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miércoles, 21 de mayo de 2025

CUATRO CARAS DEL OESTE


(Four faces West, 1948)

Dirección: Alfred E. Green.
Guion: C. Graham Baker, Teddi Sherman, William y Milarde Brent.

Reparto:
- Joel McCrea: Ross McEwen
- Frances Dee: Fay Hollister
- Charles Bickford: Pat Garrett
- Joseph Calleia: Monte Marquez
- William Conrad: Sheriff Egan
- Martin Garralaga: Florencio
- Raymond Largay: Doctor Eldredge
- John Parrish: Frenger-Banker


Música: Paul Sawtell
Productora: Enterprise Productions, Harry Sherman Productions

Por Jesús Cendón. NOTA: 7,75

“Ross McEwen, un buen hombre, pasó por aquí”. Monte Marquez a Fay Hollister delante de El Morro.


Si 1939, como he comentado en otras reseñas, fue fundamental en la evolución del wéstern y lo elevó al nivel de otros géneros, 1948 fue un año crucial en su consolidación y el más importante desde el punto de vista cualitativo de esa década al estrenarse sucesivamente en ese año “El tesoro de Sierra Madre” (John Huston) excelente adaptación de la novela escrita por Bertrand Travern donde se daban la mano el wéstern y el género de aventuras; la obra maestra de John Ford “Fort Apache” inicio de su afamada Trilogía de la caballería; la subvalorada “Río de Plata” (Raoul Walsh), en realidad un melodrama travestido en wéstern que cuenta con uno de los comienzos más trepidantes y vigorosos de la filmografía de Walsh; la monumental “Río Rojo” (Howard Hawks), con la que Wayne se convirtió definitivamente en una estrella; “Tres padrinos” (John Ford), una de las películas favoritas de su director con marcadas connotaciones ético-religiosas; y la tan modélica como claustrofóbica “Cielo Amarillo” (William A. Wellman). Por lo que no es de extrañar que, pese a su calidad y originalidad, una producción más modesta y sin grandes estrellas como “Cuatro caras del Oeste” pasara en ese momento desapercibida para el público, a pesar de haber disfrutado de críticas muy favorables, y constituyera un fracaso de taquilla al no recuperarse el dinero invertido (algo más de un millón de dólares).



La película, al igual que la anterior “La mujer de fuego” (André de Toth, 1947), fue fruto de la colaboración del productor independiente Harry Sherman conocido sobre todo por su ciclo de filmes protagonizados por Hopalong Cassidy, un popular personaje del Oeste creado por Clarence Mulford al que dio vida William Boyd durante veinte años, y la compañía independiente Enterprise Productions creada en 1946 por el actor John Garfield junto a David L. Loew y Charles Enfield; y tuvo, también, como protagonista al especialista en wésterns de serie b Joel McCrea, quien se había comprometido a rodar tres filmes con la Enterprise. Promesa incumplida debido al cierre prematuro de la productora (1). 

Además, ambos filmes contaron con el mismo director de fotografía, Russell Harlan (2), y las novelas en las que se basan fueron adaptadas, entre otros, por C. Graham Baker, coautor igualmente del guion de “El jugador” (Allan Dwan, 1955) junto a la también participante en este filme Teddi Sherman.


Pero mientras que Luke Short, autor del relato en el que se basó “La mujer de fuego”, parece centrarse en los aspectos más negativos de la condición humana como la ambición, la  traición, el abuso de poder o la capacidad de manipulación; Eugene Manlove Rhodes en “Pasó por aquí”, novela corta adaptada en la película objeto de esta reseña, llevó a cabo un sentido homenaje a todos aquellos seres anónimos que no sólo contribuyeron decisivamente a la civilización de un territorio agreste, hostil e inhóspito, sino que con su bonhomía, generosidad y sensibilidad lo hicieron más humano. 


SINOPSIS: Tras atracar el banco de Santa Mónica y dejar un recibo firmado con el seudónimo de Jefferson Davis (3) comprometiéndose a devolver los 2.000 dólares robados, Ross McEwen será objeto de una implacable persecución por un grupo de individuos cuyas motivaciones distan de hacer justicia

Creo que los adjetivos que mejor definen a este wéstern son insólito, atípico y original. Un filme del oeste sin tiroteos ni peleas, sin muertes, en el que el héroe es el delincuente y los malhechores los individuos que lo persiguen y las balas no se utilizan para matar sino para salvar vidas. Un filme, en definitiva, que subvierte el género.


Así la película, gracias a un inteligente guion, toma partido desde el principio por el atracador frente a sus perseguidores, seres en los que prima su sentimiento de venganza, el beneficio económico y/o su querencia por la violencia frente a la idea de hacer cumplir la ley, como prueba el hecho de que el director del banco ofrezca una recompensa de mayor importe que el dinero “tomado prestado” por Ross; intentando demostrar, como posteriormente señalará un personaje, que es más productivo cazar a un hombre que robar un banco. Mientras que Pat Garret, presentado como “el representante de la fuerza de la ley y de la justicia”, se muestra desde el principio plenamente consciente de la verdadera motivación de sus ayudantes y les advertirá en su oficina que si traen a McEwen muerto no quiere ver un balazo en su espalda.


