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jueves, 17 de enero de 2019

DUELO EN EL BARRO

(These thousand hills, 1959)

Dirección: Richard Fleischer
Guion: Alfred Hayes

Reparto:
- Don Murray: Albert Gallatin “Lat” Evans
- Lee Remick: Callie
- Richard Egan: Jehu
- Patricia Owens: Joyce
- Stuart Whitman: Tom Ping
- Albert Dekker: Marshal Conrad
- Harold J. Stone: Ram Butler
- Royal Dano: Ike Carmichael
- Jean Willes: Jen

Música: Leigh Harline
Productora: Twentieth Century Fox Film Corporation

Por Jesús Cendón. NOTA: 7’5

“No se admira a los que fracasan, son demasiados” Conversación de un vecino de Fort Brock con Lat Evans.


“Duelo en el barro” además de ser un ejemplo de la madurez alcanzada por el wéstern en la década de los cincuenta supone una clara muestra de la ductilidad que caracterizó a este género el cual, bajo la coartada de las galopadas, los tiroteos y las peleas, se ocupó de analizar la relación del hombre con su entorno social, abordando todo tipo de temas de carácter ético y moral e indagando en los rincones más oscuros de la naturaleza humana. Así, la película constituye una de las reflexiones más lúcidas y certeras contempladas en la pantalla grande sobre la ambición humana, situándo al personaje de Lat Evans, un advenedizo que antepondrá su codicia a sus propios valores, a la altura, por citar dos ejemplos, del Morris Townsed de “La heredera” (William Wyler, 1949), aunque el protagonista mantenía en esta película cierta ambigüedad, y del George Eastman de “Un lugar en el sol” (George Stevens, 1951); ambos interpretados por Montgomery Clift. Mientras que en el wéstern el antecedente más inmediato lo encontramos en Michael J. McComb interpretado por Errol Flyn en la singular “Río de plata” (Raoul Walsh, 1948).



La película fue producida en el seno de la Twentieth Century Fox por David Weisbart, responsable de “Rebelde sin causa” (Nicholas Ray, 1955) y de varios títulos protagonizados por Elvis Presley, quien confió el proyecto, sobre otro inconformista-rebelde pero situado en el Far-West nacido de la pluma de A. B. Guthrie Jr. (1), a un Richard Fleischer con el que había colaborado tres años antes en el filme bélico “Los diablos del Pacífico” y que se encontraba en la cúspide de su carrera tras haber dirigido noirs del nivel de la versionada recientemente por Peter Hyams “Testigo accidental” (1952) o “Sábado trágico” (1955); el indispensable filme de aventuras de aires shakespearianos “Los vikingos” (1958); el wéstern ambientado en plena revolución mexicana “Bandido” (1956); o el drama judicial, para mí su mejor filme, “Impulso criminal” (1959), crónica escalofriante sobre la crueldad humana y, al mismo tiempo, incisiva denuncia de la pena de muerte con la presencia de un impagable Orson Welles como protagonista.



ARGUMENTO: Lat Evans, un joven vaquero, emigra de Oregón a Montana con la intención de enriquecerse y olvidar un pasado de miseria. Pronto encontrará el apoyo de Callie, una prostituta de Fort Brock, y de Tom , otro cowboy; pero en su anhelo por convertirse en un hombre respetable no dudará en darles la espalda.



De nuevo nos encontramos ante un filme torpemente titulado al castellano. No sólo porque el original es mucho más bello y poético sino porque se ajusta más al relato, ya que las montañas aludidas tienen un doble significado. Por una parte son símbolo de los obstáculos a superar por Lat para alcanzar una posición relevante en la comunidad; y por otro lado, al no haber sido transformadas por la acción del hombre, se mantienen todavía puras y vírgenes por lo que son en realidad una metáfora del carácter inicial de nuestro antihéroe a cuya degradación moral asistiremos.



Así, el protagonista en las primeras escenas, aunque muestra su ambición por enriquecerse, se nos presenta como un individuo ingenuo, soñador e inocente (un personaje que recuerda al interpretado por el propio Don Murray en su debut en la gran pantalla para el filme de Joshua Logan “Bus stop”), y será el contacto con la sociedad el que vaya corrompiéndolo sistemáticamente hasta convertirlo en un hombre capaz de modificar sus valores con el objeto de obtener el reconocimiento de esa sociedad.



