Dirección: Jacques Tourneur
Guion: Joe David Brown, Margaret Fitts
Reparto:
- Joel McCrea: Josiah Doziah Gray
- Ellen Drew: Harriet Gray
- Dean Stockwell: John Kenyon
- Alan Hale: Jed Isbell
- Lewis Stone: Dr. Daniel Kalbert Harris, Sr.
- James Mitchell: Dr. Daniel Kalbert Harris, Jr.
- Amanda Blake: Faith Radmore Samuels
- Juano Hernández: Uncle Famous Prill
- Ed Begley: Lon Backett
- Jack Lambert: Perry Lokey
- Arthur Hunnicutt: Chloroform Wiggins)
Música: Adolph Deutsch
Productora: Metro Goldwyn Mayer
Por Jesús Cendón. NOTA: 8
“Ahora sé que hay una ciudad de oro aquí mismo. La ciudad de la juventud” John Kenyon al comienzo de narrar la historia.
1950 fue un año fundamental en el desarrollo, crecimiento y progreso del wéstern tanto desde el punto de vista cuantitativo, al filmarse ciento treinta películas ambientadas en el Far-West, como cualitativo.
Así, por una parte, dos de sus mayores especialistas, Delmer Daves y Anthony Mann, se estrenarían en el género este año rodando sendos alegatos reivindicativos tanto de la figura del nativo americano como de su cultura. El primero en “Flecha rota” llevó a cabo algo tan obvio como la humanización del piel roja y la aproximación al espectador de sus costumbres; y el segundo en “La puerta del diablo” denunció la situación de los nativos norteamericanos en el siglo XIX desprovistos del derecho a la propiedad al no tener reconocida la condición de ciudadano (1). Ambas películas fueron capitales en cuanto a la visión hollywoodiense del nativo estadounidense dando lugar a una corriente de filmes marcadamente proindios o que intentaban, al menos, comprender su forma de actuar.
Mientras que por otra parte Henry King filmó “El pistolero”, en la que sin menospreciar las convenciones del género nos mostró a un personaje complejo condicionado por su entorno personal y social, abriendo el camino al denominado wéstern psicólogico, corriente predominante durante la década de los cincuenta (2).
En este contexto Jacques Tourneur, uno de los grandes directores de cine de géneros del Hollywood clásico a pesar de no gozar del reconocimiento que merece, estrenó “Estrellas en mi corona”; un proyecto personalísimo basado en la novela homónima de Joe David Brown en el que, junto a Margaret Fitts, participó en su adaptación a la gran pantalla a pesar de no figurar acreditado en los títulos de crédito como guionista. Tal fue el entusiasmo del director nacido en París con el proyecto que ofreció a Eddie Mannix (3), uno de los pesos pesados de la Metro Goldwyn Mayer, no cobrar por su trabajo. Finalmente, ante la imposibilidad de no recibir emolumento alguno, rodó el filme rebajando notablemente su cache, hecho que condicionaría su carrera en el futuro.
La película ha sido encuadrada generalmente en el wéstern pero por sus características forma parte de una serie de filmes, entre los que destacan varios dirigidos por John Ford, englobados en lo que se ha denominado género “americana”, caracterizados por narrar con un tono costumbrista y nostálgico la vida cotidiana de la gente corriente del mundo rural de los EEUU, otorgando un peso importante a la religión. A través de este grupo de títulos los distintos directores abordaron temas como la relación del hombre con la naturaleza entendida esta como un paraiso, el apego a la tierra y al trabajo, la familia como elemento vertebrador de la sociedad o la sencillez y autenticidad de una forma de vida irremediablemente perdida. Por último, suele ser bastante habitual en estos filmes que los núcleos rurales se vean sacudidos por un acontecimiento dramático que pondrá a prueba los valores en los que se asientan e, incluso, amenazará su estilo de vida caracterizada hasta ese momento por una armonía plena.(4).
ARGUMENTO: A través de la mirada de un niño se relata una historia que transcurre en un pueblo del sur de los EEUU.