Por otra parte, no es descabellado establecer similitudes entre esta película y otro wéstern rodado en 1948, la entrañable y anteriormente citada “Tres padrinos” (4); ya que ambas películas cuentan con un esqueleto argumental muy similar: tras robar un banco, los delincuentes vivirán una odisea tanto física, al ser perseguidos tenazmente por los hombres de la ley, como moral, al sacrificar su libertad, y sus vidas en la película de Ford, para evitar la muerte de otros seres humanos.


Así pues, como en “Tres padrinos”, “Cuatro caras del Oeste” se inicia con un robo a un banco, pero en esta ocasión muy peculiar puesto que el atracador actuará de forma sosegada, reposada e incluso educada, no utilizará la violencia, dejará un recibo en el que se compromete a devolver el dinero y con la misma tranquilidad se alejará del pueblo delante mismo de Pat Garrett mientras estaba dando un discurso.

Inicialmente huirá a caballo para tomar, posteriormente, un tren en el que conocerá a los que serán sus dos grandes apoyos a lo largo de la película. La enfermera, procedente del Este, Fay Hollister que le curará la mordedura de una serpiente y con la que iniciará un romance por el que decidirá apearse en Álamo Gordo; y un enigmático, astuto y humanista mejicano apellidado Márquez.


Esta parte de la película permite al director introducir algunos acertados gags protagonizados por un mocoso entrometido, quien comenzará a sospechar la verdadera identidad de McEwan.

Sin embargo, tras un breve período de tiempo de estancia en Álamo Gordo en el que parecía encauzar y estabilizar su vida, Ross debe volver a huir ante la enconada persecución sufrida por parte de Garret; acompañándole inicialmente Fay, que intentará convencer a Ross para que se entregue y vuelva a ser el hombre que siempre había sido.


La película, con los desdichados amantes acosados por “las fuerzas de orden”, adopta un tono sombrío en este tramo, extendiéndose un halo de pesimismo que, junto con la utilización acertada de las panorámicas, convierte al film de Alfred E. Green en un antecedente claro de la obra maestra de Raoul Walsh “Juntos hasta la muerte”; rodada un año después y también protagonizada por Joel McCrea, en esa ocasión junto a Virginia Mayo.


Esta parte culmina con una escena de tono marcadamente surrealista y bellamente fotografiada por Russell Harlan, donde vemos a Ross a travesar unas dunas a lomos de un toro previamente domado por él. Una secuencia en la que, gracias a su pericia como caballista, Joel McCrea no fue doblado.


Pero, sin duda, es el tramo final el que eleva el nivel de la cinta, dotándola de una hondura y profundidad poco habitual en este tipo de wésterns modestos en sus pretensiones.

Ross llega a un rancho y se enfrenta a una encrucijada moral cuya resolución marcará decisivamente su futuro; ya que deberá escoger entre comprar un caballo y seguir su camino hacia Méjico evitando la cárcel, o prestar su auxilio a los miembros de la familia enfermos de difteria y afrontar su captura o, quizás, su muerte.


Nuestro antihéroe será fiel a sí mismo y a sus principios al decidir permanecer en el rancho cuidando a los enfermos con los escasos medios a su alcance: el petróleo de las lámparas y el fósforo de sus balas, por lo que al utilizar todos los cartuchos quedará inerme ante un posible enfrentamiento con Pat Garret y sus hombres.


Incluso encenderá una gran fogata para alertar sobre la situación vivida en el rancho lo que supone su condena definitiva. De esta forma, culmina su peculiar proceso de redención al aceptar su sacrificio para salvar cuatro vidas con su desinteresada y altruista actitud.

Las cuatro caras del Oeste, desafortunado título traducido del original frente al más adecuado de la novela, hace referencia a los personajes principales cuyos caminos se cruzan y sobre los que gira el drama.


- Ross McEwan, un honrado cowboy impelido por las circunstancias, evitar la pérdida del rancho de su padre, a cometer un robo que entiende como un préstamo puesto que desde el primer momento mostrará su intención de devolver el dinero; de hecho, firmará un recibo bajo el nombre de Jefferson Davis comprometiéndose a reintegrar el importe sustraído. Incluso, devolverá parte nada más llegar a Álamo Gordo.

Papel interpretado por Joel McCrea, una de las presencias más recurrentes del wéstern durante más de veinte años. El actor se muestra muy cómodo con un tipo de personaje, caracterizado por su bonhomía, habitual en su dilatada carrera gracias a su mirada limpia y su semblante que transmitía honestidad e integridad.


- Fay Hollister, una enfermera procedente del Este simboliza la civilización, la cultura y la educación frente a un Oeste caracterizado, a pesar de haber llegado el progreso material representado en el tren o el telégrafo, por la barbarie y la crueldad. De hecho, llega a comentar al enterarse del dinero ofrecido por la captura de Ross: “¿Vivo o muerto? ¿Pero qué leyes tienen ustedes por aquí? Se trata de un robo de 2.000 dólares. Se debe castigar al que comete un delito, pero no matarlo”.

En todo momento mostrará su carácter firme, su sentido del honor y se convertirá, a lo largo del filme, en la conciencia de Ross.


Fue interpretada, en una de sus escasas apariciones en la gran pantalla, por Frances Dee, esposa en la vida real de Joel McCrea, lo que redunda en la excelente química mostrada por ambos actores en las escenas compartidas.

- Pat Garret (5), personaje histórico y uno de los grandes mitos de la conquista del Oeste, al que dio vida Charles Bickford, excelente actor de carácter especializado en personajes duros y sombríos.