Uno de los grandes aciertos de la película es presentarnos a un personaje con aristas. Se trata de un individuo con fuertes convicciones morales que, de forma inconsciente, irá modulando y adecuando para conseguir sus objetivos: abandonar una vida mísera que le persigue desde niño (al comienzo del filme le confiesa a Tom que no quiere terminar como su padre sin un céntimo y escondido detrás de la Biblia convencido de que el dinero no importa) y, al mismo tiempo, obtener la influencia, el poder y el reconocimiento social relacionados con este enriquecimiento. Pero en el inicio, como muestra de su simpleza, aparece convencido de que lo logrará tan sólo con el fruto de su trabajo. Para ello simultaneará dos ocupaciones y posteriormente embarcará a Tom en la aparentemente prospera caza del lobo. Posicionamiento pueril muy pronto desmentido por la realidad al negarle el banco el crédito necesario para comprar su anhelado rancho.



El punto de inflexión para Lat se producirá con una invitación para cenar en la que compartirá mantel con las fuerzas vivas de Fort Brock: el abogado, el banquero y el sacerdote, representantes del poder político, económico y religioso estrechamente vinculados. En la cena conocerá además a Joyce, la sobrina del banquero, con la que finalmente se casará. Se trata de un nuevo mundo para Lat cuyas puertas se le abren con el ofrecimiento de formar parte del consejo escolar, pero para ello deberá abandonar a aquellos que le brindaron de forma desinteresada su apoyo; seres, para la puritana mentalidad de la clase dominante, poco recomendables.




Así, esa misma noche romperá con Callie, una prostituta del pueblo, con la que mantenía una relación sentimental y, poco después, lo hará con Tom al cuestionar el futuro matrimonio de este con una exprostituta. La paradoja del alejamiento consiste en que la ruptura con ambos se basa en una de las características fundamentales de su carácter, la franqueza; por lo que no será consciente de su actitud y de que está dando los primeros pasos para vender su alma y transformarse en otra persona, convirtiendo en premonitorias las palabras de Ram, su antiguo jefe, “Recuerda que los hombres cambian”.




Será tardíamente cuando tome conciencia de la traición a sus amigos y, lo más importante, a sí mismo y sólo recuperará la dignidad y autoestima perdidas en un acto postrero al enfrentarse con Jehu por haber golpeado previamente a Callie, asumiendo que esta reacción aruinará su incipiente y prometedora carrera política como senador y que, incluso, le podrá costar la vida. Ambos rivales protagonizan una brutal pelea en la que literalmente quedan cubiertos de barro, símbolo de la podredumbre de sus respectivas almas y del grado de degradación alcanzado por los dos contrincantes. Se trata, pues, de un acto de purificación tardío para Lat puesto que el mal ya está hecho con resultados trágicos para algún personaje. A partir de ese momento al protagonista tan sólo le quedará como único refugio su hogar y al espectador, tras cerrrarse la puerta de la vivienda, le asaltará la duda de si con su peculiar acto de redención Lat ha alcanzado la paz interior o, por el contrario, si vivirá atormentado el resto de sus días por el peso de su conciencia.



Al igual que al resto del reparto, pocas veces he visto mejor a Don Murray como en esta película expresando la angustia vital de su personaje, lo que muestra otra de las características de Richard Fleischer, ser un excelente director de actores.



Así, nos vamos a encontrar con una inolvidable Lee Remick en el papel de Collie, la prostituta enamorada de Lat que primero lo cuidará y después le brindará su amor, ayudándole a superar sus temores sexuales provocados por un padre excesivamente rígido, sin pedir nada a cambio. E, incluso, en un acto de confianza suprema le prestará todos sus ahorros para que este pueda hacer realidad el sueño de comprar un rancho.



Un formidable Richard Egan da vida a Jehu, el temible rival de Lat que muestra su pérfido carácter desde la secuencia de la carrera de caballos. Es un hombre capaz de todo para ganar. Su rivalidad inicial se incrementará al pretender también a Collie.






Mientras que Stuart Whitman está más que correcto como Tom, el amigo y primer socio de Lat al que incluso salvará la vida, y que se sentirá traicionado por él cuando se niegue a ser el padrino de su boda. Tom es, en realidad, el contrapunto de Lat, una persona más experimentada y, como tal, realista para el que las grandes fortunas no se han construido solamente con el trabajo sino también con el robo. Es un hombre alejado de la mentalidad puritana de la sociedad que le rodea, más apegado a los placeres de la vida e, inicialmente, con más defectos que Lat, pero por ello más humano. Además el guionista y el director le reservan una de las mejores líneas de diálogo de la película cuando le comenta a a Lat que: “No he faltado a mi palabra, no he subido a costa de otros, no he traicionado a un amigo y no he sido egoísta. Y, sobre todo, nunca he hecho del dinero un pequeño y falso ídolo de barro”.



