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jueves, 27 de diciembre de 2018

EL MÁS VALIENTE ENTRE MIL

(Will Penny, 1967)

Dirección: Tom Gries
Guion: Tom Gries

Reparto:
- Charlton Heston: Will Penny
- Joan Hackett: Catherine Allen
- Donald Pleasence: Preacher Quint
- Lee Majors: Blue
- Bruce Dern: Rafe Quint
- Ben Johnson: Alex
- Slim Pickens: Ike Walterstein
- Clifton James: Carlton
- Anthony Zerbe: Dutchy
- Roy Jenson: Boetius Sullivan
- G. D. Spradlin: Anse Howard

Música: David Raskin
Productora: Paramount Pictures

Por Jesús Cendón. NOTA: 7’5

“Y ¿Qué destino es ese? No hay una botella de whisky a cientos de kilómetros de él, ni un asomo de ciudad donde gastar un dólar”. Blue tras haber transportado el ganado.


Con el incomprensible y desafortunado título en castellano de “El más valiente entre mil” nos encontramos con la aportación más personal a este género de su director-guionista Tom Gries; un profesional dedicado fundamentalmente a la televisión que firmó con este wéstern su mejor película (1).


Estamos ante un proyecto largamente acariciado por su autor basado en el episodio que dirigió en 1960 para la serie de televisión “The westerner” (2), serie cuya autoría se debe a Sam Peckinpah. De hecho la película presenta ciertos elementos en común con el cine del director californiano, desde la visión melancólica y otoñal del Oeste hasta su veterano protagonista representante de un colectivo, los cowboys, condenado a su extinción con la llegada del progreso al ser incapaz de adaptarse a la nueva era. Así nos retrata un Oeste en profunda evolución en el que el desarrollo del ferrocarril, símbolo tanto de los nuevos tiempos como de la cohesión del país, pondrá fin inexorablemente a un modo de vida vinculado al ganado y a su transporte en viajes maratonianos atravesando extensos territorios. Además, Tom Gries contó con Lucien Ballard, operador habitual de Peckinpah, que contribuyó cromáticamente a dotar al filme de su aspecto nostálgico; así como con algunos secundarios “peckinpahnianos” del nivel de Ben Johnson o Slim Pickens, este último presente también y con el mismo rol en el episodio de la serie en el que está basado el filme.


Según contó Charlton Heston en una entrevista, Gries mostró parte de su guion a Walter Seltzer, productor y gran amigo del actor con el que trabajó en numerosas ocasiones, quien entusiasmado no dudó en enseñarlo a la estrella. Igualmente deslumbrado por la calidad del guion (3), el actor propuso al productor como posibles directores del filme a William Wyler o George Stevens, convencido de que ninguno de los dos rechazaría rodarlo, sin embargo Gries se negó a venderles su libreto si no filmaba personalmente la película. Tras una ardua negociación, al no confiar ni la veterana estrella ni el productor en el escritor por su escasa experiencia, finalmente este se impuso y consiguió dirigir su guion.


ARGUMENTO: Will Penny, un veterano cowboy cercano a los cincuenta años, tras finalizar su trabajo transportando ganado y como ocupación invernal es contratado para vigilar las lindes del rancho Flatiron. Sin embargo, lo que debería haber sido una ocupación solitaria y rutinaria se verá alterada por la presencia en su cabaña de Catherine Allen y su hijo; así como, por su encuentro con el predicador Quint y su familia, sedientos de venganza tras haber acabado Will en un tiroteo anterior a su llegada al rancho con uno de sus miembros.


Si por algo se caracteriza “El más valiente entre mil” es por su autenticidad y veracidad al mostrarnos la vida de los cowboys desprovista de todo glamour y carente del sentido épico de otros wésterns (4). Personajes fundamentales en el desarrollo de los EEUU al transportar el ganado desde los estados productores de carne hasta aquellos que demandaban este producto, el trabajo de los vaqueros se nos presenta como trivial, rutinario y penoso; mientras que estos son retratados como individuos desaliñados y anclados en el pasado que en la mayoría de los casos apenas saben escribir sus nombres o, como el protagonista, son analfabetos. En este sentido cobran gran importancia dos escenas de una gran sutileza: aquella en la que, para poder cobrar, Will debe estampar su marca, una cruz, en un libro e intenta con su mano evitar que otros compañeros lo vean, y otra en la que observa avergonzado leer a Horace, el hijo de Catherine.