El filme nos lo muestra en la cima de su fama, tras haber acabado con Billy el Niño, como un estricto, frío y riguroso hombre de orden dedicado en cuerpo y alma al cumplimiento de la ley. Tan sólo al final y tras conocer la verdadera naturaleza de Ross comprenderá que, para impartir realmente justicia, la ley debe aplicarse atendiendo a las circunstancias que llevaron a delinquir a un hombre.



- Monte Márquez, encarnado por un magnético Joseph Calleia. El actor nacido en Malta, en uno de sus habituales personajes étnicos, representa el papel fundamental de la población hispana en la conquista y civilización de buena parte de los actuales Estados Unidos.

Gran observador y propietario del saloon de Álamo Gordo, se dará cuenta casi desde el primer momento de la verdadera identidad de Ross y, junto a Fay, será su gran apoyo al sospechar desde el principio que ha sido una razón muy poderosa la que lo ha llevado por el camino de la delincuencia.


Monte se convertirá en una especie de ángel de la guarda del protagonista: le ayudará a subir al tren para eludir a sus perseguidores, evitará que sea descubierto en varias ocasiones o mediará decisivamente para proporcionarle su primer trabajo en Álamo Gordo como capataz de un rancho.


 “Cuatro caras del Oeste” es un wéstern diferente, entrañable, de carácter familiar, en el que se aprecia una profesión de fe en el ser humano y en su bondad intrínseca. Otra muestra del excelente nivel alcanzado por este género en su época de esplendor que, desgraciadamente, ha caído en el olvido.


(1) Tras enfrentarse a la Warner Brothers, John Garfield decidió fundar su propia compañía para controlar la producción de sus películas y potenciar la carrera tanto de cineastas con problemas en Hollywood por su posicionamiento ideológico (Robert Rossen, Abraham Polonsky o Lewis Milestone); como de directores europeos obligados a exiliarse a los EEUU por el conflicto europeo (Max Ophüls, André De Toth). Pero la persecución política a la que se vio sometido el propio Garfield precipitó su cierre en 1949.

Durante sus escasos tres años de vida la Enterprise produjo filmes del nivel de “Cuerpo y alma” (Robert Rossen, 1947), protagonizada por Garfield, la mencionada “La mujer de fuego” (André de Toth, 1947), “Arco de triunfo” (Lewis Milestone, 1948), “La fuerza del mal” (Abraham Polonsky, 1948), en la que también intervino Garfield, la película objeto de esta reseña o “Atrapados” (Max Ophüls, 1949). 

(2) Russell Harlan comenzó su carrera en la década de los treinta, participando en filmes de bajo coste, hasta convertirse en uno de los directores de fotografía más fiables del Hollywood clásico y el preferido por Howard Hawks. Harlan nunca obtuvo el preciado Oscar aunque fue nominado en seis ocasiones, entre otras, por “Río Rojo” (Howard Hawks, 1948), “Semilla de maldad” (Richard Brooks, 1955) y, doblemente, en 1962 por “Matar a un ruiseñor” (Robert Mulligan) y “Hatari!” (Howard Hawks). 

(3) Jefferson Davies fue el único presidente que tuvo la Confederación durante la Guerra de Secesión.

(4) Recientemente se ha editado por Hatari! Books S. L. en un formato lujoso la novela corta “Los tres padrinos”, escrita por Peter B. Kiney y llevada a la pantalla en seis ocasiones, dos de ellas por un entusiasta John Ford. 

(5) El mítico sheriff Pat Garret ha aparecido en numerosos wésterns. Así, además de con el rostro de Charles Bickford, se le puede reconocer bajo los de Thomas Mitchell en “El forajido” (Howard Hughes”, 1943) filme que convirtió a Jane Russell en un mito erótico;  Frank Wilcox en la decepcionante “Billy el Niño” (David Miller, 1950) con un inadecuado, por su edad, Robert Taylor como William Bonney; John Denner en la desmitificadora “El Zurdo” (Arthur Penn, 1958) protagonizada por un desubicado Paul Newman; Fausto Tozzi en el eurowéstern “El hombre que mató a Billy el Niño” (Julio Buchs, 1967); Glenn Corbert en “Chisum” (Andrew Victor McLaglen, 1970) típico wéstern de la última etapa de la carrera de John Wayne; James Coburn en la excelente, bella, agónica y desmitificadora “Pat Garret y Billy the Kid” (Sam Peckinpah, 1973); o Patrick Wayne en la innecesaria “Arma joven” (Christopher Cain, 1988) con un inaguantable y repelente Emilio Estévez en el papel del forajido.

viernes, 9 de mayo de 2025

EL SALARIO DE LA VIOLENCIA

 


(Gunman’s walk, 1958)

Dirección: Phil Karlson.
Guion: Frank S. Nugent.

Reparto:
Van Heflin: Lee Hacket
- Tab Hunter: Ed Hacket
- Kathryn Grant: Clee Chouard
- James Darren: Davy Hacket
- Mickey Shaughnessy: Deputy Sheriif Will Motely
- Robert F. Simon: Sheriff Harry Brill
- Edward Platt: Purcell Avery
- Ray Teal: Jensen Stevers

Música: George Duning
Productora: Columbia Pictures

Por Jesús Cendón. NOTA: 7,75

“Si dejas que un hombre haga las cosas por ti, cosas que podrías hacer por ti mismo, antes o después ese hombre tendrá la idea de que es mejor que tú”. Lee Hacket a su hijo Ed.

