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jueves, 25 de julio de 2019

EL ÚLTIMO TREN DE GUN HILL

(Last train from Gun Hill, 1959)

Dirección: John Sturges
Guion: James Poe

Reparto:
- Kirk Douglas: Marshall Matt Morgan
- Anthony Quinn: Craig Belden
- Carolyn JonesLinda
- Earl Holliman: Rick Belden
- Brad Dexter: Beero
- Brian G. Hutton: Lee Smithers
- Ziva Rodann: Catherine Morgan
- Bing Russell: Skag)

Música: Dimitri Tiomkin
Productora: Bryna Productions, Hal Wallis Productions

Por Jesús Cendón. NOTA: 7’75


“Mat eres mi mejor amigo. Haría cualquier caso por ti pero deja al chico en paz. Estás hablando de mi hijo” “No, Craig. Es de mi mujer de la que estamos hablando” Conversación entre Matt Morgan y Craig Belden.


ARGUMENTO: Tras ser violada y asesinada su mujer, el sheriff Matt Morgan cuenta con dos pistas para atrapar a los delincuentes: una silla de montar y la herida en la mejilla que le infringió a uno de ellos su esposa antes de morir. Ambas pistas le conducirán a su antiguo amigo Craig Belden, un poderoso ganadero dueño y señor de Gun Hill.


En los años cincuenta Kirk Douglas había alcanzado en Hollywood la categoría de gran estrella al mismo tiempo que comenzó a mediados de esa década una fructífera carrera como productor independiente a través de sus compañías Bryna Productions y Joel Productions, filial de la anterior, con filmes que aunaban calidad y comercialidad (1).



Hombre inquieto, en busca siempre de buenos guiones con personajes interesantes que le sirivieran de vehículo para seguir desarrollando su carrera como actor y tras haber quedado plenamente satisfecho del resultado obtenido con “Duelo de titanes” (John Sturges, 1955), contactó con Hal B. Wallis, quien poseía los derechos del relato escrito por Les Crutchfield (seudónimo del represaliado por el macartismo Dalton Trumbo), con el objeto de poner en pie un nuevo wéstern para el que contaron con parte del equipo de la anterior producción: el director John Sturges, el músico Dimitri Tiomkin quien compuso otra gran banda sonora aunque carente de un tema principal tan pegadizo como en su anterior trabajo, Charles Lang como operador o el prestigioso director artístico Hal Pereira; además de asegurarse, gracias a Wallis, la distribución de la película por la poderosa Paramount y volver a utilizar el formato VistaVision creado por la citada productora.



Pero las semejanzas con el filme precedente no se reducen a aspectos formales y al personal técnico-artístico interviniente sino que el mencionado relato, adaptado al cine por James Poe, gira, al igual que en “Duelo de titanes”, en torno a la amistad entre dos hombres de honor. Sin embargo, mientras que en aquella el espectador asistía al comienzo, desarrollo y consolidación de la relación entre el sheriff Wyat Earp y el dentista, pistolero y jugador de póquer “Doc” Holliday, en la película objeto de esta reseña contemplamos el fin, por causas externas, de la camaradería labrada durante años entre el sheriff Matt Morgan y el ganadero Craig Belden. Una relación que, como el hotel de la ciudad, quedará reducida a escombros a pesar de los fuertes lazos existentes entre ambos individuos, como pondrá de manifiesto Craig al llegar a confesar a Matt que: “No he tenido otro amigo desde que tú y yo nos separamos. Los tengo… pero a sueldo, desde luego”. Diálogo sostenido en una de las mejores escenas del filme en el que seremos espectadores del feliz reencuentro de ambos camaradas cuyo cariño, respeto y admiración no disimulan, para poco a poco, a medida que comienza sus indagaciones el sheriff Morgan, empezar a apreciar los primeros recelos entre ambos hasta llegar al momento culmen en el que los dos son plenamente conscientes de que el hijo de Craig está implicado en la violación y asesinato de la mujer de Matt, convirtiéndose a partir de entonces los antiguos camaradas en adversarios.