El otro gran tema abordado por el filme, estrechamente relacionado con el de la ambición, es el del afianzamiento de la industria ganadera en Montana como motor del desarrollo de un incipiente capitalismo muy vinculado a la ética protestante. Estamos ante una sociedad en evolución que no sale bien parada de la implacable y demoledora mirada de Fleischer. Así el director nos presenta una comunidad caracterizada por su superficialidad, puritanismo e hipocresía en la que la imagen ante los demás cobra una importancia fundamental. Es el mismo colectivo, inclemente y cruel, que no duda en ahorcar sin un juicio previo a aquellos que cometen un delito, sobre todo si atentan contra la propiedad privada, pero no admite la relación entre uno de sus miembros con una prostituta. Esta actitud la retrata Fleischer en una de las mejores escenas de la película con el frío linchamiento de uno de los personajes por los miembros de la ciudad.



Quizás como aspectos menos logrados de la cinta quepa citar a la incapacidad del director para hacer notar al espectador el paso del tiempo, aproximadamente cinco años, y un final convencional, con el cambio un tanto precipitado de Joyce, que colisiona tanto con la originalidad del filme como con el tono de dureza empleado en el mismo (2).



“Duelo en el barro”, un wéstern incomprendido en su época y semidesconocido en la actualidad filmado por un director, Richard Fleischer, para el que “Las películas deben tener un estilo propio”, y esta lo posee sobradamente.


(1) Alfred Bertram Guthrie Jr. es mundialmente conocido por sus novelas enmarcadas en el Far-West, muchas de las cuales han sido adaptadas al cine como “Bajo los cielos inmensos”, recientemente editada por Valdemar en su lujosa colección Frontera, que dio lugar a “Río de sangre” (Howard Hawks, 1952) o “The Way West”, por la que obtuvo el Pulitzer, que llevó a la pantalla grande en 1967 Andrew Victor McLaglen con el título de “Camino de Oregón”; además de por ser el responsable del guion de “Raíces profundas” (George Stevens, 1953).

(2) No he leído la novela, por lo que no sé hasta que punto la película es fiel a la obra escrita. 

https://thewildbunchwestern.blogspot.com/2018/03/rio-de-sangre.htmlhttps://thewildbunchwestern.blogspot.com/2018/03/rio-de-sangre.html

jueves, 10 de enero de 2019

DOS HOMBRES CONTRA EL OESTE

(Wild rovers, 1971)

Dirección: Blake Edwards
Guion: Blake Edwards

Reparto:
- William Holden: Ross Bodine
- Ryan O’Neal: Frank Post
- Karl Malden: Walter Buckman
- Lynn Carlin: Sada Billings
- Tom Skerrit: John Buckman
- Joe Don Baker: Paul Buckman
- James Olson: Joe Billings
- Leora Dana: Nell Buckman
- Moses Gunn: Ben
- Victor French: Sheriff

Música: Jerry Goldsmith
Productora: Geofrey Production

Por Jesús Cendón. NOTA: 7,5

“Escucha Frank, encuéntrame a un vaquero, joven, viejo o de mediana edad, que tenga algo más de cuatro dólares en el bolsillo y yo te encontraré a un vaquero que dejó su oficio y se dedicó a robar bancos”. Ross Bodine a Frank Ross.



Hablar de Blake Edwards es hablar de un director dotado excepcionalmente para la comedia que firmó algunas de las páginas más brillantes de este género a finales de los años cincuenta y durante la década siguiente. Basta citar algunos ejemplos para darnos cuenta de la importancia de su legado: “Operación Pacífico” (1959), magnífica parodia de los filmes bélicos con Cary Grant recordando su papel en “Destino Tokio” (Delmer Daves, 1943); “La carrera del siglo” (1965), divertido homenaje al cine silente de la Keystone; y dos películas que convirtieron a Peter Sellers en estrella y en un referente del género “La pantera rosa” (1962) y “El guateque” (1968), probablemente su obra maestra.