Tras alcanzar su mayoría de edad en 1939 (1), el wéstern clásico disfrutó de una madurez esplendida durante el período que se extiende aproximadamente desde finales de la década de los cuarenta hasta mediados de la de los sesenta.


Durante esta época los grandes maestros (John Ford, Howard Hawks, Raoul Walsh, William Wellman, Anthony Mann, Delmer Daves…) nos ofrecieron buena parte de sus mejores trabajos enmarcados en este género; pero también un grupo talentoso de artesanos que desarrollaron su carrera en los márgenes de la serie b, tanto en la segunda división de las grandes compañías como en pequeñas productoras independientes, dirigieron sugerentes filmes del oeste. Así, cineastas de la talla de Andre de Toth, Jacques Tourneur, Allan Dwan, George Sherman, Jack Arnold, Gordon Douglas, Joseph H. Lewis, Hugo Fregonese, Alfred L. Werker y un largo etcétera (2) nos dejaron un legado imborrable con propuestas, en muchos casos novedosas, con las que agrandaron y enriquecieron, aún más si cabe, este género. A Phil Karlson, director de la película objeto de esta reseña, lo podemos encuadrar en este segundo grupo. 


Su trayectoria profesional estuvo ligada a tres grandes nombres. En primer lugar, la Monogram, una de las minor especializadas en filmes de serie b, en la que fue adquiriendo las habilidades necesarias para recortar al máximo los tiempos de filmación y los costes de las películas, pensando concienzudamente los movimientos de cámara y la disposición de actores con el objeto de evitar en lo posible el costoso y laborioso trabajo de montaje. En segundo lugar, Edward Small, productor independiente vinculado a la Paramount, con el que encontró al igual que Allan Dwan con Benedict Bogeau cierta estabilidad laboral. Y, por último, la Columbia en cuyo seno rodó algunos de sus mejores filmes.
 

Aunque desde el punto de vista cinematográfico es recordado por su gran aportación al noir a través de cinco o seis excelentes películas (3) que le aproximan, en parte, a la definición de autor acuñada por los críticos de la prestigiosa Cahiers du Cinema. Su contribución al wéstern, sin llegar al nivel de la del noir, no es nada desdeñable. Destacando títulos como “Thunderhoof” de 1948, una original mixtura de drama, aventuras y wéstern con tan sólo tres personajes y el desierto como escenario principal (el filme desgraciadamente es prácticamente imposible de encontrar en la actualidad); la fordiana “Rumbo al Oeste” (1954) con un médico militar como atípico héroe; y la película que nos ocupa, su mejor aproximación al universo del wéstern. Lástima que se despidiera del género con la prescindible, fallida y olvidable “La cabalgada de los malditos” (1967) codirigida, al parecer, por el maestro de la serie b Roger Corman.


Fue personalmente Harry Cohn, presidente de la Columbia, quien, tras haberse retirado del proyecto Rudolph Maté y teniendo en cuenta el buen resultado, tanto artístico como económico, obtenido por la anterior película filmada por Karlson (“Los hermanos Rico”),  apostó por él para dirigir “El salario de la violencia”, uno de los proyectos más ambiciosos de toda su carrera; y no sólo no le defraudó el resultado, sino que al ver el filme parece que el duro y todopoderoso Kohn vertió lágrimas de emoción al recordarle la película la tormentosa relación mantenida con sus hijos. Conmocionado, prometió al director convertirlo en uno de los buques insignia de la Columbia. Promesa que, desgraciadamente, no cumplió al fallecer poco después. Por ello nunca sabremos hasta dónde hubiera podido llegar Karlson dirigiendo proyectos con presupuestos más holgados.



ARGUMENTO: Lee Hacket, el ganadero más poderoso de la región, mantiene una relación problemática con sus dos hijos. La tragedia estallará en su familia tras la muerte en un accidente, provocado por su primogénito, de uno de los peones de raza india del rancho. 


“El salario de la violencia” es un filme de presupuesto medio y rodado en Cinemascoope, formato desconocido por el director al que supo adaptarse perfectamente rodando escenas de gran belleza entre las que destacan varios travellings laterales, que explora los sentimientos y las relaciones humanas desde los postulados del wéstern. 


Por tanto, la película se encuadra dentro de la corriente psicológica del género, surgida a finales de la década de los cuarenta y muy presente en los cincuenta, gracias a un soberbio y profundo guion debido a la pluma de Frank S. Nugent, colaborador habitual de John Ford y con el que ya había trabajado el realizador en la citada “Rumbo al Oeste”, centrado en las tensiones existentes entre el protagonista y su hijo mayor, así como en las dramáticas consecuencias de la impartición de una educación demasiado rígida y trasnochada. La película entronca, de esta forma, con un nuevo cine nacido en la década de los cincuenta protagonizado por jóvenes rebeldes, con o sin causa, y queda igualmente emparentada con una serie de wésterns basados en conflictos familiares, generalmente surgidos entre padres e hijos en los que la rivalidad paternofilial cohesionaba el conflicto dramático (4). 


El filme se sitúa temporalmente en un momento en el que se estaba culminando la última fase de la conquista del Oeste. Así, tras haberles arrebatado definitivamente su territorio legítimo a los indios, la civilización había llegado por fin a la frontera y los días de violencia en los que la ley se imponía a golpe de revólver parecían quedar definitivamente olvidados.