En este mismo sentido, la falta de glamour de la vida de los vaqueros, se encuadran otras secuencias como aquella en la que vemos a Will zurcir unos calcetines (escena que también aparecía en el episodio de “The westener”), en la que aluden a los piojos o cuando el protagonista reconoce a Catherine que sólo toma un baño ocho o nueve veces al año: al empezar un trabajo, al terminarlo, otros dos en fechas importantes y el resto variando según los ríos que deba cruzar. Incluso se nos muestra a los cowboys como individuos algo torpes con las armas (a Dutchy, compañero de Will, se le disparará accidentalmente su revólver hiriéndose de gravedad) o preocupados por no dañarse sus manos ya que son su medio de vida (Will pelea con otro cowboy utilizando su sombrero, primero, y una sartén, después).


Asimismo este deseo tanto del director-guionista como de los productores por mostrar un Far West lo más auténtico posible se aprecia también en el atrezzo empleado. De esta forma, se envejeció la ropa usada por los actores con lejía; mientras que las armas utilizadas son auténticas y se alquilaron a coleccionistas, en vez de emplear las que se encontraban en el departamento de la Paramount. Todo ello redunda en una visión más realista del Oeste.


Además la película constituye un canto a la amistad, representada sobre todo en Blue (un Lee Majors anterior a hacerse famoso con la serie “El hombre de un millón de dólares”) verdadero elemento cohesionador del trío compuesto por Will, Dutchy y él, al permanecer al lado del segundo tras su desafortunado accidente y posteriormente no dudar, a pesar de estar en juego su vida, en ayudar al primero en su enfrentamiento con los Quint. Es el tipo de amistad surgida entre hombres rudos como consecuencia de haber cabalgado juntos en infinidad de jornadas, enfrentándose hombro con hombro a un sinfín de peligros y compartiendo interminables noches al raso con el único consuelo de una fogata para calentarse por fuera y una botella de whisky para caldearse por dentro.


Tom Gries construyó el filme, en su parte central, en torno a dos líneas argumentales perfectamente hilvanadas.


Por una parte nos encontramos con el enfrentamiento de Will con la familia Quint al haber acabado con uno de sus miembros tras un tiroteo en un río. La familia, al frente de la cual se encuentra un falso predicador (excepcional Donald Pleasence) que justifica su comportamiento psicótico tendente a la violencia y al sadismo en los textos bíblicos y es padre de tres tarados que han heredado sus instintos homicidas, perseguirá a Will y tras herirlo de gravedad lo abandonará con el objeto de que sufra una muerte lenta y horrible. Sin embargo nuestro protagonista conseguirá llegar a su pequeño refugio en donde previamente había permitido quedarse de manera temporal a Catherine y a Horace.


A partir de ese momento se desarrolla la segunda trama centrada en la historia de amor entre Will y Catherine, dos seres provenientes de mundos diferentes e, incluso, opuestos. Es, sin duda, una de las más bellas y mejor contadas en este género que entronca la película con rarezas intimistas y líricas como “Johnny Guitar”. Así asistiremos en la pequeña cabaña al recelo y a la desconfianza iniciales de ambos personajes, pasando por su mutuo acercamiento a medida que van mostrándose el uno al otro y conociéndose, su creciente atracción y, finalmente, a su enamoramiento.


Y es en el interior de esas cuatro paredes en el que el filme alcanza un nivel altísimo con escenas de una gran naturalidad y sensibilidad, como aquella en la que Will reconoce a Catherine y a su hijo su desconocimiento de los villancicos y culmina con el niño abrazando a quien le gustaría fuese su padre, lo que provoca el aturdimiento en nuestro protagonista por la muestra espontánea de cariño del chaval; o cuando Will, un hombre acostumbrado a mantener su alma plegada para evitar exponer sus sentimientos, se sincera con Catherine y habla de su existencia solitaria o de su escaso conocimiento de las mujeres al haberse relacionado tan sólo con prostitutas; hasta llegar a la memorable y desgarradora escena final en la que la figura de Will se agiganta ante nuestros ojos al comprender que es tarde para poder ofrecer una vida en común a Catherine, renunciando no sólo a la única mujer amada y a la posibilidad de tener lo que nunca tuvo, una familia, sino a la propia felicidad.