La calidad de esta ingente producción, al igual que ha ocurrido con otros directores especializados en la comedia, como salvando las distancias Billy Wilder, ha ensombrecido su aportación notable a otros géneros. Así Edwards es el responsable de “Días de vino y rosas” (1962), una de las mejores aproximaciones rodadas en Hollywood sobre las consecuencias del alcoholismo en cuyo final, tan conmovedor como desolador, el protagonista ve a su mujer perderse en la oscuridad de la noche y, metafóricamente, del alcohol (1). Ese mismo año también rodó “Chantaje contra una mujer” (1962), notable thriller protagonizado por Glenn Ford y, al igual que la anterior película, Lee Remick; y un año antes dirigió la versión, algo edulcorada y censurada, de la excelente novela de Truman Capote “Desayuno con diamantes”; además de ser el principal responsable de la mítica serie policíaca “Peter Gunn” (1958-1961).



Precisamente a comienzos de la década de los setenta y coincidiendo con su etapa más errática y menos lograda desde el punto de vista artístico, Edwards realizó su única incursión en el wéstern. Un proyecto muy personal producido por su propia compañía, la Geofrey Production, bautizada con el nombre de uno de sus hijos al que reservó un pequeño papel en el filme; además de ser la primera vez que dirigía un guion escrito en solitario por él.



ARGUMENTO: Ross Bodine y Frank Post, dos cowboys asalariados en el rancho de Walter Buckman, tras la muerte de un compañero deciden escapar de sus vida miserable y asaltar un banco para, posteriormente, refugiarse en México. Sin embargo, perseguidos por los hijos de Walter, el resultado no será el deseado.



Se inicia un nuevo día y con él otra jornada tediosa para los cow-boys consistente en marcar reses, reparar alambradas, pastorear el ganado, desayunar; pero esa mañana ocurrirá un hecho desgraciado que transformará la vida de dos de ellos.



Así comienza un sentido wéstern de gran belleza y tono crepuscular en el que se puede rastrear la huella de dos filmes muy populares rodados en 1969: “Grupo Salvaje” y “Dos hombres y un destino”.



Por una parte se aprecia la influencia de “Grupo salvaje” (Sam Peckinpah), no sólo por el uso de la cámara lenta en las escenas de acción, con la intención de enfatizar la violencia; sino también en el propio esqueleto argumental del filme con unos bandidos perseguidos incansablemente por un grupo cuyos miembros no son superiores desde el punto de vista moral a ellos; e, incluso, en algunas escenas como aquella en la que Ross pasa la noche con una prostituta justo antes de participar en un sangriento tiroteo. Además, la elección como protagonista de William Holden cuya imagen, dos años después, estaba aún asociada a la de Pike Bishop, otro personaje maldito e inconformista enfrentado a la sociedad, no creo que fuera casual. A todo ello también hay que añadir la visión mítica de México como una arcadia que constituye, a la vez, la única esperanza y el último refugio de los protagonistas.



Por otra parte recuerda a “Dos hombres y un destino” (2). De hecho al igual que en la película dirigida por George Roy Hill estamos ante una buddy movie que nos narra una bella historia de amistad entre los dos personajes principales, con la particularidad de que uno de ellos, Ross Bodine interpretado excelentemente por un maduro William Holden (3), es un hombre en el otoño de su vida y como tal más experimentado, reflexivo y descreído; mientras que el otro, Frank Ross al que da vida un inaguantable Ryan O’Neal (3), es un joven de 21 años impulsivo, soñador y más inestable. A los largo del filme asistiremos al crecimiento de su amistad y a la resolución, siempre unidos, de cuantas complicaciones surjen en su periplo liberador, porque la camaradería es lo único que tienen y a ella se aferrarán para desafiar a las circunstancias adversas. Incluso su especial vínculo llegará a tornarse en una una especie de relación paternofilial.



Los profundos sentimientos entre ambos quedan perfectamente reflejados en dos secuencias. Aquella en la que Roos intenta extraer la bala de la pierna de Frank mostrando el dolor que le produce el daño que está ocasionando a su amigo; y otra en la que, después de haber hecho todo lo posible para salvar la vida de Frank, Ross se da cuenta del fallecimiento de su compañero y le sigue hablando mientras le cubre delicadamente con la manta; pocas veces se ha mostrado con tanta poesía, sensibilidad, sencillez y naturalidad la muerte de un personaje en el cine.