En este contexto nos encontramos con el personaje principal, Lee Hacket, un excelente Van Heflin, el ganadero más poderoso de la región. Un hombre con el suficiente coraje para haber combatido a los nativos del lugar y haber conseguido expulsarlos, así como con la inteligencia y el valor necesarios para crear un gran imperio ganadero de la nada. Un individuo protagonista de unos tiempos violentos y muy duros que ha quedado anclado en el pasado, con valores obsoletos, que identifica masculinidad con violencia, acostumbrado a valerse por sí mismo y a no pedir favores e incapaz de evolucionar. Un personaje trágico vinculado de alguna forma con otros héroes-antihéroes del wéstern, individuos fundamentales para el asentamiento de la civilización en el salvaje Oeste; pero, al mismo tiempo, incapaces de respetar las reglas de las comunidades que ayudaron a construir por lo que terminarán siendo expulsados o convertidos en seres marginales. Forma parte, por tanto, de una especie en extinción; un auténtico dinosaurio que no asume la profunda evolución de la sociedad. Y es esa actitud la que precipitará el drama al criar a sus hijos a su imagen y semejanza con unos principios caducos apropiados para sobrevivir a un período hostil y violento pero inadecuados e incluso nocivos una vez asentados en el territorio la ley y el orden, representados en la película por los concienciados y honrados sheriff, juez y agente para asuntos indios, este último encarnado por el televisivo Edward Platt. Y será precisamente el sheriff, amigo suyo de juventud, quien intente que razone y, tras arrestar a su hijo mayor, le advierta de la inadecuada y anacrónica educación impartida a sus vástagos al comentarle que: “Lee tu y yo crecimos en nuestros propios tiempos, Ed tiene que aprender a crecer en los suyos y los tiempos han cambiado”. 

Frente a esta trasnochada educación la respuesta de sus dos hijos, interpretados por sendos cantantes de pop con el objeto de atraer a la taquilla al público joven, será diferente. 


David, encarnado por James Darren, es un individuo reflexivo y utiliza la ironía con su padre como arma ya que ha comprendido que los tiempos de violencia han llegado a su fin, rechaza estos valores, elude compararse con su progenitor e incluso no porta armas cuando, como le comenta uno de los personajes, “la marca de los Hacket es el revólver”. David representa, por tanto, la modernidad y la ausencia de prejuicios, iniciando una relación sentimental con una mestiza a la que da vida Kathryn Grant (5), futura esposa de Bing Crosby, que aporta a su personaje una dulzura no exenta de firmeza, sobre todo en su respuesta a Lee tras el simulacro de juicio.


Por el contrario, Ed, al que dio vida en una de sus mejores y atípicas actuaciones Tab Hunter cedido por la Warner para la ocasión (6), ha crecido a la sombra de su padre al que intenta superar sin conseguirlo, manteniendo una insana rivalidad fomentada de forma irresponsable por su progenitor; de hecho, un amigo le comentara a Lee: “No te satisface medirte con tus hijos, tienes que llevarles la delantera”. Iracundo, cruel, extremadamente competitivo, bravucón, impulsivo, pendenciero, con escasa tolerancia a la frustración e incapaz de asumir las consecuencias de sus actos provocará, motivado por su carácter, un absurdo accidente saldado con la muerte de un peón mestizo, origen de la tragedia posterior.


Además de los efectos negativos del odio y la violencia, un tema recurrente en su filmografía, la etnia de los implicados en el incidente le permite a Karlson reflexionar acerca de los prejuicios raciales perpetuados en la sociedad estadounidense.

Así, aunque inicialmente, con la escena desarrollada en la oficina del agente indio, parece mostrarnos la perfecta integración de los nativos americanos; Karlson, con la actitud de Ed y posteriormente de Lee, nos anuncia que todavía no han sido superados los años de violencia, destrucción, sufrimiento y muerte protagonizados por ambas culturas. Manifestándose de forma explícita la xenofobia latente en la comunidad blanca, como también ocurría en la notable “Represalia” (George Sherman, 1956), en la escena del juicio en la que se dará más importancia, tan sólo por el color de su piel, al falso testimonio de un blanco que al de dos indios testigos del homicidio.


A partir de ese momento se acelera, aún más, la narración y se extiende, como era habitual en el cine negro (7), la sombra de la fatalidad sobre el filme; de tal forma que los acontecimientos se precipitan y tanto el carácter como los sucesivos errores protagonizados por Ed parecen conducirlo a un único y fatídico destino.


En este tramo asistiremos paulatinamente al proceso de degradación moral del hijo mayor de Lee: será arrestado por provocar disturbios en la ciudad; posteriormente se enfrentará a su hermano; a continuación, disparará sobre el testigo perjuro dejándole malherido; y, por último, acabará de forma absurda con la vida del ayudante del sheriff pues no portaba arma alguna y tan sólo pretendía ayudarle.
Paralelamente, en un desesperado intento de proteger a su hijo para evitarle, una vez más, sufrir las consecuencias derivadas de sus actos, Lee no dudará en traicionarse a sí mismo, renegando de sus principios, al pagar el favor al individuo que testificó falsamente en el juicio (el habitual en el género Ray Teal) y, posteriormente, recurrir con este mismo personaje, mientras permanece en cama reponiéndose de sus graves heridas, a la extorsión e, incluso, a la amenaza; lo que lleva al doctor, otro viejo amigo, a comentarle tras haberle permitido ver al enfermo: “Si tú puedes vivir con tu conciencia, yo podré vivir con la mía”. 