Nunca podremos saber cuál hubiera sido el resultado de “Estrellas en mi corona” si la hubiese dirigido John Ford dado que los personajes, situaciones y temas tratados en el filme son muy cercanos al universo del genial director, pero Tourneur filmó una película entrañable, de gran hondura y corte familiar muy difícil de olvidar, en la que se dan la mano de forma natural distintos géneros como el wésten, el drama, el cine de denuncia social o el religioso, pero que desgraciadamente es poco conocida o ha caído en el olvido. De hecho, en España nunca fue estrenada y tampoco ha sido editada en DVD, por lo que se ha convertido en una de las películas más esquivas de su director.
El primer plano del filme enfocando a una capilla mientras se escucha el himno religioso que da título a la cinta para a continuación, con un travelling hacia atrás, abrir el campo visual del espectador con el objeto de poder contemplar los coches de caballos aparcados delante de ella, constituye toda una declaración de intenciones por parte del autor que contaba con fuertes convicciones religiosas. La iglesia no es sólo, como edificio, el centro del pueblo; sino que, como institución, supone el referente ético de la población. Es, por tanto, el guía espiritual y moral de esa comunidad; reforzándose, de esta forma, la idea de la importancia del espíritu del protestantismo en la construcción del nuevo país.
Una secuencia muy similar sirve de cierre a la película. Escena en la que vemos cómo todos los habitantes del pueblo, incluso los más renuentes a ello, acuden a la llamada del predicador como reconocimiento a los desvelos y esfuerzos de un hombre bueno, representante de la institución eclesiástica, cuya vida ha dedicado a los demás intentando no sólo dar consuelo espiritual a sus feligreses sino mantener la armonía y la justicia en la comunidad; habiendo sido, además, trascendental su labor en la resolución de los graves acontecimientos acaecidos recientemente en el pueblo. La iglesia, a través del predicador Gray, se convierte, por tanto, en garante tanto del bienestar físico y moral de la población como de su cohesión.
Entre ambas escenas Tourneur nos regala una historia conmovedora, de gran autenticidad, indudable belleza y profundamente poética relatada a través de los ojos de uno de los personajes principales, John Kenyon, acontecida cuando éste era un niño. De ahí la sublimación del pueblo y de su forma de vida ya que el narrador se retrotrae al territorio mágico de la infancia, por lo que el filme adopta desde el primer momento un tono nostálgico, resaltándose la añoranza por un tiempo pasado y feliz.
Adoptado por el predicador y su mujer, a la vez tía del joven, aquel, sin duda idealizado por el chaval, se convertirá en su referencia y el modelo a seguir, incluso en los detalles más insignificantes que recalcan a lo largo de la película la complicidad existente entre ambos. Así el crío se esforzará por llevar el sombrero como su padre adoptivo y repetirá sus pequeñas costumbres como probar con un dedo el pastel cocinado por su tía o cortar una rebanada de pan antes de sentarse a la mesa. Su mundo gira en torno a la figura del predicador, de tal forma que llega a afirmar: “A mí lado, como siempre, está el pastor”; y en consonancia con esta apreciación el relato se inicia con la llegada, una vez finalizada la Guerra de Secesión, de Josiah Doziah Gray a Walesburg, una pequeña población rural enclavada en el sur de los EEUU, con la intención de predicar la palabra del Señor. Con una envidiable capacidad de síntesis Tourneur nos muestra el esfuerzo realizado por el predicador, desde su primer sermón a punta de revólver llevado a cabo en el saloon (5), para ganarse la confianza de los habitantes del pueblo. Hecho que culminará con la construcciónde su anhelada Iglesia.
A partir de ese momento se suceden a lo largo de la cinta escenas sobre la vida cotidiana de los vecinos de Walesburg con un marcado tono luminoso y melancólico (6) con el objeto de que el espectador se familiarice con los habitantes del lugar y su forma de vida caracterizada por la paz, la concordia y la fraternidad, de tal forma que incluso las escasas reyertas acaban, tras la contundente intervención del reverendo, con la risa de todos los participantes; muestra de la recuperación de la camaradería entre los habitantes del pueblo.