En realidad nuestros antihéroes no dejan de ser dos ilusos que por primera vez creen poder engañar a su destino tomando las riendas de su existencia. El sino, por tanto, se convierte en uno de los temas del filme, apreciándose respecto a esta cuestión la influencia del cine negro, en general, y de Fritz Lang , en particular, en cuyos tres wésterns este aspecto estaba presente, sobre todo en “Espíritu de conquista” (1941).



Así, como en el cine del maestro alemán, el filme se caracteriza por un determinismo pesimista, con unos personajes que se verán arrastrados por el único delito que han cometido en sus vidas y cuyo destino estará marcado desde el inicio por una serie de circunstancias tan casuales como adversas: John, uno de los hijos de su patrón, les sigue al pueblo la noche del robo pensando que van a visitar a la nueva prostituta, un puma esa misma noche ataca a uno de los caballos retrasando su huida y una intrascendente partida de póquer marcará el principio del fin de los bisoños ladrones.





Igualmente de influencia “langiana” es el enfrentamiento del individuo contra una sociedad injusta (las diferencias entre la opulencia de la familia Buckman y la miseria de sus asalariados se ponen de manifiesto en el inicio del filme al simultanear el desayuno de unos y otros) e hipócrita (los maridos pueden engañar a sus esposas con prostitutas pero está prohibido hablar de casas de tolerancia en la mesa). Así, el robo del banco será en realidad un asalto, por parte de ambos amigos, al sistema que contribuye a perpetuar su pobreza. Incluso, dado el año de producción, que corresponde a una época convulsa y de ambiente contestatario para los EEUU en la que se cuestionaron sus pilares fundamentales, no es descabellado hacer una lectura marxista del filme en clave de lucha de clases. Así Ross y Frank, cowboys y por tanto pertenecientes a la clase proletaria, se atreven a cuestionar el orden establecido y se enfrentan a las estructuras del poder reivindicando su libertad. Mientras Walter y sus hijos, propietarios del rancho y miembros de la clase capitalista, serán los encargados de perseguirles y acabar con su “revolución” para restablecer el orden y la confianza en el sistema. Aunque estos últimos también pertenecen a una época pretérita y, realmente, tan sólo el empleado del banco y su mujer, símbolos del capitalismo incipiente y de la nueva era, se beneficiarán del robo al apropiarse de los tres mil dólares que Roos les dejó con el objeto de que Walter pudiera abonar la paga a sus vaqueros.



En el debe de la película hay que anotar cierta irregularidad, su dispersión, un montaje en algunas ocasiones poco afortunado (5) y sobre todo un segundo arco argumental, el clásico enfrentamiento entre ganaderos y pastores de ovejas, de escaso interés y nula relación con el resto de la cinta salvo para acentuar su carácter crepuscular y mostrarnos el fin de una época y de los habitantes que la poblaron, representados por Walter Buckman (interpretado por un desaprovechado Karl Malden), un ganadero despótico y tiránico, el típico hombre hecho a sí mismo para el que la mujer sólo tiene como objeto criar hijos; y por el patriarca del clan de los ovejeros del que apenas se nos aporta información, salvo el odio profesado a Walter.





Sin embargo, estos defectos se olvidan durante la visión de la cinta al regalarnos Edwards un conjunto de escenas de gran belleza y extraordinariamente rodadas como las dos señaladas anteriormente que resaltan la profunda relación de amistad entre los protagonistas; la de la partida de póquer, con una perfecta planificación y una graduación de la tensión magistral hasta desembocar en el explosivo final; y, sobre todo, la de la doma en la nieve de un caballo salvaje en la que se combinan imágenes a cámara lenta con el precioso tema principal compuesto por Jerry Goldsmith, por una vez sustituto del colega del director Henri Mancini. Secuencia que muestra a nuestros protagonistas felices y, por primera vez, tomando simbólicamente, al igual que con la yegua, las riendas de sus vidas.



Filme, por tanto, intimista y de ritmo pausado en el que Blake Edwards, frente a las escasas pero contundentes escenas de acción, prima y da mayor importancia a aquellas centradas en la relación establecida entre los dos vaqueros quienes son retratados, pese a sus defectos, con un enorme cariño por lo que al espectador no le cuesta empatizar con ellos, olvidando su condición de ladrones y deseando que por una vez se conviertan en ganadores y puedan realizar su sueño con la compra de un pequeño rancho en México. Son, en realidad, dos seres que buscan un nuevo comienzo en un mundo en descomposición pero que comprobarán cómo al final del camino sólo les espera una bala.