Pero, paradójicamente, cada paso dado por Lee para salvar a su hijo supone poner un clavo más en el ataúd de Ed; hasta que, en un acto de responsabilidad no exento de soberbia, decida poner fin a su obra enfrentándose en duelo a su heredero, tras el cual arrojará su revólver al suelo reconociendo, al fin, la inutilidad del uso de la violencia y sus consecuencias perniciosas. 


“El salario de la violencia” es una película de una enorme amargura cuya escena final nos muestra a un Lee Hacket derrotado y devastado psicológicamente, cuya vida ha sido un fracaso y que, por primera vez en contra de sus principios, pide ayuda apoyándose en su hijo y su futura nuera; personajes a quienes, tras vencer múltiples obstáculos, les pertenece el presente y, sobre todo, el futuro.


(1) Hasta 1939 y salvo honrosas excepciones, el género se nutrió de filmes de escasa duración (en torno a los sesenta minutos), realizados en serie por, generalmente, pequeñas compañías como la nombrada Monogram, la Republic Pictures, la Lone Star o la Harry Sherman Productions y destinados a completar los programas dobles o las sesiones matinales. Pero en ese año se rodaron cuatro grandes filmes del oeste decisivos para el asentamiento del wéstern como un género mayor: la obra maestra de John Ford “La diligencia” nominada a ocho oscars, aunque tuvo la desgracia de competir con “Lo que el viento se llevó”,  y que mostró el camino a seguir; “Tierra de audaces” (Henry King), una de las aproximaciones más logradas a las figuras de los hermanos James; y las costosas y espectaculares “Union Pacific” (Cecil B. DeMille”) y “Dodge, ciudad sin ley” (Michael Curtiz). Todos los filmes citados cuentan con su oportuna reseña en el blog salvo “Tierra de audaces”.

(2) Afortunadamente de muchos de ellos y de buena parte de los filmes que rodaron se está llevando a cabo una necesaria y justa revisión reivindicativa.

(3) Entre 1952 y 1957 Phil Karlson rodó “Trágica información”, “El cuarto hombre”, “Calle River 99”, “Testimonio fatal”, “El imperio del terror” y “Los hermanos Rico”. Películas que constituyen un corpus cinematográfico envidiable y sitúan a su director como uno de los grandes del noir de serie b.

(4) Dentro de esta corriente de wésterns que ahondan en conflictos familiares cabe destacar sólo en esta década a “Las Furias” (Anthony Mann, 1950) con la particularidad de que el enfrentamiento tenía lugar entre el progenitor y su hija, “Lanza rota” (Edward Dmytryck, 1954) adaptación al universo wéstern de “Odio entre hermanos” (Joseph Leo Mankiewicz, 1949) que también mostraba una relación interracial rechazada por uno de los progenitores; “La ley de los fuertes” (Rudolph Maté, 1956); “Odio contra odio” (Joseph H. Lewis, 1957), con la que el filme de Karlson presenta bastantes semejanzas tanto en el dibujo del personaje principal como en la denuncia del racismo existente en la sociedad anglosajona; o “Más rápido que el viento” (Robert Parrish-John Sturges, 1958) que, con un final similar al de la película objeto de la reseña, narraba el enfrentamiento entre dos hermanos, aunque en realidad el personaje interpretado por Robert Taylor era como un padre para su hermano menor (John Casavettes). Salvo “La ley de los fuertes” todos han sido objeto de reseña en el blog.

(5) Kathryn Grant y James Darren ya habían sido dirigidos el año anterior por Phil Karlson en “Los hermanos Rico”.

(6) Van Heflin, Tab Hunter y Edward Platt volverían a coincidir al año siguiente en “Llegaron a Cordura”, wéstern ambientado en la revolución mexicana dirigido por Robert Rossen.

(7) La influencia del noir en este filme también se aprecia desde el punto de vista formal en dos escenas desarrolladas en la cárcel en las que, con la ayuda de su operador Charles Lawton Jr, Phil Karlson acentúa los claroscuros hasta tal punto que parecen estar rodadas ambas secuencias en blanco y negro.

viernes, 2 de mayo de 2025

HOMBRES ERRANTES

 
(The lusty men, 1952)

Dirección: Nicholas Ray
Guion: Horace McCoy y David Dortort

Reparto:
- Susan Hayward (Louise Merrit)
- Robert Mitchum (Jeff McCloud)
- Arthur Kennedy (Wes Merrit)
- Arthur Hunnicutt (Booker Davies)
- Frank Faylen (Al Dawson)
- Walter Coy (Buster Burgess)
- Carol Nugent (Rustie Davis)

Música: Roy Webb
Productora: Wald/Krasna Productions, RKO Radio Pictures

Por Jesús Cendón. NOTA: 8

No hay potro que no pueda ser montado, ni vaquero que no pueda ser derribado”. Frase repetida por Jeff McCloud.