Junto al tema de la amistad o, mejor dicho, de la creciente rivalidad entre los dos personajes principales, compañeros en el pasado, nos encontramos con el de las relaciones familiares turbulentas, entroncando la cinta en este aspecto con una corriente cinematográfica muy popular en los años 50 con protagonismo de jóvenes conflictivos cuyo máximo exponente fue “Rebelde sin causa” (Nicholas Ray, 1955), y que en este género dio títulos tan significativos como “El salario de la violencia” dirigida un año antes por Phil Karlson, excelente profesional de reivindicación tan urgente como necesaria, “El hombre de Laramie” (Anthony Mann, 1955) o, incluso, “Lanza rota”( Edward Dmytryk, 1954).



De hecho en los tres wésterns nos encontramos con jóvenes que han crecido sin un referente materno al haber enviudado sus respectivos padres por lo que se han desarrollado a la sombra de sus progenitores convirtiéndose en una mera deformación de la fuerte personalidad de estos; porque Craig Belden, al igual que los protagonistas de las otras tres películas, encarna el ideal estadounidense del hombre hecho a sí mismo, individuo de origen humilde, sin demasiada formación que gracias a su trabajo, esfuerzo e inteligencia natural ha sido capaz de levantar un imperio allí en donde no había nada, convirtiéndose en una pieza fundamental en la construcción del mito del Oeste (2). Así el filme contrapone el carácter de los personajes maduros, hombres rudos y violentos pero trabajadores y con un código de honor muy acentuado, con el de los jóvenes, seres débiles pero bravucones con los más indefensos, pusilánimes y superficiales, tan sólo preocupados por divertirse y capaces de banalizar la muerte de un ser humano.



Rick, condicionado por la errónea educación recibida de su progenitor, un ser autoritario, rígido y castrador, sufrirá incluso el desprecio de Craig, quien le obligará a pelearse con su capataz por haberse burlado de él para, tras haber recibido una paliza, recordarle lo que siempre le ha dicho: “Cuando alguien te insulte pégale. No me importa que ganes o pierdas pero lucha, ¿entiendes?”. Es, en definitiva, producto de la incomunicación y la falta de entendimiento con su padre.



Por su parte Craig, a pesar de mostrarse decepcionado y de menospreciar a su hijo al ser consciente de su carácter, manifiesta a lo largo del filme un profundo amor por su vástago intentando en todo momento protegerlo, incluso llegará a suplicar a Matt por la vida de éste reconociendo ante su antiguo camarada que es cuanto tiene; mientras que paralelamente rogará a su amante para que interceda ante el sheriff por Rick.



Un tercer arco argumental enriquece la película y la emparenta con “El árbol del ahorcado” (Delmer Daves, 1959), el conflicto entre la modernidad y la evolución representadas en Paulee, ciudad en la que ejerce como sheriff Matt Morgan, y la tradición y el continuismo simbolizados por Gun Hil, controlada por Craig Belden.



Así, Paulee aparece como una ciudad civilizada donde reina, por fin, la ley y el orden, sin que se haya ha cometido ningún delito en prácticamente la última década; de hecho, los tiroteos comienzan a incorporarse a las leyenda y a los mitos sobre el Far-West como algo ocurrido en el pasado, de tal forma que los niños se quejan porque “no se oye un tiro en ninguna parte”. Es tal el grado de desarrollo que, incluso, los pieles rojas están integrados en la sociedad, integración personificada en el matrimonio mixto del sheriff.



En Gun Hill, sin embargo, la justicia aún no está regulada por las instituciones al estar sometida al poder y los caprichos del oligarca local, dueño y señor de haciendas y personas, y cuya palabra es ley. Es tal su poder que como señala el empleado del saloon los únicos enemigos de Craig se encuentran “Afuera de la ciudad. En el cementerio”. Además, a diferencia de Paulee, siguen manteniendo una actitud beligerante con los pieles rojas y como le dice un vecino a Matt “Por aquí no arrestamos a un hombre por matar a un indio, lo recompensamos”; lo que permite al director introducir una sútil crítica en relación con los prejuicios raciales existentes contra los nativos americanos, y por extensión contra cualquier minoría étnica, en la sociedad estadounidense.



De esta forma, Matt al tomar el tren, símbolo del progreso y el desarrollo, efectuará un viaje tanto a su pasado emocional con el reencuentro de un viejo amigo como a un período histórico inmediatamente anterior a la definitiva civilización del Oeste; para al final del filme, con otro tren, regresar al presente.