Para poner en pie estas escenas se necesitaba contar con grandes actores, y tanto Charlton Heston como Joan Hackett están esplendidos, además de mostrar una enorme complicidad.


Pocas veces he visto en la pantalla grande a Heston como en esta película. Realiza una interpretación memorable y muy sentida de Will, un hombre solitario, desarraigado, con una existencia nómada y que desde pequeño, al haber sido abandonado por su familia, ha tenido que luchar para poder subsistir en un mundo hostil. Un individuo acostumbrado a la falta de cariño que en el otoño de su vida, demasiado tarde para él, encontrará el amor y a una compañera con la que en otras circunstancias no habría dudado en compartir su existencia.


En cuanto a Joan Hackett, simplemente borda su papel de Catherine. Su constante cruce de miradas con Charlton Heston es antológica. La actriz fue escogida tras haber rechazado el papel varias estrellas (5) y está perfecta dando vida a Catherine, una mujer culta, educada, no demasiado agraciada y algo remilgada que arrastra el fracaso de su matrimonio ya que, según reconoce, su marido tan sólo la espera porque la necesita como mano de obra. Encontrará en Will, una persona totalmente diferente a ella, todas las cualidades que busca en un hombre, integridad, rectitud, bonhomía, nobleza, honestidad; aptitudes de las cuales se da a entender carece la persona con quien se casó.


Mención especial merece Jon Gries, hijo del director, como Horace (6); al obsequiarnos con una actuación plena de naturalidad y alejada de la ñoñería y cursilería habituales en este tipo de personajes. Un preadolescente que encontrará en Will a un inesperado progenitor, estableciendo un sólido vínculo afectivo con el veterano vaquero.


“El más valiente entre mil” es un relato realista de la vida de los cowboys y, al mismo tiempo, una bellísima y lúcida reflexión sobre el paso del tiempo y la imposibilidad de recuperar los años perdidos. Un buen y semidesconocido wéstern, filmado en un momento en el que el género en los EEUU comenzaba su lento declive, que con un director de mayor entidad se hubiera convertido, sin duda, en un clásico.


(1) Dos años después Tom Gries filmaría “Los 100 rifles”, un mediocre wéstern rodado en España recordado por mostrar por primera vez una relación sexual interracial; mientras que en 1975 se despediría del género con “Nevada Express”, mixtura de wéstern y thriller protagonizada por Charles Bronson.

(2) “The westerner” fue una serie creada en 1960 por Sam Peckinpah e interpretada por Brian Keith. Se emitieron trece episodios de los cuales Peckinpah dirigió cinco, además de participar en el guion de todos ellos, André de Toth dos y Tom Gries uno, “Line Camp”.

(3) En sus memorias Charlton Heston considera como su mejor película a “El más valiente entre mil”.

(4) Ya en 1958 Delmer Daves había filmado “Cowboy”, una versión realista de la vida de los vaqueros.

(5) El guion definía a Catherine como una mujer poco atractiva, hecho que suscitó el rechazo de las actrices a las que se propuso el papel antes que a Joan Hackett.

(6) Tras realizar infinidad de entrevistas para el papel de Horace, los productores de la película (Walter Seltzer y Fred Engel) se encontraron con Jon que estaba esperando a su padre tomando un refresco. Después de mantener una pequeña charla con él no dudaron en llamar a Tom para comunicarle que por fin tenían a Horace.

miércoles, 19 de abril de 2017

HORIZONTES DE GRANDEZA

(The big Country - 1958)

Director: William Wyler
Guión: James R. Webb, Robert Wyler, Sy Bartlett, Jessamyn West, Robert Wyler (Novela: Donald Hamilton)

Intérpretes:
Gregory Peck
Jean Simmons
Charlton Heston
Burl Ives
Carroll Baker
Charles Bickford
Chuck Connors

Fotografía: Franz Planer
Música: Jerome Moross
Productora: MGM

Por Lluís Nasarre. Nota: 9

McKay: Hay cosas que un hombre tiene que probarse a sí mismo, no a los demás. 