Dentro del denominado neowéstern o wéstern contemporáneo, es decir filmes situados en la actualidad pero con elementos, situaciones, temas y/o personajes propios del wéstern, nos encontramos con una serie de cintas que presentan características comunes ambientadas en el espectáculo del rodeo, películas que constituyen una especie de subgénero. Sin ánimo de ser exhaustivo podemos citar como representantes de este tipo de filmes a, entre otras, “Arena” largometraje prácticamente imposible de encontrar en la actualidad rodado en 3D por Richard Fleischer en 1953 y cuya acción se desarrollaba en un día; la ya reseñada en este blog “Vidas rebeldes” (John Huston, 1961) aunque abordaba este tema de forma tangencial; “Los centauros” (Steve Inhat, 1972) comedia dramática con un inmaduro vaquero, interpretado por James Coburn, intentando recuperar el amor de su esposa; la bellísima y melancólica “El rey del rodeo” (Sam Peckinpah, 1972) en la que Steve McQueen regresaba a su ciudad natal con la intención de hacer las paces con su familia; la irregular “Cuando mueren las leyendas” (Stuart Millar, 1972) con un alcoholizado Richard Widmark convertido en maestro de un joven indio; la más reciente e interesantísima “The rider” (Chloé Zhao, 2017) centrada en una joven promesa del rodeo retirada prematuramente por un accidente o la película objeto de esta reseña, posiblemente la aproximación más realista al mundo del rodeo aunque no haya gozado del reconocimiento merecido, quizás por situarse cronológicamente entre dos grandes obras de su director: “En un lugar solitario” (1950) y “Johnny Guitar” (1954). 


“Hombres errantes” fue la última de las seis películas rodadas para la RKO por Nicholas Ray, quien celoso respecto a su independencia y libertad para crear las obras tal y como las concebía mantuvo una relación muy tensa con Howard Hughes, magnate de la major, durante los cinco años de duración de su contrato. Además, en el seno de la productora colaboró sin acreditar en otros filmes como “El soborno” (John Cromwell, 1951) y “Una aventura en Macao” (Josef von Sternberg, 1952), ambas protagonizadas por Robert Mitchum al que le había entusiasmado una novela sobre un cowboy moderno y pretendía adaptar el texto al cine.


El filme lo financió la Ward/Krasna, pequeña y efímera compañía dependiente de la RKO creada por los guionistas que le dieron su nombre; asegurándose, de esta forma, la distribución del largometraje a través de la poderosa major de Hughes quien, además, consiguió la cesión por parte de la 20th Century Fox de Susan Hayward para el papel femenino principal.


Para escribir el guion se contó con el maestro de la novela negra Horace McCoy y, en el afán de dotar de realismo a la cinta, con la leyenda del rodeo David Dortort; aunque, por lo que he leído, lo cierto es que constantemente a lo largo de la filmación de la película, director y protagonista modificaron el libreto e, incluso, llegaron a eliminar el final rodado inicialmente e impuesto por Howard Hughes para cambiarlo por otro más acorde con el mensaje que pretendían transmitir. 



SINOPSIS: Jeff McCloud, un vaquero de rodeo, tras sufrir un accidente decide regresar a la casa de sus padres. Tras comprobar que fue hace tiempo vendida conocerá al matrimonio compuesto por Louise y Wes Merrit; este pretende iniciarse en el rodeo como medio para adquirir un rancho.


“Hombres errantes” es una película triste filmada en un blanco y negro, que realza su tono dramático y crepuscular a la vez que la dota de un gran realismo, cuyo inicio y final son enormemente líricos y emotivos pero a la vez desoladores.



Así en su comienzo vemos a un magullado, dolorido y renqueante Jeff McCloud, al haber sufrido una lesión en la pierna, abandonando en plena noche, mientras silba el viento, el que ha sido su mundo y su forma de vida durante veinte años y dirigirse al hogar de su niñez para, tras recoger una serie de objetos de gran valor sentimental (un viejo revólver deteriorado, una caja en donde de pequeño solía guardar los centavos ganados), comprobar que ha cambiado de dueño. Nicholas Ray nos muestra con este comienzo la vulnerabilidad y el desarraigo tanto físico como emocional del personaje, un individuo con un incierto presente y nulo porvenir al que ni siquiera le queda la posibilidad de refugiarse en el pasado.


Mientras que en el final asistiremos al sacrificio del protagonista, quien tomará una decisión prácticamente suicida al inscribirse, sin estar preparado, en las cuatro modalidades de un rodeo para demostrarse a sí mismo que sigue siendo el de siempre pero, sobre todo, para mostrar a un desnortado Wes cuál será su final si no recupera la cordura, abandona ese mundo de aparente felicidad y se decide a cumplir el sueño inicial compartido con su mujer consistente en poseer un rancho propio.


Entre ambos extremos de la película el director lleva a cabo una inmersión en el mundo del rodeo caracterizada por su realismo, tanto por nutrirse de abundantes imágenes auténticas de archivo, como por el carácter didáctico en la presentación de cada uno de los festivales. De esta forma, se nos instruye, por ejemplo, acerca de las distintas modalidades existentes en un rodeo (doma de potros, monta de toros, captura de becerros, derribo de novillos) o de la amenaza extrema de los toros brahmán, una raza de bovino enormemente peligrosa al ser la única cuya embestida tiene lugar con los ojos abiertos.