“Dos hombres contra el Oeste” es, pues, una crónica sentimental desprovista de toda épica sobre los hombres corrientes que habitaron el Far-West. Un gran wésten crepuscular filmado inmediatamente antes de precipitarse el género por un pozo de oscuridad durante casi dos décadas, en el que el director asume la teoría de Roos cuando contesta a una pregunta de Frank sobre si teme a la muerte: “Sí, un poco, pero no pierdo el tiempo pensando en ello. No hay nada en este mundo por lo que merezca la pena discutir, pues todo está predestinado desde arriba. No podemos hacer nada, salvo algún detalle para creer que llevamos las riendas”.



(1) Curiosamente Billy Wilder había rodado en 1945 “Días sin huella”, un extraordinario filme sobre la misma temática por el que su protagonista, Ray Milland, obtuvo el Oscar.

(2) Las evidentes similitudes con esta película supongo que no se le escaparon al encargado de titularla en castellano.

(3) El personaje de Ross Bodine puede considerarse como el testamento cinematográfico del actor en este género ya que posteriormente tan sólo rodaría un wéstern más, el insustancial “Los vengadores” (Daniel Mann, 1972).

(4) Ryan O’Neal gozaba de una gran popularidad en el momento de rodar la película al haber protagonizado un año antes “Love story” (Arthur Hiller), un melodramam romántico de gran éxito.

(5) Juzgada con severidad por la crítica cinematográfica, la película fue masacrada en su estreno cortándose media hora de su metraje original de 136 minutos. La versión editada en DVD dura 124 minutos por lo que, quizás, parte de los defectos apuntados en esta reseña se deban a no haber podido ver la versión íntegra.

jueves, 3 de enero de 2019

EL REBELDE ORGULLOSO

(The proud rebel - 1958)

Dirección: Michael Curtiz
Guion: Joseph Petracca, Lillie Hayward basado en un relato de James Edward Grant.

Reparto:
- Alan Ladd: John Chandler
- Olivia de Havilland: Lynett Moore
- Dean Jagger: Harry Burleigh
- David Ladd: David Chandler
- Cecil Kellaway: Dr. Enos Davis
- Harry Dean Stanton: Jeb Burleigh
- Tom Pittman: Tom Burleigh
- Henry Hull: Judge Morley
- John Carradine: Traveling salesman

Música: Jerome Moross
Productora: Samuel Goldwyn Jr. para Formosa Production

Por Jesús Cendón, NOTA: 7

“Algunas veces me gustaría ser ministro en vez de médico. Los ministros dan esperanza, los médicos sólo hechos”. El doctor Enos Davis a John Chandler tras haber examinado a su hijo David.


Segundo wéstern producido por Samuel Goldwyn Jr. tras “Con sus mismas armas” (Richard Wilson, 1955), película ya reseñada en este blog con la que comparte su excelente acabado formal.

En esta ocasión contó como director con Michael Curtiz, uno de los grandes artesanos de Hollywood y ,junto a Raoul Walsh, director bandera de la Warner Brothers en la que permaneció durante casi tres décadas poniendo su oficio e, incluso, talento al servicio de la major, y mostrando una enorme capacidad de adaptación a los diferentes géneros cinematográficos: aventuras, policiáco, drama, comedia, wéstern e, incluso, musical.


Prueba de su versatilidad es este pequeño wéstern. Así mientras que sus primeras películas ambientadas en el Far-West fueron grandes epopeyas al servicio de Errol Flynn, una de las mayores estrellas de la productora, caracterizadas por su espectacularidad y en las que contó con unos presupuestos holgados para narrarnos la historia de los EEUU: “Dodge, ciudad sin ley” (1939), “Oro, amor y sangre” (1940) y “Camino de Santa Fe” (1940); la película que nos ocupa se trata de un wéstern con un presupuesto mediano en la que desarrolla una historia intimista, cercana al melodrama, siendo su eje fundamental la relación entre un padre y su hijo.


De esta forma, el filme entronca con una serie de wésterns de corte familiar en los que la historia se articula con base en el especial vínculo establecido entre un adulto y un preadolescente o está narrada a través de los ojos del menor. Destacados títulos de esta corriente son “Raíces profundas” (George Stevens, 1953), “Hondo” (John Farrow, 1953), “Río sin retorno” (Otto Preminger, 1954), “Caravana del Oeste” (Francis D. Lyon, 1959) producida por la Batjac de John Wayne, la recientemente reseñada “El más valiente entre mil” (Tom Gries, 1967) o varios títulos menores protagonizados por Joel McCrea como “Amigos bajo el sol” (Kurt Neumann, 1951), coescrita también por Lillie Hayward, y “La mano solitaria” (George Sherman, 1953).


