayoría de las películas ambientadas hasta ese momento durante la II Guerra Mundial, al centrarse en la tragedia vivida por los soldados y en sus sentimientos.



Siendo coherente con su forma de pensar y entender el cine, durante el período en el que ocupó la silla de presidente en la Metro (1951-1956) Schary, liberal y votante del partido demócrata, produjo una serie de filmes marcadamente progresistas e innovadores como, ciñéndonos tan sólo al wéstern, “La medalla roja al valor” (John Huston, 1951), “Caravana de mujeres” (William Wellman, 1951), “La última caza” (Richard Brooks, 1956) o la película objeto de esta reseña.



Al igual que para poner en pie el proyecto, fue decisiva su intervención a la hora de conseguir que la protagonizara Spencer Tracy. Éste, unido a la major por un contrato en exclusiva durante veinte años, deseaba acabar con su relación contractual ( de hecho esta fue su última película para la Metro), pero Schary, autor del guion de tres filmes protagonizados en el pasado por el artista con un enorme éxito como “Forja de hombres” por la que obtuvo el Oscar al mejor actor, logró convencerlo para participar en la película no sin antes introducir algunos cambios en el guion, como por ejemplo que el protagonista fuera manco, con el objeto de hacer el papel más atractivo para la estrella. De hecho la entrega de Tracy fue total y se vio recompensada con una nueva candidatura al Oscar (1), aunque el ganador ese año fuera Ernest Borgnine, compañero en esta cinta de Spencer, por su emotiva y sensible interpretación de Marty en la película homónima dirigida por Delbert Mann.



La primera opción escogida por Schary para dirigir la película fue Richard Fleischer con quien se había entendido a la perfección durante el rodaje de “Arena” (1953), un neowéstern rodado en 3D ambientado en el mundo del rodeo, pero la Disney no le liberó de las obligaciones contraídas en relación con el montaje de “20.000 leguas de viaje submarino”; por lo que, tras descartar a Don Siegel quien llegó a afirmar que el libreto de Millard Kaufman era el mejor guion que había leído nunca, Schary se decidió por John Sturges, un director de la casa con algún título interesante en su haber tanto en el cine negro como en el wéstern (“La calle del misterio” -1950-, “Astucias de mujer” -1953-, “Fort Bravo” -1953-) y que ya había trabajado con Spencer Tracy en el noir “El caso O’Hara” (1951).



En todo caso la repercusión del filme sería fundamental en la carrera del director porque, por una parte, le brindó la oportunidad de poder dirigir un título con un mayor presupuesto antesala de sus westerns de la segunda década de los cincuenta, y, por otra, Kurosawa, impresionado por su trabajo en la película, le ofreció colaborar como asesor sin acreditar en su siguiente proyecto. Colaboración que le permitió adquirir los derechos de autor de “Los siete samuráis” (1954) a un precio muy reducido con el fin de filmar su remake en clave wéstern, la exitosa y enormemente popular “Los siete magníficos” (1960).



ARGUMENTO: El exmilitar John Mcreedy arriba a Black Rock, un pequeño pueblo situado en mitad del desierto, con la intención de entregar a un granjero japonés la medalla recibida a título póstumo por su hijo durante la II Guerra Mundial. Pronto detectará la actitud recelosa de los habitantes del municipio, quienes ocultan un terrible secreto, tornándose ésta en hostil al avanzar sus indagaciones; por lo que llegará, incluso, a temer por su vida.



Un tren avanza a toda velocidad atravesando un paisaje desértico hasta parar en una vetusta y destartalada estación en la que se apea un individuo vestido rigurosamente de negro. Así comienza el filme objeto de esta reseña. Una secuencia, no prevista en el guion original, en la que Sturges y su director de fotografía, William C. Mellor, aprovecharon magistralmente las posibilidades del nuevo formato. Pero, además, en escasos segundos, y sin mediar diálogos, nos plantean uno de los temas fundamentales del filme: el choque entre la modernidad, el progreso, la evolución y la civilización simbolizados en el ferrocarril y la tradición, el atraso, la involución y la barbarie representada en el pueblo. Un poblado perdido situado en medio de la nada y aislado del mundo y sus adelantos. Una población de aspecto triste y aburrida en donde pasar veinticuatro horas puede parecer una eternidad. Una aldea anclada en el siglo XIX habitada por vaqueros tan violentos como ignorantes liderados por el cacique del lugar, dueño del rancho más importante de la zona, que rechazan desde el primer momento la presencia del forastero, visto como una presencia amenazante para su control ejercido a través de la fuerza. Un lugar en el que el estado de derecho ha desaparecido, o quizás nunca existió, al imperar la ley del más fuerte. Así la película no sólo pretende acabar con la visión romántica del Oeste americano (el cacique del lugar llega a comentar al forastero: “Recelamos de los forasteros. Eso es todo. Resabios de otros tiempos. Del viejo Oeste” para concluir “para nosotros este lugar es el Oeste nuestro, y querríamos que nos dejaran en paz”) sino que de forma descarnada nos muestra la realidad de la denominada América profunda.



