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jueves, 6 de abril de 2017

PASIÓN DE LOS FUERTES

(My Darling Clementine - 1946)

Director: John Ford
Guion: Samuel G. Engel, Winston Miller

Intérpretes:
- Henry Fonda: Wyatt Earp
- Linda Darnell: Chihuahua
- Victor Mature: Doc Holliday
- Walter Brennan:Old Man Clanton
- Tim Holt: Virgil Earp
- Ward Bond: Morgan Earp
- Cathy Downs: Clementine Carter
- Alan Mowbray: Granville Thorndyke
- John Ireland: Billy Clanton

Música: Cyril Mockridge
País: Estados Unidos
Productora: 20th Century Fox

Por Quim Casals. NOTA: 9

- Mac, ¿has estado alguna vez enamorado?
- No, he sido camarero toda mi vida.

 


Decía Lindasy Anderson en su estupendo documental sobre John Ford que si La diligencia era prosa, y muy buena prosa, Pasión de los fuertes era poesía. Posiblemente sea una aseveración algo esquemática, pero sin duda resulta muy oportuna para acercarse a una propuesta marcada por su carácter profundamente lírico. Un carácter que ya anticipa el título original, prestado de la bella balada tradicional My Darling Clementine, cuyas notas acompañan unos muy originales créditos de inicio, con la cámara descendiendo sobre postes señalizadores de madera que contienen el reparto artístico y técnico, y que décadas después inspirarían a Coppola para los de Corazonada.


A partir de ese momento da comienzo la recreación de uno los más legendarios episodios del lejano Oeste, la relación entre el sheriff Wyatt Earp y el jugador Doc Hollyday, culminada en el duelo en el OK Corral de Tombstone contra el clan de los Clanton. Pero Pasión de los fuertes se aleja cuanto quiere, y he ahí su principal clave, de la llamada «verdad histórica» para erigirse en elegía mítica, en cántico que a menudo desoye la ortodoxia narrativa hollywoodiense, donde cada escena ha de servir para avanzar la acción, y que prefiere adentrarse en hermosos y emotivos meandros.


Cualquier espectador que lleve años sin verla posiblemente haya olvidado detalles de la trama, pero estoy convencido que en la retina de su memoria permanece el rostro de Doc Hollyday, ante la atenta mirada de Wyatt Earp, terminando de recitar el monólogo del To be or no to be que el actor de teatro se ve incapaz de continuar en el humeante tugurio dominado por los Clanton o la ya icónica estampa de Wyatt Earp recostando sus largas piernas en uno de los postes del porche.


Es en estos y en muchos otros momentos que emerge en toda su deslumbrante plenitud la poética de John Ford como forjador de imágenes pregnantes: ahí están, siempre en un contrastado y expresionista blanco y negro (ejemplar en todo el film el trabajo fotográfico de Joseph McDonald) el plano sostenido en el campamento sobre el pequeño de los Earp despidiéndose de sus hermanos, premonitorio de su despedida de la película, el fantasmagórico plano general del cielo y las nubes sobre las luces nocturnas de Tombstone, la lluvia fangosa que anega los utensilios del campamento, las miradas cruzadas de cine mudo entre los Earp y los Clanton con los largos chubasqueros empapados, el juego con la profundidad de campo usando la barra del bar en la primera conversación entre Wyatt y Hollyday, la silueta completamente en negro, como el espectro errante que es, de Doc Hollyday frente a la ventana de su habitación, el ceremonioso travelling que acompaña entre los porches a Wyatt Earp y Clementine dirigiéndose a la inauguración de la iglesia, las imágenes contrapicadas que enfatizan allí su animado baile o, en fin, el solitario pañuelo que queda prendado de los tablones tras ser abatido Hollyday.
Es encomiable la precisión absoluta de la puesta en escena, con la ajustada composición de cada imagen y el ritmo del montaje, y cabe destacar también el uso ejemplar del sonido, tanto de la sensible partitura, como de la música diegética (el piano y las canciones en el bar, Wyatt silbando la melodía de My Darling Clementine -revelando así en quién piensa-, el coro lejano del espiritual Shall We Gather At The River que acuna el antes mencionado travelling con Wyatt y Clementine, el baile…), como de su ausencia: Repárese en el hecho, en absoluto casual y sí deudor de lo genial, que las dos únicas escenas de acción del film, la cabalgada de Wyatt Earp tras el carromato de Hollyday, y el duelo en el OK Corral carecen de acompañamiento musical.



