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jueves, 13 de octubre de 2016

LA BALADA DE CABLE HOGUE


(The ballad of Cable Hogue) - 1970

Director: Sam Peckinpah
Guion: John Crawford y Edmund Penney

Intérpretes:
-Jason Robards: Cable Hogue
-Stella Stevens: Hildy
-David Warner: Joshua
-Strother Martin: Bowen
-Slim Pickens: Ben Fairchild
Música: Jerry Goldsmith
Productora: Warner Bros Pictures
País: Estados Unidos 

Por: Xavi J. PruneraNota: 8,5

Cable"Estás preciosa"
Hildy: "Ya me has visto antes"
Cable: "Hildy, a ti nadie te ha visto antes"
 

SINOPSIS: Cable Hogue (Jason Robards) es un explorador que es abordado en el desierto de Arizona por Bowen (Strother Martin) y Taggart (L.Q. Jones), dos malhechores que le roban la mula, el rifle y el agua.


Tras cuatro días vagando sin rumbo fijo, bajo un sol de justicia y a punto de morir, Cable descubre un manantial e inmediatamente decide montar un negocio de abastecimiento de agua para diligencias y jinetes ocasionales. En una visita a Lilock, el pueblo más cercano, conoce a Hildy (Stella Stevens), una joven prostituta de la que se enamora perdidamente.


Aunque soy muy consciente que —para muchos— “La balada de Cable Hogue” nunca será una peli lo suficientemente “grande” como para estar en un top-10 o incluso un top-20 de los mejores westerns de la historia del cine, he de confesar que —en mi ranking particular— sí que figura y de sobras. Y si figura allí (entre los 10 primeros para más señas) es porque, al margen de su innegable prestigio cinematográfico (Peckinpah siempre la consideró su mejor obra), “La balada de Cable Hogue” es —a mi juicio— uno de esos western que te llenan, que te emocionan, que te tocan la fibra cada vez que los ves. Algo que, por mucho que lo busques o lo desees, no acostumbra a suceder porque sí. Al menos, en mi caso. Máxime cuando —para más “inri”, además— no se trata de ningún western “dramático” sino más bien todo lo contrario: se trata, indiscutiblemente, de un western “tragicómico”. De un western que se sitúa en Arizona a principios del s. XX y que nos relata las peripecias de Cable Hogue, un hombre que no acaba de acomodarse a los nuevos tiempo y que, lejos de convertirse en un asceta o en un ser completamente antisocial, continua siendo un tipo simpático, afable, positivo. Y aunque, paradójicamente, no deje de ser un “loser”, un auténtico perdedor, su espíritu libre y romántico nos empuja —como espectadores— a empatizar con él. A ser cómplices de su lucha por prosperar en su negocio, a ser cómplices por ver consumada su entrañable historia de amor y a ser cómplices por ver satisfecha su sed de venganza contra quienes le traicionaron y le abandonaron a su suerte en medio del desierto.



Así pues, lo dicho: “La balada de Cable Hogue” me parece un auténtico peliculón, sobre todo, por la tremenda magnitud de su personaje. Un antihéroe que Jason Robards (menudo pedazo de actor, por cierto) interpreta a la perfección y cuyos autores (los guionistas Crawford y Penney) trazaron, sin lugar a dudas, con gran acierto. Como si el caprichoso destino quisiera darle una nueva oportunidad al moribundo Cheyenne, ese inolvidable personaje que el propio Robards bordara dos años antes bajo las órdenes de Leone en la magistral “Hasta que llegó su hora” ¿Hubiera sido todo igual, sin embargo, si la peli no la hubiera firmado Sam Peckinpah? Pues no, por supuesto. Básicamente porque si por algo se caracterizó el bueno de Sam fue por su personalidad. Por su sello. Por su peculiarísimo estilo.