La cinta parte, pues, de una situación típica del wéstern: la llegada de un extranjero a una localidad oprimida que se enfrentará al amo del lugar liberando a los habitantes de la aldea de la tiranía sufrida, no sin antes haber removido sus conciencias y haberles hecho reaccionar, por fin, una vez perdido el miedo. E incluso está emparentada con otros filmes del Oeste, ya reseñados en este blog, como “Solo ante el peligro” (Fred Zinnemann, 1952) y “El tren de las 3:10” (Delmer Daves, 1957) en lo que se refiere a la importancia del paso del tiempo, de hecho asistimos a las veinticuatro horas más decisivas en la vida del protagonista, y al peso otorgado al ferrocarril como elemento dramático (2). Pero al mismo tiempo la película trasciende el género, no sólo porque su desarrollo es más propio de un thriller, sino por abordar temas de carácter universal como la dicotomía entre el progreso y el atraso, ya aludida al inicio de esta reseña, o los sentimientos xenófobos latentes en la sociedad estadounidense. Una xenofobia, hija de la ignorancia,de la intolerancia y de los prejuicios, que lleva a rechazar al otro, al diferente, simplemente por serlo. Y muy relacionado con ella se aborda la cuestión del falso patriotismo de aquellos que identifican sus propios intereses con los del grupo, bien sea un pueblo o una nación, considerando enemigos a los que piensan y sienten de manera distinta o pertenecen a otra etnia o comunidad. Así el luctuoso acontecimiento que genera el drama posterior tuvo lugar como consecuencia de lo que califica el dueño del hotel como una “borrachera patriótica” en la que varios individuos quisieron dar una lección a un norteamericano de origen japonés tras el bombardeo de Pearl Harbour. De esta forma, el filme aborda uno de los episodios más vergonzantes de la historia de los EEUU en la década de los cuarenta: el execrable comportamiento, tras el ataque a Pearl Harbour, de las autoridades y del pueblo estadounidense con sus compatriotas de origen nipón, al ser la mayoría confinados en campos de concentración, sin ningún juicio previo ni garantía legal, tan sólo por haber cometido el “pecado” de tener rasgos asiáticos, mientras que los menos afortunados, como ocurre en el filme, se convirtieron en las víctimas de la furia irracional de los autodenominados “patriotas”.



Además el filme supone una censura rotunda del miedo y de la cobardía como elementos propiciatorios de la perpetuación de las injusticias en una sociedad. Es el comportamiento del sheriff al haberse negado a investigar los hechos ocurridos en el pasado o la actitud del doctor consistente en mirar hacia otro lado lo que ha permitido consolidar el poder del oligarca. Ambos personajes son, por tanto, culpables por encubrir un delito abominable. Así la película puede entenderse, dado el año de su producción, como una alegoría de la paranoia anticomunista vivida en los EEUU tras la II Guerra Mundial y cuyo máximo representante fue el senador McCarthy quien, con el pretexto de defender los valores de la democracia occidental, llevó a cabo una auténtica caza de brujas caracterizada por las acusaciones sin fundamento, las falsas incriminaciones y los procedimientos sumarísimos contra aquellos de los que se sospechaba habían tenido alguna relación con el partido comunista o simplemente habían mostrado cierta simpatía con él; extendiendo durante la primera mitad de la década de los cincuenta un régimen de terror mientras la mayoría del pueblo norteamericano lo permitía por miedo o indiferencia.