Sin embargo, en la segunda y, para mí, magistral parte de la película narrada con un tono mucho más sombrío por el director y en la que el drama se adueña del filme, este mundo ideal se verá azotado por una doble epidemia: física al ser víctimas de las fiebres tifoideas que harán estragos entre la población más joven de Walesburg, y moral al brotar el fantasma del racismo y la intolerancia en buena parte de los vecinos del pueblo. De tal manera que ambas epidemias le permitirán al director construir el relato, como era habitual en él, a través de una dualidad, en este caso doble.
La primera dualidad consistiría en la oposición entre la ciencia, encarnada por el joven doctor hijo del recientemente fallecido médico del pueblo, y religión, representada por el predicador. Dicha controversia se anuncia en la esplendida escena relativa a la moribunda viuda Smith con la forma de abordar el problema por ambos. Así, mientras el doctor toma el pulso de la paciente, el predicador se arrodilla y reza junto a la cama para, tras el fallecimiento de la enferma, afirmar el médico:”Todo acabó” y contestarle el reverendo: “No doctor, acaba de empezar”.
La paradoja reside, sin embargo, en que ambos pese a mantener posturas encontradas, en el fondo son personas muy similares. Individuos comprometidos con la sociedad, han asumido su deber de sacrificarse por ella y dar lo mejor de sí mismos para aliviar las dolencias de sus miembros; y los dos se verán superados por los acontecimientos que vivirán poco después.
Unos acontecimientos planteados por el director, una vez más, de forma ejemplar ya que el espectador desde el primer momento conoce la causa del contagio, las aguas de un pozo, dato ignorado por los protagonistas del drama, con lo que consigue trasladar al público la sensación de angustia e impotencia padecida por éstos. Así, por primera vez, al pensar que ha sido el portador de la enfermedad, el predicador flaqueará y se planteará la necesidad y la utilidad de su labor; mientras que el doctor, hasta ese momento representante del más absoluto racionalismo, comenzará a entender la labor del reverendo al proporcionar sosiego y consuelo allí donde la medicina fracasa e, incluso, acudirá a Joshua a petición de una agonizante Faith (7), su prometida. Esta situación da lugar a una escena silente memorable, de una enorme emotividad y sutileza, en la que vemos al predicador arrodillarse y rezar por la desahuciada enferma mientras escuchamos un precioso tema compuesto por Adolph Deutsch; para, a continuación, moverse ligeramente los visillos de una ventana abierta, símbolo más que probable de la intervención divina, al mismo tiempo que la enferma recuperada abre los ojos y mira al reverendo.
El mensaje es claro, la oposición entre fe y razón es falsa pues ambas son necesarias, se complementan y persiguen el mismo objetivo: la sanación, de los cuerpos la medicina y de las almas la religión. Este posicionamiento queda perfectamente resumido por el veterano médico al comentarle a su hijo sabiendo que la muerte le acechaba: “Tu cuidarás ahora a los vecinos por mí. Bueno, tú y el pastor”.
La dramática situación se resolverá al comentarle Kenyon, el primero en caer enfermo, a su padre adoptivo que probablemente la causa de la enfermedad fuese el agua del pozo de la que bebió en verano a pesar de estar sellado, no volviéndose a utilizar dicho pozo hasta el comienzo del siguiente año lectivo, momento en el que se desencadenó la epidemia. Josiah trasladará al médico la información lo que supondrá el principio del fin de la enfermedad; en cuya resolución, por tanto, el predicador habrá jugado un papel fundamental.
La otra dicotomía radica en la oposición entre civilización-ley y barbarie-violencia representada a través de la situación vivida por el tío Famous. Dueño de una pequeña granja, circunstancia para mí poco creíble por la época y el lugar en el que se desarrolla la acción al ser un negro manumitido, será presionado por Lon Backet para vender sus tierras, ambicionadas por el potentado minero al estar atravesadas por una veta de mica. Tras rechazar la oferta, su granja será asaltada, arrasando sus cultivos y matando a su escaso ganado, para posteriormente, y vestidos con la indumentaria del Ku-Klus-Klan, amenazarle con la muerte si no abandona su propiedad. La semilla del odio, la irracionalidad, el racismo y la locura se ha sembrado entre la población de Walesburg, y será de nuevo el reverendo quien jugará un papel capital para acabar con ella sin utilizar la violencia como pretendía, para proteger tanto al tío Famous como al propio Gray, su amigo Jed.