Es una obviedad que, “a primer golpe de vista”, la idiosincrasia del western parece llevar adherida a su piel etiquetas machistas, limitando con ello –mayormente- el rol de la mujer en el seno de la columna vertebral del género; es más, con la aparición del spaghetti western, esta aseveración cobra más entidad si cabe. Sin embargo, con la voluntad firme de trascender etiquetas, si apuntamos (tan sólo) un par de ejemplos como Johnny Guitar y/o Hasta que llegó su hora veremos que en estas dos (indispensables y referentes) películas, si no existiese la intercesión del personaje femenino, éstas no tendrían ninguna razón de ser. Ahora bien, ¿a que obedece la voluntad de este apunte introductorio?...posiblemente para sacar a colación las sensaciones encontradas versus el género que me produce la visión del film que en 1958, realizó William Wyler: Horizontes de grandeza, uno de los westerns más atípicos que recuerdo. Un (apasionante) western de más de 150 minutos de duración en el que apenas hay disparos hasta el tiroteo final. Un tiroteo final, que a fuerza de ser sinceros, su planificación y desarrollo no deja de ser funcional cuando no rutinario.


¿Y las mujeres…? porque sólo participan dos con relevancia.
Por otro lado, siempre he considerado que The big country es un western que si David Lean, hubiese realizado alguno, seguramente hubiese deseado hacer uno como este. Y tal consideración nace de la (personal) corazonada de que, por poco que uno se fije en películas como Lawrence de Arabia o Doctor Zhivago, un primer acercamiento al film de Wyler y/o los de Lean, producirán idéntica percepción de hallarnos ante contemplativos espectáculos realmente espectaculares (valga la redundancia) pero particulares en su manera de decir las cosas. Porque, como inquirirán algunos ¿para qué utilizar 165 minutos o más, en explicar algo, si en 100 puedes hacerlo igual? La de desierto que cruza Peter O’Toole y la de nieve que sufre Omar Sharif. Sin embargo, de igual modo que en esa última etapa de la filmografía del realizador británico, la voluntad formal de Horizontes de grandeza no transita sucinto camino. No se preocupa en lo que dice, sino en cómo lo dice. Para westerns concisos con ganaderos de por medio y que se habían alzado con nota, ya tenemos Lanza rota o La pradera sin ley


Por poco que nos detengamos en su argumento, veremos como un ex capitán de barco, James McKay, arriba al Oeste para casarse con Patricia, la hija de un poderoso terrateniente del lugar. Su presencia dará pie a una serie de situaciones en las que la burla se erige en el leif motiv dominante. Su condición de dandy del Este, será el detonante de diversos episodios que se saldarán con mayor o menor fortuna. Todo el mundo intentará reírse de McKay. Ya sean de la facción de la familia de su prometida, los Terrill, con Steve Leech su capataz a la cabeza o, la de los Hannassey, el otro ganadero que, en definitiva es el principal antagonista de la que ha de ser la familia política del marinero. Sin embargo nada parece perturbar a un impertérrito McKay, habituado a hacer las cosas a su modo.



En uno de los momentos decisivos de la película, Leech y McKay llegan a los puños. Decisivo porque su puesta en escena no tiene nada que ver con los clímax de este tipo habituales del género ya que, en la mayoría de tomas vemos a dos figuras en la lejanía, en la inmensidad de la (a dos luces) profundidad de campo peleándose, sin capacidad por nuestra parte de identificar a uno u otro, si no es por la intercesión de algunos planos más cercanos. Hacia el final, un Leech exhausto y vapuleado en el suelo le dice a McKay “he de reconocer que tarda un infierno de tiempo en despedirse” a lo que el otro, en idénticas condiciones físicas le responde con un escueto “por mi parte lo doy por terminado”. Pero lo importante del momento viene en esa pregunta que a continuación, le lanzará el dandy al hombre del Oeste. Una réplica que marca perfectamente el tono de su personaje (alter ego de Wyler)  y…de la película. “y ahora dígame ¿qué hemos demostrado?