La película cuenta, pues, con una gran riqueza argumental, pero también está muy cuidada desde el punto de vista formal (3), gracias a un trabajo exquisito de John Sturges en la composición de los planos. A título de ejemplo cabría destacar la escena en la que los ciudadanos del pueblo, situados por el director de forma jerárquica, deciden eliminar al forastero; la secuencia previa al enfrentamiento en el bar, representando los tres actores implicados un triángulo isósceles, con Reno, el verdadero cerebro, ocupando el ángulo superior, y Mcreedy y Cole, los contendientes, los ángulos inferiores; o el plano repetido con la cámara enfocando a un cristal, tras el que se encuentran varios de los habitantes del pueblo, en el que se refleja el protagonista caminando por la calle principal, de tal forma que en un mismo plano vemos al personaje vigilado y a los observadores.



Otra de las virtudes del filme es el creciente suspense creado por el director a medida que el protagonista vaya intuyendo la verdad y comprenda que su vida corre peligro; así como, en consonancia con la situación vivida por Mcreedy, la atmósfera opresiva, densa, sofocante y, por momentos, irrespirable que destila el filme. De esta forma el protagonista pasará de constatar el recelo inicial de los habitantes de la aldea al seguirle por la calle tras haber bajado del tren e intentar boicotear su hospedaje en el hotel, lo que le hará afirmar irónicamente “Es muy curioso lo que ocurre aquí en Black Rock, todo el mundo se desvive por ser amable. Eso hace muy agradable la vida”; a comprender que el pueblo se puede convertir en su tumba una vez confirmada la imposibilidad de escapar al menos en las próximas veinticuatro horas hasta la llegada del siguiente expreso y ante a la imposibilidad, por orden de Reno Smith, de alquilar un automóvil necesario para viajar hasta la parada de autobús situada a cuarenta kilómetros. Situación a la que hay que unir el total aislamiento de Mcreedy al impedirle los esbirros de Smith comunicarse con la policía a través del teléfono y el telégrafo.



Por último tengo que referirme al espectacular reparto que, básicamente y al igual que en otros filmes del director tan destacados como “El último tren de Gunn-Hill” “Los siete magníficos”, “La gran evasión” o “Estación polar Cebra”, responde a un universo básicamente masculino.



Spencer Tracy, especializado en personajes que desprendían autoridad interpretados por él con una imponente economía de medios, está perfecto como Mcreedy, un individuo tranquilo, mesurado, inteligente, integro, templado hasta la exasperación y muy superior moralmente a sus oponentes quien hará temblar los cimientos sobre los que se apoya el poder de Reno y, finalmente, liberará al pueblo de Black Rock de la opresión ejercida por el cacique tras haber provocado una catarsis colectiva. El protagonista respresenta los valores de la civilización frente a la barbarie y el director se esfuerza en individualizarlo desde la primera escena al vestirlo con un traje negro que difiere del atuendo del resto de los personajes y constrasta con los tones ocres del paisaje.



Robert Ryan le da la replica perfecta como Reno Smith, el dueño y señor de Black Rock. Propietario del rancho Tres barras, ejerce un poder represivo basado en su capacidad de intimidación y rechaza tanto la modernidad y la apertura del pueblo como a los forasteros al suponer un peligro para su omnipotencia. Es un líder populista y violento capaz de decidir fríamente la ejecución de un hombre porque según sus propias palabras refiriéndose a Mcreedy. “Ese es algo así como un portador de viruela. Desde que ha llegado el pueblo tiene fiebre y es contagiosa”. El típico individuo que identifica actividades como la caza con la hombría (la presentación del personaje con su vehículo portando un venado muerto en el capó es antológica), cargado de prejuicios y con un discurso plagado de vaguedades y generalizaciones; así, sobre el forastero afirmará “Sé como son esos mancos. Se dejarían sacrificar como mártires. Son fanáticos”. Representante de un patriotismo de tintes fascistas, su frustración por haber sido rechazado para incorporarse a filas la descargará sobre un pobre granjero japonés al que tilda de ruin y de perro rabioso como todos “los leales japoneses americanos” (4).



Para ejercer su control Reno Smith se vale principalmente de dos sicarios carentes de moral a los que exige una lealtad ciega, Coley y Hector, interpretados respectivamente por Ernest Borgnine y Lee Marvin; son auténticos perros de presa dotados de más músculos que cerebro. A cada uno le corresponde intervenir en dos excelentes escenas de gran importancia para conocer la personalidad del protagonista. Así Hector se colará en la habitación de Mcreedy tumbándose en su cama en un intento infructuoso de provocarle, lo que le llevará a afirmar ante la templada respuesta del forastero “Vaya cachaza tiene”. Mientras que Coley comprobará de primera mano la contundente respuesta física del forastero, tras haber sido provocado y hostigado, en una pelea que me recordó a la sostenida por el mismo actor con Sterling Haydn en “Johnny Guitar” (Nicholas Ray, 1954).