Con las únicas armas de su integridad, oratoria, sagacidad, determinación y la autoritas lograda después de tantos años de servicio a la comunidad el pastor conseguirá disolver al grupo. Para ello, en otra de las grandes y emotivas escenas de la película de una enorme fuerza, leerá el testamento del tío Famous nombrando a cada uno de los miembros del grupo salvaje y el bien que les deja el anciano en función de la relación mantenida con ellos en el pasado, por lo que cada objeto legado tiene un valor sentimental tanto para el desdichado viejo como para el vecino que lo recibiá. Joshia, al individualizar a cada miembro de la jauría consigue que dejen de formar parte de la turba anónima en la que se habían convertido; al mismo tiempo que los humaniza, les desarma desde el punto de vista moral y les hace avergonzarse de su aberrante actuación, abandonando estos definitivamente sus pretensiones.
Posteriormente, el espectador comprobará cómo las hojas que supuestamente contenían el testamento están en blanco y todo ha sido un ardid del pastor basado en el profundo conocimiento del verdadero carácter de sus feligreses y del alma humana. La inteligencia y la racionalidad han vencido a la brutalidad y a la insensatez, y ante la afirmación de Kenyon, al recoger las hojas en blanco, en el sentido de que: “Esto no es un testamento”, el reverendo le contestará “Sí que lo es hijo, es el recurso de Dios”. El reverendo, conforme a sus creencias, ha utilizado el bien más preciado que nos ha regalado el Señor y que nos diferencia del resto de los seres vivos, el intelecto.
A través de esta subtrama la película, por tanto, aborda uno de los aspectos más oscuros de la sociedad norteamericana en un momento, 1950, en el que se iniciaba la lucha por los derechos de las minorías en los EEUU; adoptando una postura muy valiente al mismo tiempo que crítica con la aparente protección legal de la que disfrutaban dichas minorías. Cuestión plasmada en la conversación que mantienen en la parte inicial del filme Joshia, John y el tío Famous tras la jornada de pesca. Así, cuando el chaval le comente al anciano que la ley le ampara frente a las pretensiones del magnate, éste le contestará: “Sólo por decirlo no se convierte en realidad”.
Por último, tengo que hacer referencia al plantel de actores de los que se sirvió Touneur para poner en pie este inolvidable microcosmos.
Al igual que los hechos narrados, la película gira alrededor de Joel McCrea, actor muy adecuado tanto por su forma de entender la interpretación, poco dada a los excesos y a la grandilocuencia, como por la imagen que se había forjado a través de sus películas con personajes mayoritariamente íntegros y honestos (8); de hecho el artista siempre afirmó que había sido uno de los rodajes en los que se había sentido más a gusto.
En el rol de su esposa nos encontramos con Ellen Drew a la que el director reservó otra de las escenas más emotivas de la película cuando, enfermo de gravedad Kenyon y temiéndose por su vida, se reprocha a sí misma el haberle tratado en determinadas ocasiones con rudeza mientras su marido le retira delicadamente los alfileres del pelo.
Al narrador le dio vida un joven Dean Stokwell, quien realiza un trabajo impecable, alejado de la habitual ñoñería de este tipo de personajes, demostrando por qué en su momento fue una de las grandes promesas de Hollywood (9).