SINOPSIS: John Chandler, un antiguo oficial del ejército sudista, recorre sin descanso los EEUU en busca de un doctor que cure el mutismo sobrevenido de su hijo. Al recalar en Abeerdeen un médico le dará esperanzas, pero pronto se enfrentará de manera fortuita con los hijos de Harry Burleigh, el ranchero más poderosos del lugar; a su vez enemistado con Lynnett Moore propietaria de una granja ambicionada por el magnate. Lynnett protegerá a John y poco a poco nacerá una atracción entre ambos.


La acción del filme se sitúa tras el fin de la Guerra de Secesión (1861-1865), conflicto traumático con un legado de más de 600.000 víctimas mortales entre militares y población civil (1) que enfrentó, con la coartada de la abolición del esclavismo, a dos mundos opuestos: un norte moderno, burgués e industrializado y un sur tradicional, aristocrático y agrícola. El resultado fue un país devastado cuyas heridas tardarían en cicatrizar.


Sin embargo, y aunque hay continuas alusiones al contexto histórico, sobre todo en relación con los saqueos sufridos por los estados del Sur fundamentalmente debidos a la denominada guerra total protagonizada por los generales nordistas Sherman y Sheridan y cuyo paradigma fue el saqueo de Atlanta, a Curtiz no le interesa tanto narrar el drama histórico como la tragedia personal del protagonista, un exoficial confederado acaudalado que con la guerra no sólo perdió todas sus posesiones sino también a su mujer tras ser incendiada su hacienda. Individuo que, abrumado por su responsabilidad, se ha convertido en un nómada con un único objetivo en la vida, encontrar la cura para su hijo incapaz de hablar tras contemplar como las llamas devastaban su hogar y acababan con su madre.


Así, como señalé en un párrafo anterior, el filme se deslizará hacia el melodrama centrándose tanto en el vínculo especial existente entre el padre y su hijo, como en la nueva relación establecida entre ambos y Lynett Moore, otro personaje solitario al haber fallecido sus progenitores y sus hermanos y dueña de un rancho codiciado por Harry Burleigh, el ganadero más poderoso de la región; quedando, de esta forma, perfectamente engarzadas las dos líneas argumentales de la película:


- La primera sobre el paulatino acercamiento entre John y Lynett, que a su vez supone para David, el hijo de John, encontrar un nuevo hogar y a una segunda madre.




Curtiz narra este proceso con varias secuencias de una gran sutileza. Así, contemplaremos a Lynette, tras haber mantenido una conversación íntima con John, mirarse en el espejo y, en un gesto de coquetería, arreglarse el pelo. Posteriormente asistiremos al redescubrimiento de su feminidad al recuperar de un baúl su mejor vestido. Y, por último, ambos se fotografiarán de forma idéntica a la instantánea que conserva John con su mujer fallecida. La intención de Curtiz con la última secuencia es clara, poco a poco Lynett está ocupando el vacío que dejó en el corazón de John la muerte de su esposa. Para ambos se abré una nueva esperanza, una nueva vida, igualmente simbolizada en la edificación del establo sustituto del perdido en un incendio provocado por los hijos de Harry.


- La otra línea argumental se centra en el enfrentamiento de John y Lynette con el clan de los Burleigh. Nos encontramos con un tema recurrente en el wéstern, la rivalidad entre ganaderos y agricultores aunque con la peculiaridad de que el poderoso ganadero se dedica a la cría de ovejas y no al ganado vacuno como era habitual. En este enfrentamiento jugará un papel fundamental el perro pastor de David, pues al apropiárselo Harry se desencadenará el drama constituyendo el detonante del duelo final entre John y los Raleigh. De nuevo las similitudes con la citada “Raíces profundas” e incluso con el melodrama “El despertar” (Clarence Brown, 1946) son evidentes respecto a la profunda relación existente entre el chico y su mascota.