Dean Jagger interpreta al sheriff, un hombre pusilánime y débil con tendencia a refugiarse en la botella al haberse convertido en un pelele en manos de Smith (de hecho el cacique le nombró en el pasado e igualmente le cesará en la actualidad de su cargo). Simboliza el sometimiento por miedo del poder civil al líder autoritario.



Un excelente, como siempre, Walter Brennan en el papel del doctor y un joven John Ericson como el propietario del hotel representan la mala conciencia del pueblo, y por extensión de la sociedad norteamericana, al haber mirado hacia otro lado mientras los hechos sucedían o al haberse dejado arrastrar por el clima de violencia. Junto con el sheriif terminarán por prestar la ayuda necesaria a Mcreedy recuperando su autoestima y acabando tanto con los sentimientos perversos establecidos entre los habitantes de la aldea, basados en la pertenencia a una comunidad corrompida, como con la tiranía impuesta por Smith, devolviendo finalmente a su población el control de la ciudad; es decir, recuperando la democracia.



El único papel femenino recae en Anne Francis, recordada por la película de culto “Planeta prohibido” (Fred M. Wilcox, 1956). Da vida a Liz, hermana del propietario del hotel y amante de Reno, quien será víctima de la paranoia y violencia del cacique del lugar.



“Conspiración de silencio” aúna a su enorme calidad el ser una película muy comercial, las dos características del mejor cine hollywoodiense, por lo que sólo me queda invitaros a acompañar a Spencer Tracy en un “Mal día en Black Rock”, estoy seguro de que no os vais a arrepentir.


(1) Aunque Spencer Tracy no fue galardonado con el Oscar, obtuvo el premio a la mejor interpretación masculina en el Festival de Cannes.

(2) En “Solo ante el peligro” el sheriff Will Kane esperaba angustiado la llegada del tren, identificado con la muerte al viajar en él Frank Miller; mientras que en “El tren de las 3:10” Dan Evans aguardaba en una habitación del hotel junto a su prisionero Ben Wade la llegada del ferrocarril, promesa de un futuro mejor; y en la película que nos ocupa constituye la única esperanza para sobrevivir del protagonista.

(3) Tanto la utilización de la luz y el color como la composición de algunos planos recuerdan la obra de Edward Hopper (1882-1967).

(4) Sturges ahonda aún más las diferencias existentes entre el protagonista y su principal antagonista al haber combatido el primero en la II Guerra Mundial pagando un alto precio por ello (la pérdida de su brazo) mientras que la mayor aportación al conflicto bélico del segundo ha consistido en haber perpetrado un crimen atroz en la persona de un conciudadano. 

sábado, 16 de marzo de 2019

EL RASTRO DE LA PANTERA

(Track of the cat, 1954)

Dirección: William Wellman
Guion: A.I. Bezzerides

Reparto:
- Robert Mitchum: Curt Bridges
- Teresa Wright: Grace Bridges
- Diana Lynn: Gwen Williams
- Tab Hunter: Harold Bridges
- Beulah Bondi: Ma Bridges
- Philip Tonge: Pa Bridges

Música: Roy Webb
Productora: Wayne-Fellows Production.

Por Jesús Cendón. NOTA: 7,75

“Esta casa está corrompida por los dioses que has creado. Los tuyos y los de Curt. Con orgullo, dinero y avaricia”. Grace a su madre.


ARGUMENTO: Finales del siglo XIX en el norte de California, los Bridges, una familia de rancheros asentados en una zona montañosa aislada de la civilización, se ven amenazados en pleno invierno por la presencia de un enorme felino. Arthur, el hermano mayor, y Curt, el mediano, decidirán darle caza, al mismo tiempo que estallarán, por la tensión generada, los problemas y rencillas largamente larvados en el núcleo familiar.


“El rastro de la pantera” fue el último wéstern rodado por William Wellman, uno de los grandes directores del Hollywood clásico que comenzó como John Ford, Howard Hawks o Raoul Walsh en la época silente desempeñando todo tipo de trabajos hasta poder rodar su primera película, pero a diferencia de estos apenas ha gozado del reconocimiento que se merece (1).