En 1958 el ecléctico William Wyler, un año antes de entrar en el Olimpo Hollywodense popular merced a las once estatuillas que había de recolectar Ben-Hur, no pretendía demostrar nada en el western. Sabía que su escritura cinematográfica (aunque en el inicio –silente- de su carrera estuviese muy vinculada al género con unas 20 producciones), no pasaban por ahí. Antes de esta, un par de incursiones atípicas como El forastero (1940) y/o La gran prueba (1956), certificaban su paso por el género, de ahí que Horizontes de grandeza, como mosaico moral profundo y complejo amén de retrato íntimo de un grupo de personajes, sea deudora de su particular quehacer cinematográfico, basado en planos prolongados con gran profundidad de campo y de esos silencios que disfruta el (Melo) drama. Cuando el film arranca mediante ese excelente travelling del galopar de los caballos de una diligencia acompañada de los títulos de crédito y de la cautivadora y vital banda sonora de Jerome Moross, el espectador empieza a darse cuenta que se encuentra ante una película con identidad propia. Una identidad que ha de bascular a partes iguales entre la mítica y la Historia (con mayúsculas) inserida en un universo tradicional y pleno de interminables llanuras de tierra. Aunque McKay le vacile en una fiesta a uno de los invitados que le ha preguntado “¿ha visto alguna vez algo tan grande como esta tierra?” con ese “un par de Océanos”, nosotros sabemos que él está igualmente subyugado por el entorno. A la mañana siguiente de arribar a la casa de Terrill (con una majestuosa escenografía de la que Lawrence Kasdan debía tomar nota para su interesante Silverado), la cámara lo acompaña desde atrás, para que tanto él como el espectador nos apercibamos del entorno. Wyler, amo y señor del control creativo de la película, marca el tempo perfectamente, pretende imbuirse del contexto, pero filtrarlo a través de los ojos de McKay, su protagonista, el cual a pesar de no navegar en su medio real (aunque eche mano de sus recursos profesionales en su excursión por la inmensa llanura), hace las cosas no cuando los demás esperan que las lleve a cabo sino cuando él considera que debe hacerlas (como muestra: la sensacional escena, su ritmo interno en relación al resto del film, de la doma de Trueno) aunque ello le comporte que parezca un cobarde.



Horizontes de grandeza es un film soberbio. Como soberbios están todos sus principales intérpretes masculinos. Un sobresaliente Gregory Peck como McKay, empezaba a apuntar los rasgos de su letrado de Matar a un ruiseñor. Charlton Heston como Leech, ofrece un rol perfecto, sin dobles caras y cincelado a golpes de naturaleza. Y los dos patriarcas, Burl Ives (Hannassey) y Charles Bickford (Major Terrill) rezuman, cada uno en su lugar, las prestaciones y alternancias necesarias para conferir el primario drama de fondo que el film necesita: “si hay algo que admiro más que un amigo entregado, es un enemigo dedicado”.
Pero… ¿y las mujeres?


Sin ambas, Carroll Baker (Patricia Terrill) y Jean Simmons (Julie), la película no alcanzaría ni de lejos la pulsión emocional que la convierte en magistral y con esa voluntad diferencial. Los dos caracteres femeninos, perfectamente diseñados, son el eje sobre el que ha de pivotar la película. Es cierto que habiendo tierras y ganaderos, existe la excusa argumental del agua, pero es la intercesión de las dos mujeres la que articula todos (si, todos) los resortes dramáticos. Y con la aparición de ellas, aparece el –referido- melodrama encubierto, que anida en el ínterin de este particular e inusual western.