Pero Ray no sólo muestra la cara más amable, espectacular y deslumbrante de los rodeos sino que, sobre todo, le interesa darnos a conocer la trastienda de ese mundo de apariencias caracterizada por la miseria, con individuos cuya única vivienda son las roulotttes y en el que proliferan los personajes rotos física y psicológicamente, seres mutilados por sus carreras a los que tan sólo les quedan los recuerdos, como Booker Davies, excelente Arthur Hunnicutt, amigo de Jeff McCloud y antiguo vaquero con una una pierna destrozada y siempre presto a contar una anécdota, real o inventada, de su época de esplendor. Un universo habitado por seres desarraigados siempre viajando de espectáculo en espectáculo y proclives, al igual que Buster Burgess (otro amigo y compañero de Jeff), a caer en el alcoholismo o la ludopatía; en el que el dinero se pierde tan fácilmente como se puede ganar; de fiestas continuas donde los cowboys pretenden exorcizar sus miedos; de fama efímera y olvido duradero; de sufridas y resignadas esposas y con la presencia perenne de la muerte.


Junto al desarraigo y la inadaptación al tiempo presente, la película aborda temas como el precio a pagar para hacer realidad los sueños o la búsqueda de un hogar, entendido como refugio, como el lugar en donde encontrar una estabilidad y cierta seguridad en un momento, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial con la vuelta de los soldados a casa y los problemas derivados para los obreros por el desmantelamiento de la economía de guerra agravados por la incertidumbre creada por la Guerra de Corea, en el que dicha búsqueda se convirtió en una necesidad para el norteamericano medio. 


La mirada de Ray se centra fundamentalmente en el trío protagonista que conformará una peculiar y atípica familia compuesta por un hombre que no aspira a nada y una pareja esperanzada con una vida mejor.


El excampeón del rodeo Jeff McCloud (con el rostro de un Robert Mitchum -1- que lleva a cabo una interpretación muy sentida) es un hombre que, en sus propias palabras: “He nacido para domar caballos. Puedo lograr de ellos lo que quiera menos que hablen”. Un auténtico vaquero nacido en una época que no le corresponde, un personaje crepuscular consciente de su final y defensor a ultranza de su libertad e independencia. Pero, en realidad, se ha convertido en un inadaptado incapaz de permanecer en un lugar durante mucho tiempo y de conservar un trabajo, que ha transformado su vida y su anhelada libertad, a diferencia de otros personajes crepusculares como John Burns en la soberbia “Los valientes andan solos” (David Miller, 1962), en un continuo deambular pero siguiendo el circuito del rodeo al que está dramáticamente atado.


Un individuo experimentado que, a cambio de la mitad de las ganancias, se convertirá en el mentor de Wes y sobre todo se preocupará por transmitirle en todo momento los peligros de su oficio, cuidando de él como si fuera su hermano mayor; y debatiéndose entre su amistad por Wes y su atracción creciente hacia Louise, la esposa de su pupilo. 

Personaje a la vez realista y romántico, asumirá su sacrificio como medio para alejar a Wes de ese mundo, como deseaba Louise, dándole una última lección aun a costa de su vida.


Louise Merrit (encarnada por Susan Hayward en un papel menos aguerrido de los que solía interpretar aunque no carente de una fuerte personalidad y determinación) es el personaje más racional y apegado a la realidad. Nunca tuvo un hogar al ser sus padres jornaleros y, tras haber pasado años detrás de la barra de un saloon sirviendo bebidas, sólo desea una vida decente y estable a la que llegaría mediante la compra en el futuro de un rancho con el dinero poco a poco ahorrado.


Enamorada de su marido, le acompañará en la peligrosa aventura emprendida, a pesar de no estar de acuerdo, con la esperanza de que recupere el sentido; por lo que al mismo tiempo intentará convencerle de que persigue una quimera, al percibir desde el primer momento que el rodeo constituye un mundo irreal. 

Desesperada, acudirá a Jeff, quien le había confesado que “lo que tu quieras es lo que quiero yo”, para separar definitivamente a su marido de ese tipo de espectáculo.


Wes Merrit, al que da vida Arthur Kennedy mostrando una vez más su enorme ductilidad, se nos muestra inicialmente como un hombre bondadoso y soñador muy unido a su mujer. 


Con un talento natural para la monta y doma de ganado, y tras haber ganado un importante premio en su primera participación en un espectáculo de este tipo, se mostrará como un hombre impaciente llegando a afirmar “Sé bien lo que quiero y no pienso esperar quince años”. A pesar de concebir inicialmente el rodeo como un atajo para mejorar su condición y alcanzar su sueño: ser dueño de un rancho en el que criar su propio ganado, se vera atrapado por el espejismo de un universo en el que irá adquriendo cada vez más reconocimiento y notoriedad.

Wes a lo largo del filme sufre una transformación profunda, convirtiéndose en otro hombre, y tan sólo el sacrificio postrero de Jeff le devolverá a la realidad, regresando con su esposa para cumplir su deseo: poseer un hogar en el que ser feliz junto a ella; aunque quedará la duda en el espectador sobre el carácter definitivo de su decisión.


“Hombres errantes” es un filme duro, desolador y tristemente premonitorio respecto a la vida de Nicholas Ray, un director incapaz de adaptarse al sistema de estudios de Hollywood, con los que mantuvo un continuo enfrentamiento y que exiliado en Europa los últimos años de su vida tan sólo añoraba regresar a los EEUU, su verdadero hogar.


(1) Como señaló en su día un crítico, Robert Mitchum “ardía, aunque sin llama, y su mirada era narcotizante, aparentemente dura, de una languidez casi femenina que desaparecía sólo cuando era necesario con mesura y sinuosa elegancia…”; cualidades muy apropiadas para interpretar a Jeff McCloud.