Su aportación a este género se caracterizó por la singularidad de sus propuestas. De esta forma “Incidente en Ox-Bow” (1943) constituye un sobrecogedor alegato contra la ley de Lynch y, por extensión, contra la pena de muerte; “Cielo Amarillo” (1948) se enriquecía con un subtexto sobre la inadaptación de los excombantientes abandonados por su gobierno tras haber sacrificado lo mejor de sí mismos, situación vivida en los EEUU al finalizar la II Guerra Mundial; “Más allá del Missouri” (1951) con los monument man como protagonistas contenía un mensaje marcadamente ecológico; y en “Caravana de mujeres” (1951), un proyecto antiguo de su íntimo amigo Frank Capra, rendía un sentido tributo a la mujer y su contribución a la conquista del Oeste. Quizás su wéstern más convencional, aunque no exento de interés, sea “Las aventuras de Buffalo Bill” (1944), necesario peaje pagado a Darryl F. Zanuck por poder haber rodado la citada “Incidente en Ox-Bow”.


A comienzos de la década de los cincuenta su encuentro con John Wayne fue esencial. La estrella, que junto a Robert Fellows había creado la Wayne-Fellows (2) con el objeto de producir básicamente sus películas, encontró en Wellman al director ideal para dotar de calidad a unos productos claramente comerciales; además de garantizarse escasos contratiempos durante el rodaje de las películas dada la fama del realizador de ser capaz de rodar cualquier tipo de filmes ajustándose al presupuesto y al tiempo marcados.


La colaboración entre el actor-productor y el director se prolongaría durante tres años y seis títulos (3) obteniendo un enorme éxito, sobre todo con “Escrito en el cielo” (1954), melodrama aéreo nominado a los oscars en seis categorías (Dimitri Tiomkin lo obtuvo por la banda sonora) y claro antecedente del cine de catástrofe muy popular en la década de los setenta.


Gracias a este filme un Wayne plenamente satisfecho con el resultado logrado dio carta blanca a Wellman para abordar su próxima película, un proyecto largamente acariciado por el director basado en una novela publicada en 1949 de Walter Van Tilburg Clark, autor igualmente de “Incidente en OX-Bow”, que se convertiría en uno de los wésterns más singulares de la década de los cincuenta.


De hecho el primer dato sorprendente lo constituye el guionista encargado de adaptar el libro, A. I. Bezzerides, un escritor especializado en libretos para noirs y thrillers (4) que elaboró un wéstern psicológico enriquecido con elementos propios de los dramas familiares con clara influencia de autores como Tenesse Williams, de películas de aventuras, de trhillers e, incluso, de cine fantástico, con una pantera como ser diabólico y casi sobrenatural a la que nunca veremos en pantalla (5). Todo ello convierte a la película desde el punto de vista de su género en una rareza inclasificable.


Igualmente original es el tratamiento del color. Así y a pesar de estar rodado en Warnercolor, Wellman, con la impagable ayuda de su director de fotografía William H. Clothier, apagó, suavizó y difuminó los tonos hasta conseguir la apariencia de estar viendo una película en blanco y negro en la que la gama predominante son ambas tonalidades junto con los grises. De este monocromatismo prácticamente sólo escapa la chaqueta de color rojo sangre de Curd como símbolo de su carácter (fuerza, agresividad, apasionamiento).


Wellman en la cinta desarrolla dos líneas argumentales, perfectamente imbricadas, a través de otros tantos escenarios, en los que aborda como tema principal la relación entre el ser humano y su entorno en un momento en el que los avances tecnólogicos posibilitaban no sólo la transformación de la naturaleza sino también su destrucción total (6).


a) En primer lugar nos encontramos con el estudio del núcleo familiar, presentándonos el filme a una familia disfuncional que ha pagado un precio muy alto en su lucha por establecerse en el valle para modificarlo en provecho propio. Estamos ante un grupo escasamente cohesionado compuesto por seres infelices e insatisfechos en los que no hay sitio para el amor y el cariño. Viven, como señala Grace, “enterrados en el valle” y dominados por la madre que ha creado una especie de tela de araña emocional con el objeto de imposibilitar la marcha de alguno de sus miembros.