Y aunque quizás ese tono de comedia negra y satírica que impregna “La balada de Cable Hogue” pueda parecer, a bote pronto, diametralmente opuesto a la ultraviolenta y elegíaca envergadura de “Grupo Salvaje” (rodada tan sólo unos meses antes) lo que no admite discusión es que ambas continúan evidenciando multitud de rasgos comunes. Y aquí quería llegar. A la labor de Bloody Sam. A su retórica cinematográfica. A su genuino e inconfundible espíritu crepuscular. A la ambigüedad moral de sus personajes. A su obsesión por la muerte. En una sola palabra: a su poética. Porque sí, para mi y para muchos otros Sam Peckinpah es un auténtico poeta. A veces excesivo, a veces tosco y a veces incomprendido pero siempre con temperamento y estilo. El suyo. Precisamente por eso me gusta tanto “La balada de Cable Hogue”. Porque al margen del papelón de Jason Robards, la peli que hoy nos ocupa es 100% peckinpahiana. Y aunque la gran mayoría de cinéfilos y espectadores siempre asociarán el nombre de Peckinpah a las más conocidas y violentas “Grupo Salvaje”, “Perros de paja” o “Quiero la cabeza de Alfredo García”, por ejemplo, yo creo que “La balada de Cable Hogue” (siendo, en cambio, mucho más tragicómica o agridulce que las anteriormente citadas) es tan peckinpahiana o más que sus hermanas “mayores”.


No quisiera, sin embargo, que me malinterpretarais. “La balada de Cable Hogue” es un western que me fascina, sí. Pero sé perfectamente que no es una peli redonda. Y no lo es porque tiene elementos que a día de hoy chirrían escandalosamente y que a muchos (no es mi caso) pueden hasta provocarles vergüenza ajena. Me estoy refiriendo, por ejemplo, a los insistentes, descarados y reiterados zooms hacia los pechos de Stella Stevens o a las carreras en cámara rápida tan propias del cine mudo. Dos recursos que no voy a defender pero que, a decir verdad, tampoco me molestan en exceso. Prefiero, por lo tanto, quedarme con todo lo bueno que tiene esta peli y que aún no he comentado.


A su crítica hacia una sociedad beata e hipócrita, por ejemplo. Una sociedad que acaba echando a Hildy del pueblo en pos de preservar la moral y las buenas costumbres pero que, al mismo tiempo, cae ingenuamente en las garras de ese falso predicador que encarna magistralmente David Warner, un verdadero (de buen rollo, eso sí) depredador sexual.

Otro de los grandes aspectos en los que incide “La balada de Cable Hogue” es el del cambio tecnológico. Un cambio tecnológico representado por la inesperada aparición del automóvil y la motocicleta en un territorio donde hasta el momento solo se conocía como medio de transporte el caballo y el ferrocarril y que implica, a su vez, un profundo cambio social que dejará desconcertados y desubicados a muchos de los personajes de la peli. Sobre todo a Cable Hogue. Un hombre que pertenece, sin lugar a dudas, a un viejo far west que agoniza exactamente igual que él.

Pero si hay algo que me emociona y me estremece tremendamente de la peli de Peckinpah es, sin lugar a dudas, su enternecedora historia de amor. Una historia de amor auténtica y sincera que siempre asociaré a esas cariñosas sesiones de baño, espuma y masaje entre ambos amantes y, sobre todo, a ese breve diálogo que mantienen Cable y Hildy en uno de los grandes momentos de la peli y que os reproduzco a continuación:

Cable: “Estás preciosa”
Hildy: “Ya me has visto antes”
Cable: “Hildy, a ti nadie te ha visto antes”

Y es que al margen de que Cable es —muy probablemente— el primer hombre en mirar a Hildy con una mirada no libidinosa, lo cierto es que Hildy/Stella Stevens aparece en “La balada de Cable Hogue” como un auténtico bombón. No son pocas las escenas en las que podemos ser testigos de sus encantos y la verdad es que esta actriz estaba en 1970 de “toma pan y moja”. Y si alguien lo duda, ahí están los fotogramas que así lo confirman ¿me equivoco? ;-)



Y poco más. Como mucho, destacar la notable banda sonora de aires country del gran Jerry Goldsmith, los magníficos diálogos de Crawford y Penney (Joshua: “¡Cuidado! ¡Soy hombre de Dios!” - Cable: “¡Pues le faltó poco para reunirse con él!”), la extraordinaria y cálida fotografía de Lucien Ballard y escenas para el recuerdo a montones. Entre ellas, la inicial (tanto la del balazo al lagarto como cuando Cable habla con Dios en el desierto), la que os comentaba entre Cable y Hildy (esto es amor, amigos) y, obviamente, la del sermón fúnebre del final. Crepuscular, emotiva y agridulce como pocas.


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