En calculada rima visual, dos planos del film devuelven a Wyatt Earp y Doc Hollyday el reflejo de su rostro, es decir, nos muestran en segunda instancia cómo se ven a sí mismos. En el caso del primero, ataviado con sus mejores galas de domingo y algo azorado ante el espejo que sostiene el barbero, pero desvelando a su vez el narcisismo social que subyace en él. Porque si bien por un lado el personaje representa los valores nobles del amor por su familia (el dolor por la muerte de los hermanos y, ante todo, el dolor que sabe sentirán sus padres) de la lealtad, la prudencia, el sentido de la justicia, la valentía y la heroicidad, también ciertamente resulta bastante antipático su clasismo y puritanismo, como se ve en su llegada a Tombstone cuando tras reducir al indio borracho exclama: «¿qué clase de ciudad es esta que da alcohol a un indio?» (comentario y escena en general que, todo hay que decirlo, tratándose de un western absolutamente urbano, se convierte en un del todo innecesario y molesto borrón de tintes racistas) y, por encima todo, en el indisimulado desprecio y trato denigrante que muestra hacia Chihuahua a lo largo de todo el metraje (muy repelente, por injustificado y gratuito, su gesto en el porche ante ella como si pedaleara) por su vulgaridad y condición de fulana, en diáfano contraste con la fascinación que siente ante la imagen blanca, pura y virginal de Clementine desde el primer instante que la ve.


Dicha imagen idealizada de Clementine sirve, a su vez (estamos, eso hay que decirlo también, en un imaginario masculino muy fordiano, donde el rol de la mujer no se define desde su personalidad individual sino que está al servicio de la definición del rol masculino) para sugerir sutilmente la decadencia de Doc Hollyday, sin necesidad de haberlo visto en su plenitud. Porque muy distinto debía ser ese hombre en su vida anterior para que una mujer de las características de Clementine haya recorrido medio Oeste a su encuentro. «El hombre que tú conocías ha muerto», le dice Hollyday, a lo que Clementine responde: «No debes huir de ti mismo. Ahora ya sé porque no le tienes ningún apego a la vida, lo que estás haciendo es matarte». Seguidamente, en la soledad de su habitación, Hollyday, borracho, verá su rostro reflejado en el cristal de su diploma como médico, y tras musitar con cinismo «doctor John Holliday», estampará con rabia  el vaso contra el cristal. Mayor elocuencia, imposible.



En cada aparición este personaje autodestructivo, enfermo y alcoholizado, eminentemente trágico, que se odia a sí mismo y sabe que la única paz la hallará en el instante que exhale su último suspiro de vida, se condensa la profunda emoción que como espectador me transmite Pasión de los fuertes, y que alcanza su cénit en las últimas palabras y miradas que se dirigen con Chihuahua tras operarla. El rostro de ella, cristalino, bellísimo y serenamente triste, y él de él, medio oculto por las sombras, en una escena de una ternura y un lirismo arrebatador, que para mí constituye una de las más altas cimas románticas en la obra de su autor.



Soy consciente que hay que ser muy irresponsable para atreverse a alabar en público las virtudes interpretativas del casi siempre mediocre o hasta pésimo Victor Mature, pero me parece de justicia reivindicarle aquí. Sus labios caídos y sus ojos de besugo entran en flagrante contradicción con la figura de galán que tantas veces encarnó. Se me antojan, no obstante, ideales para ese antihéroe absoluto, más hustoniano que fordiano, que es el doctor Hollyday.



Ya para finalizar, recordemos que en un momento dado de la película Doc Hollyday pretende provocar a los presentes en el bar para que disparen sobre él. El sheriff Wyatt Earp lo detiene, diciéndole que el pueblo está lleno de hombres deseosos que caiga borracho para disparar sobre él y ganarse la reputación de ser «el hombre que mató a Doc Hollyday». Este sin duda muy curioso y directo apunte a la mayor, para mi gusto, obra maestra de John Ford, resulta del todo pertinente, pues de manera clarísima acabaron constituyendo las dos caras de la moneda en torno a la relación entre la leyenda y la realidad. Si El hombre que mató a Liberty Valance es una reflexión sobre la necesidad de las sociedades de configurarse a través de una mitología que suplante lo verídico, su reverso, Pasión de los fuertes, contiene en su seno la eterna magia de la obra hecha del material con el que se forjan los sueños.