Por lo que respecta a la labor de Curtiz cabe señalar que narra la historia de forma plácida y con un ritmo pausado, caracterizándose la dirección por su elegancia y su clasicismo, destacando los bellos encuadres, los preciosos y precisos movimientos de cámara, la especial atención prestada a la composición de los planos y al lugar en el que sitúa la cámara, permitiendo a los actores moverse en secuencias de interior sin utilizar el montaje; de tal forma que en muchas de ellas tenemos la sensación de estar contemplando a los interpretes en la misma habitación, convirtiéndonos en espectadores privilegiados de los hechos.


La película supuso además el reencuentro profesional, tras dieciocho años de su última cinta, entre el cineasta y una esplendida Olivia de Havilland (2), a la que Curtiz presenta desprovista de todo glamour con un viejo vestido, un sombrero de paja, un chal ajado y mal peinada. Una mujer de carácter fuerte que no parece prestar atención a su imagen y que reivindicará delante del juez, en un discurso de gran modernidad, su individualidad, resistiéndose a ser un mero apéndice del hombre al afirmar: “¿Qué se supone que debo hacer? Arrojarme a los brazos del primer hombre que me proponga en matrimonio sólo para complacer a la gente… Como si vivir sola fuera un crimen, y todo porque soy una mujer y no un hombre”. Es, pues, una mujer adelantada a su tiempo que reivindica su singularidad e independencia como persona y un claro precedente del personaje de Mary Bee Cudy en la recientemente estrenada “Deuda de honor” (Tommy Lee Jones, 2014).


Junto a ella un Alan Ladd en uno de sus mejores trabajos quizás por interpretar a un hombre corriente, un papel más acorde con su físico, y por dar vida a su vástago en el filme su verdadero hijo David Ladd (3) con el que muestra en todo momento una gran complicidad. Estamos ante un individuo duramente golpeado por la vida pero no vencido que conservará su dignidad, orgullo e, incluso, testarudez, rechazando la ayuda gratuita ofrecida por los distintos personajes del filme. Un ser atormentado al haber ocurrido la tragedia a su familia mientras estaba ausente por lo que la curación de su hijo constituye su peculiar acto de expiación, y a su búsqueda dedica su vida. Tanto John como su hijo David nos muestran, por tanto, que los conflictos bélicos no acaban al abandonar las armas su discurso macabro sino que las secuelas se prolongan a lo largo del tiempo en los supervivientes que deben aprender a vivir con sus heridas.



Acompañando a los protagonistas nos encontramos con veteranos de la fiabilidad de Dean Jagger como el poderosos ganadero obsesionado con las tierras de Lynett, Cecil Kellaway en el papel del bondadoso médico y atisbo de esperanza para John, Henry Hull en la piel de un peculiar y heterodoxo juez o John Carradine como un comerciante al que el director y los guionistas reservan las mejores líneas de diálogo en la conversación inicial mantenida con John; así como, con un joven Harry Dean Stanton dando vida al hijo camorrista de Harry.


Por último, debo referirme a la banda sonora de Jerome Moross que anticipa la que compondría ese mismo año para “Horizontes de grandeza” (William Wyler, 1958), su obra maestra con la que revolucionó el género.


“El rebelde orgulloso” es, pues, un wéstern bien construido, amable, conmovedor y hermoso, destinado a toda la familia, centrado en el ser humano y sus sentimientos, filmado en las postrimerías de su carrera por un grandísimo director, de los que hicieron grande al Hollywood clásico, al que no se ha prestado la atención merecida y que volvería a acercarse al género con la más oscura “El justiciero” (1959) y la vitalista “Los comancheros” (1961), su último filme.


(1) La verdadera dimensión del conflicto se aprecia al comparar los fallecidos en él; ya que los estadounidenses muertos en la Guerra de Secesión superaron en número a la suma de las bajas que tuvieron los EEUU en las dos guerras mundiales.

(2) Entre 1935 y 1940 rodaron juntos ocho películas, entre ellas clásicos del cine de aventuras como “El capitán Blood” (1935), “La carga de la Brigada Ligera” (1936) o “Robín de los bosques” (1938); y wésterns del nivel de los nombrados “Dodge, ciudad sin ley” y “Camino de Santa Fe”; todas ellas, además, protagonizadas por la estrella de la Warner Errol Flynn.

(3) David Ladd, que ya había trabajado junto a su padre en “Grandes horizontes” (Gordon Douglas, 1957), sin alcanzar el estrellato de Alan ha desarrollado una fecunda carrera como actor y productor. Sin embargo, es más conocido por su matrimonio con el ángel de Charlie Cheryl Ladd.