Junto a ellos secundarios de la talla de Alan Hale como Jed Isbell, compañero de armas de Joshia durante la Guerra de Secesión, quien mantiene una estrecha relación de camaradería con el predicador, siempre presto a ayudarle, y de respeto a las creencias del pastor aunque mantenga posiciones cercanas al agnosticismo y se niegue a acudir a la iglesia a pesar de los continuos intentos de su amigo. Juano Hernández en el papel del tío Famous, un personaje que vivirá una situación similar a la padecida por el mismo actor un año antes en el drama de denuncia social dirigido por Clarence Brown “Han matado a un hombre blanco”. O Ed Begley en el papel de Lon Backet, un codicioso magnate capaz de ahorcar a un hombre al que conoce desde que era un niño para adueñarse de su propiedad.
“Estrellas en mi corona”, una joya cuya reivindicación resulta urgente, pertenece a ese grupo escogido de películas, como “¡Qué bello es vivir!” (Frank Capra, 1946) o “El hombre tranquilo” (John Ford, 1956), capaz de devolverte la fe en el ser humano y hacerte ver la vida con más optimismo. ¿Se puede pedir más?
(1) Esta circunstancia, del todo aberrante, en la que los nativos estadounidenses fueron despojados de sus legítimas propiedades se mantendría hasta 1924 cuando por fin se les reconoció la ciudadanía estadounidense.
(2) Existen ejemplos de wésterns psicológicos anteriores a “El pistolero,” como por ejemplo “Perseguido” (Raoul Walsh) o “La mujer de fuego” (André de Toth) ambas de 1947 y ya reseñadas en este blog, pero fue a raíz del filme de King cuando se popularizó y se desarrolló este subgénero.
(3) Precisamente en 2016 los hermanos Coen estrenaron “¡Ave César!” película basada en este oscuro personaje encargado de resolver los trapos sucios de la major.
(4) Junto a varios fimes de John Ford como “El juez Priest” (1934), su remake “El sol siempre brilla en Kentucky” (1953), “El joven Lincoln” (1939) o, incluso, “La ruta del tabaco” (1941), podemos incluir, entre otros títulos, dentro de este grupo a “Sinfonía de la vida” (Sam Wood, 1940), “Aguas pantanosas” (Jean Renoir, 1941), la ya citada “Han matado a un hombre blanco” (Clarence Brown, 1949), “El pozo de la angustia” (Russell Rouse-Leo C. Popkin, 1951), “La gran prueba” (William Wyler, 1956) y “Matar a un ruiseñor” (Robert Mulligan, 1962) con el que este filme presenta muchas semejanza: desde el narrador, un niño; pasando por el papel protector del protagonista (como en el filme de Mulligan cuando recobra el conocimiento tras su enfermedad Kenyon comprueba que el predicador permanecía vigilante al lado de su cama), hasta la escena del intento de linchamiento de tío Famous abortada por el protagonista sin utilizar la violencia.
(5) Las similitudes de esta escena con la secuencia de la presentación del reverendo Jonathan Rudd en “El póquer de la muerte” son notables, por lo que no sería extraño que Henry Hathaway hubiera tenido en cuenta la película de Tourneur a la hora de rodarla.
(6) John pesca junto al tío Famous, presentándonosla como una actividad que propicia el encuentro intergeneracional; el reverendo Gray charla en un porche con el anciano médico del pueblo, para posteriormente asistir a su entierro; John mantiene en un carro de heno una conversación con otro chaval en el que le cuenta que si fuera Dios lo primero que haría sería parar el tiempo durante el verano para no ir a la escuela; nos presentan a Jed Isbell, gran amigo del reverendo, trabajando en su granja para, a continuación, mostrarnos a sus cinco hijos; etcétera.
(7) No creo que el apellido de la enferma, Faith, en castellano fe, fuese elegido de forma casual.
(8) Tourneur volvería a contar con él para los papeles protagónicos de “Wichita” y “El jinete misterioso” (también concocido como “La ley del juez Thorne”), dos wésterns rodados en 1955 en los que interpretó a personajes, el famoso sheriff Wyatt Earp y el juez Thorne, caracterizados por su autoritas.
(9) Joel McCrea y Dean Stokwell coincidirían de nuevo en “Amigos bajo el sol” (Kurt Neumann, 1951) adaptación al universo del wéstern del clásico de aventuras filmado en 1937 por Victor Fleming “Capitanes intrépidos”.
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