Ma, magnífica Beulah Bondi, simboliza el puritanismo más severo con un sentido de la propiedad muy arraigado que la lleva a rechazar a los escasos pretendientes de sus hijos ante el temor de dividir sus propiedades. De moral estricta, criticará despiadadamente a Gwen, la prometida de su hijo menor, por haberla visto besarle y por llevarle dos años, haciendo exclamar a Harold, el vástago mayor, “parece que quieres que se extinga la familia”; frase profética pues su forma de actuar provocará, indirectamente, la tragedia posterior. Mujer inflexible, severa e intolerante, de hecho Grace le espetará “siempre hablas como si fueras Dios”, tan sólo se mostrará humana reconociendo sus errores al final del filme una vez el drama se haya consumado.


El padre, encarnado por Phillip Tonge, es, por el contrario, un hombre vencido que se refugia en el alcohol y tan sólo reclama una caricia, un beso o, simplemente, “el placer de una buena conversación”. Carece de autoridad en el grupo como de forma cruel se lo recuerda Ma a uno de sus hijos al comentarle que “tu padre no pinta nada desde hace mucho tiempo”. Pa protagoniza las únicas escenas distendidas de la cinta al buscar desesperadamente en distintos escondites sus preciadas botellas de whisky. No obstante, al final recibirá su anhelada caricia en la mano por parte de Ma, sútil plano que muestra un cambio en la relación con ésta y con el resto de miembros supervivientes de la familia.


Curt, el hijo mediano al que da vida en una memorable actuación Robert Mitchum (7), es el preferido de la madre por ser el más próximo a su carácter. Es un hombre violento, prepotente, impulsivo, cínico, egoísta, acostumbrado a imponer su voluntad y dar órdenes. Actúa como el dueño del rancho tomando las decisiones sin consultar al resto de los miembros de la familia y constantemente se burla de sus hermanos; incluso se insinuará a Gwen, la prometida de Harold.



Harold, interpretado por Tab Hunter, es el hermano menor. Con un carácter tímido, retraido y algo pusilánime, su hermana Grace, una maravillosa Teresa Wright, le animará a emanciparse y a no cometer el mismo error que ella, quien dejó escapar la felicidad cuando llamó a su puerta al no atreverse a abandonar a su familia e iniciar una nueva vida con aquel al que amaba, habiéndose convertido en una “solterona” amargada y resentida. Tal es el retraimiento de Harold que será Gwen la que le incite, en una escena de gran sensibilidad, a mantener por primera vez relaciones sexuales.


Por último, Arthur, el hermano mayor, se nos muestra como el miembro más equilibrado y sensible, lee a Keats, y es el personaje que mejor entiende a Joe Sam (un antiguo jefe indio y hechicero con visiones y capacidad para aparecer y desaparecer de forma sigilosa con lo que se aumenta el tono fantástico, mágico y sobrenatural del filme) y su forma de sentir a la naturaleza. Sirve como contrapeso a la figura de Curt al intentar proteger, dentro de sus posibilidades, a sus dos hermanos.


Todos ellos protagonizan un drama con una marcada apariencia teatral denso y de una gran intensidad al salir a flote, como consecuencia de la aparición amenazante del felino y la presencia en su casa de Gwen, las rencillas, celos y odios acumulados durante muchos años. La apariencia teatral sin duda se ve remarcada por la puesta en escena de Wellman de una gran austeridad, por el número escaso de personajes, por el hecho de haber rodado íntegramente las secuencias del rancho en estudio, en concreto se filmó en el set propiedad de la Warner Bross, y por el protagonismo de dos actores como Beulah Bondi y Philipp Tongue con una importante trayectoria entre bambalinas.


Igualmente destacable es la composición de determinadas secuencias por parte del director que confieren una gran originalidad a la película. En concreto destacaría dos: aquella en la que situa la cámara tras el cabecero de la cama en donde yace el cuerpo sin vida de Arthur al que no llegamos a ver, y la del enterramiento de éste en la que la posiciona dentro de la tumba contemplando el espectador a través de un contrapicado a los personajes enmarcados por la fosa.


b) La segunda línea argumental corresponde al intento por parte de Curt y Arthur de dar caza al felino.

Está rodada íntegramente en exteriores, en concreto en el Mount Rainer National Park situado en Washington y en las White Mountains de Arizona, lo que permitió mostrar, una vez más, el sentido visual de Wellman para los espacios abiertos. Sin embargo como ya hiciera tanto en “Cielo amarillo” como en “Caravana de mujeres” crea un espacio opresivo y claustrofóbico en consonancia con el estado de ánimo de Curt.