A nivel personal me fascina toda la escena montada en torno al secuestro de Julie por parte de los Hannassey. Es una secuencia montada con el ritmo necesario para que rezume desenlace, en el que la extraordinaria banda sonora, una vez más y como si de una ópera se tratase, va marcando los tiempos que han de desarrollarse en el Cañón Blanco. Con la épica e irracional incursión del Major Terrill en el cañón; en su génesis sólo en primer término y después acompañado de sus hombres que aparecen por fondo del encuadre en su cabalgada hacia el infierno, deudora de todos los inputs –a la que le perdono los subrayados tramposos y/o emocionales- del género y a renglón seguido, la guinda del pastel de un western según Wyler, la que concentra más tensión y/o ternura; las miradas que se establecen entre McKay y Julie ante los Hannassey (padre e hijo) en el porche de la casa de estos, donde recluyen a la chica. Donde el patriarca se apercibe de una vez por todas de la razón de la presencia del hombre del Este en su casa y así se lo alerta a su hijo “y bien Buck, estás ciego?”. En definitiva del sentimiento que existe entre McKay y Julie. Por esas miradas, por esos silencios, por ese rostro de Jean Simmons transmitiendo el mismo amor, que había de embargarnos a posteriori en su rol de Lavinia de Espartaco. 


En ese instante, embarcado en los ojos de Jean Simmons, también yo definitivamente me enamoré de The big country.




jueves, 15 de septiembre de 2016

MAYOR DUNDEE

(Major Dundee) - 1965

Director: Sam Peckinpah
Guion: Harry Julian Fink, Oscar Saul y Sam Peckinpah

Intérpretes:
-Charlton Heston: Amos C. Dundee
-Richard Harris: Benjamin Tyreen
-Jim Hutton: Teniente Graham
-James Coburn: Samuel Potts
-Senta Berger: Teresa Santiago
-Ben Johnson: Sargento Chillum
-Mario Adorf: Sargento Gómez

Música: Daniele Amfitheatrof
Productora: Jerry Bresler Productions, Columbia Pictures
País: Estados Unidos

Por: Güido MalteseNota: 7,5

 Ben Tyreen: Solo hasta que el apache sea aniquilado... solo hasta entonces



Tras el gran éxito de la crepuscular “Duelo en la Alta Sierra”, Sam Peckinpah, ya con la bendición de Hollywood, se embarca en su siguiente film con un presupuesto cercano al de una superproducción. Con un plantel de estrellas y medios más que suficientes, la película se rueda casi íntegramente en México.



El apache Sierra Charriba asola el sur Texas y Arizona llevándose prisioneros a los niños en su huida a México, dónde el ejército americano no puede perseguirle. Pero El mayor Amos Dundee junto a un grupo de soldados, prisioneros sudistas y esclavos liberados inicia una persecución que no acabará en el río Grande. El grupo se internará en suelo mexicano hasta dar con los apaches y capturarlos o eliminarlos.


Con esta premisa, obra de Harry Julian Fink (que años más tarde crearía al gran Harry Callahan), se inicia un rodaje lleno de vicisitudes, problemas y “malos rollos” creados en su mayoría por el director. Heston llegó a ir a por él armado con un sable de tanto que llegó a irritarle, aunque más tarde, cuando la productora decidió prescindir de Sam, ofreció su sueldo para que se quedase a terminar el rodaje. La productora prohibió que se rodasen escenas que Peckinpah consideraba esenciales, mutiló el montaje (el director ni siquiera estuvo en la sala), las borracheras y juergas del bueno de Sam eran continuas y así un largo etcétera de desavenencias que provocaron un gran fracaso en taquilla y un film fallido, aunque en mi opinión no lo es ni mucho menos.


A la cabeza del reparto tenemos a Heston y Harris, que interpretan a dos viejos amigos sureños enemistados en su día por un tema de disciplina y que vuelven a encontrase años después luchando en distinto bando durante la Guerra de Secesión. Tyreen, sudista, es hecho prisionero y enviado al fuerte comandado por Dundee, nordista.


Ambos acuerdan una tregua para unirse y perseguir a Sierra Charriba en territorio mejicano. Pero, como recuerda Tyreen constantemente, esta tregua sólo durará hasta el apache sea aniquilado.