Éste a medida que se adentre en los inmensos parajes montañosos y se deba enfrentar no sólo contra la pantera sino también contra una naturaleza adversa, hóstil y amenazante, presentada casi como si se tratara de una película de terror, irá perdiendo la seguridad y la confianza en sí mismo; máxime cuando se convierta en víctima del infortunio, primero al perder la comida preparada por su madre que tenía en su chaqueta intercambiada con la de Arthur y, posteriormente, al quedarse sin unos fósforos imprescindibles para encender la lumbre con la que evitar morir congelado. De hecho Wellman rueda una escena magistral desde el punto de vista del suspense al contemplar el espectador cómo Curt utiliza sus tres últimas cerillas para hacer fuego, finalmente extinguido por la nieve que cae de una de las ramas del árbol en el que se había refugiado.


Así, y poco a poco, el estado de ánimo de Curt pasará del arrojo y la determinación a la desesperanza, pasando por la angustia y de ésta al más absoluto terror. Y será la naturaleza, convertida en un protagonista más de la película, la que tome cumplida venganza sobre aquel que se sirvió de ella pensando exclusivamente en su propio beneficio. Curt finalmente será “devorado” por su carácter, sus prejuicios, sus miedos y temores; simbolizados por la pantera a la que alude el título del filme que, como señala uno de los personajes, en realidad es “la causa de los problemas del mundo, el diablo que llevamos dentro”.


“El rastro de la pantera” es, pues, una película experimental y profundamente moral con una importante carga religiosa. Una especie de parábola sobre la lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas que puede desconcertar inicialmente a los amantes del wéstern al no responder a los arquetipos y temas propios de este género, pero sin duda su visión es obligatoria para todo amante del cine.


Como curiosidad comentaros que Andrew Victor McLaglen, hijo de Victor McLaglen y muy vinculado en sus inicios a la Batjac, trabajó como ayudante de dirección de Wellman.

(1) En una entrevista reciente su hijo, William Wellman Jr, ha achacado el olvido en el que ha caído la figura de su padre a las escasas retrospectivas realizadas sobre su obra. Situación que, poco a poco, va cambiando.

(2) La Wayne-Fellows se constituyó en 1952 y la primera película producida fue “El gran Jim McLain”, mediocre alegato anticomunista. A mediados de la década de los cincuenta Robert Fellows vendió su parte a Wayne quien rebautizó a la compañía con el nombre de Batjac.

(3) En la Wayne-Fellows (posteriormente Batjac) Wellman rodaría·tres películas protagonizadas por Wayne “Infierno blanco” (1953), “Escrito en el cielo” (1954) y “Callejón sangriento” (1955), curiosamente ninguna de ellas wéstern; además de “La pista del terror” (1954), un thriller protagonizado Mickey Spillane (novelista creador del detective Mike Hammer) y en el que sin embargo figura como único director el guionista y amigo personal de Duke James Edward Grant; “El rastro de la pantera”, y “Adios Lady” (1956), película inédita en España.

(4) Entre los guiones nacidos de la pluma de A. I. Bezzerides podemos destacar los de “La pasión ciega” (Raoul Walsh, 1940), “Mercado de ladrones” (Jules Dassin, 1949), “La casa en la sombra” (Nicholas Ray, 1951), “El beso mortal” (Robert Aldrich, 1955) y dos filmes dirigidos por Curtis Bernhardt “Juke Girl” y “Siroco”.

(5) Wellman consideró un error no haber mostrado al felino en ningún momento a lo largo del filme, pero creo que es uno de los grandes aciertos de la película al acentuar su carácter misterioso e, incluso, sobrenatural.

(6) Walter Van Tilburg Clark concluyó la novela tan sólo tres años después de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki.

(7) En principio el papel de Curt lo iba interpretar John Wayne, pero la estrella, acertadamente, se dio cuenta de que el personaje no respondía a su imagen basada en la recitud y honradez; por lo que tanto Duke como Wellman se inclinaron por Robert Mitchum, un actor muy adecuado para papeles caracterizados por su oscuridad y ambigüedad. De hecho, Mitchum al año siguiente nos regalaría una de sus mejores interpretaciones, la del reverendo Harry Powell en la indispensable “La noche del cazador” (Charles Laughton, 1955).