Ya sabéis la importancia que tienen para mí el honor, la lealtad y la amistad en los westerns y éste no se queda atrás. Empezando por Tyreen, que ha dado su palabra a Dundee (solo hasta que el apache sea aniquilado) y la mantiene cueste lo que cueste y aunque tenga que enfrentarse a sus hombres. Y Dundee sabe que no necesita más garantías, le sobra con la palabra dada. “Yo ya tengo lo que quiero: su palabra”.


Desde ese momento, la historia se centra en un doble frente. De un lado, la obsesión de Dundee por capturar al asesino apache, lo que le lleva en determinadas ocasiones a perder la objetividad y a realizar acciones no del todo justificadas desde el punto de vista militar. De otro, la continua rivalidad entre Dundee y Tyreen, rivalidad que se traslada a los respectivos grupos de soldados y que amenaza con estallar abruptamente en varias ocasiones. Rivalidad, por cierto, que también surge desde el punto de vista sentimental al enamorarse ambos personajes de la misma mujer, lo que da la oportunidad al director para incidir aún más en la psicología y el comportamiento de ambos soldados al quedar patente la distinta forma que tienen de cortejarla.


Pero la escena que mejor refleja esos códigos de honor entre hombres es la última.
Cuando tras cumplir con éxito su misión y regresar de nuevo a suelo americano, son perseguidos por un numeroso grupo de militares franceses (recordemos que por aquel entonces México estaba regido por el emperador Maximiliano, cuyo cetro sostenido por las lanzas francesas era disputado por los partidarios de Benito Juárez), Es entonces, en el río que sirve de frontera entre los dos países, cuando estalla la violencia que preside todos los films de Peckinpah, si bien y de forma sorprendente el conflicto no se produce entre Dundee y Tyreen, ni tan siquiera entre unionistas y confederados, sino entre el grueso de los soldados americanos de uno y otro bando y el numeroso cuerpo de tropas francesas. Se lucha cuerpo a cuerpo y un jinete francés derriba el portaestandarte americano, de tal forma que la bandera que portaba, la de la Unión, cae al agua. Benjamín Tyreen, el soldado que lucha abiertamente por la causa confederada, se lanza presuroso y arriesgando su vida a recoger de las aguas el estandarte de la Unión a cuyas fuerzas está combatiendo, poniéndola en manos de otro soldado nordista para que pueda izarla con orgullo. Y es que Tyreen ya no está combatiendo a Dundee, ni tan siquiera al ejército de la Unión, sino a unos militares franceses, es decir, otra nación, por ello no puede consentir que sea humillada la bandera de la Unión, la enseña a la que nunca ha dejado de considerar “su” bandera pese a que en los últimos cuatro años haya estado combatiendo a las fuerzas que la defendían. Ante el ataque de un elemento ajeno, la división interna desaparece y de ahí que el confederado pase a considerarse, en ese momento, un norteamericano más.


El duelo interpretativo entre Heston y Harris es excepcional. Incluso Heston, que no es actor de mi devoción, deja de posar como suele ser habitual en él y se dedica a actuar. 
Senta Berger, como buen sex symbol de la época, cumple su cometido.


Coburn, de este sí que soy ferviente admirador, interpreta al guía Sam Potts. Un papel que recayó en sus manos tras fallar la contratación de Lee Marvin.


El reparto lo completan grandes secundarios (Oates, Johnson, Hutton, Pickens, Armstrong, Jones, Taylor, etc...) todos ellos cumpliendo su papel a la perfección.


Mención para Michael Paté (que ya interpretara a Victorio en “Hondo”) en el papel de Sierra Charriba; su aparición en la primera escena es terrorífica: Soldadito ¿a quién van a mandar ahora tras de mí?? le pregunta a un soldado torturado tras haber arrasado su compañía en una emboscada.


Como ya comenté al inicio, el montaje fue masacrado por Columbia y la película fue un fracaso, tanto de crítica como de público. Pero, en mi opinión, es un gran film que merece su sitio en el western. Si podéis haceros con la versión restaurada en 2005 de 140 minutos mucho mejor. Aunque Peckinpah hizo un film de 155 minutos, supongo que esta última extensión nos acerca más a lo que él siempre pensó que podía haber sido su mejor obra.