Además de la relación existente con las películas anteriormente citadas, se puede rastrear en “El último tren de Gun Hill” su vinculación con otros dos grandes wésterns ya reseñados en este blog.


Por una parte con “Conspiración de silencio”, dirigida por el propio Sturges cuatro años antes, respecto a la actitud abiertamente hostil de la población hacia el forastero, quien se verá atrapado, al igual que en la película citada, en la tela de araña creada por Craig al estar los vecinos controlados y sometidos por el poderoso ganadero; siendo incluso capaces, en su distorsión moral, de hacer apuestas sobre la vida de un hombre.



Tan sólo Linda, magníficamente interpretada por Carolyn Jones, escapa a esta mirada demoledora sobre el ser humano. Antigua amante de Craig Belden, es una mujer con un pasado oscuro, de hecho llega a afirmar que nunca ha estado sola desde los doce años y ha tenido dificultades desde el día de su nacimiento, pero capaz de mostrar una mayor humanidad que el resto de la población de Gun Hill.



Y precisamente respecto al principal personaje femenino del filme esta película muestra más acierto que la tantas veces nombrada en esta reseña “Duelo de titanes”, puesto que la historia de amor entre Craig y Linda está mejor integrada en la cinta, el tiempo dedicado a la misma es menor por lo que no distrae al espectador de la trama principal y Linda tiene una mayor trascendencia en la resolución del drama al facilitar a Matt una escopeta, arma vital para cumplir con su misión. Y será precisamente la apreciación de la actitud, anteriormente mencionada, de la población frente a la tragedia desarrollada en la ciudad lo que la decidirá a ayudar al sheriff (Linda llegará a afirmar: “Aquel pobre loco en un cuarto del hotel con sus elevados ideales y toda esta sucia ciudad esperando cómo lo matan”).



Por otra parte, el tramo final es deudor de “El tren de las 3:10” (Delmer Daves, 1957) al repetir la situación de nuestro héroe encerrado junto al asesino de su mujer en una habitación del hotel de la ciudad sitiado por los hombres de Belden; incluso, al igual que en el filme de Daves, estos los acompañarán en su camino hacia la estación esperando el más mínimo fallo del hombre de la ley para acabar con él.



En cuanto a John Sturges cabe señalar que lleva a cabo un trabajo notable envolviendo al filme en un halo de fatalismo, presentándonos el drama sin preámbulos y desde el primer momento en una sobresaliente, brutal e impactante escena inicial, prácticamente silente, de una enorme violencia, en la que utiliza de forma soberbia el fuera de plano para que el espectador escuche un grito desgarrador e imagine el terrible suceso.

A partir de ese momento irá graduando de forma modélica la tensión y el suspense hasta llegar al apocalíptico final nocturno, con el incendio del hotel principal de la ciudad incluido, en el que los principales actores de la tragedia hallarán la muerte, bien física o bien emocional al perder a sus principales referencias afectivas: a su mujer, a su hijo, a un viejo y querido amigo o a su amante; de ahí que nos encontremos ante uno de los wésterns clásicos más desoladores jamás rodado. 



Además, como era habitual en él, la película se caracteriza por la esplendida puesta en escena y la exquisita planificación de los planos y las secuencias. Ejemplos podría citar muchos pero creo que debo destacar la del arrresto de Rick por Matt en la planta primera del hotel mientras que en la baja los amigos del joven juegan a las cartas, aquella en la que el sheriff se sirve de un espejo para controlar el pasillo por donde aparece Craig o la del fatal duelo final entre los dos amigos, un enfrentamiento inevitable pero que ambos, en recuerdo de su amistad y por el respeto profesado durante mucho años, han intentado eludir hasta el último momento.

Por último cabe destacar el esplendido trabajo de los dos actores principales.



Kirk Douglas, estrella indiscutible del filme, hace una composición memorable como Matt, el típico personaje torturado que sabía interpretar como ningún otro, un individuo en el que conviven su convicción en el cumplimiento de la ley y la justicia con sus deseos de venganza por el asesinato de su mujer, mostrándose inflexible hasta el final y llevando la muerte y la desolación a la ciudad de Gun Hill de tal forma que, tras su paso por ella, nada será igual. La escena en la que tortura psicológicamente a Rick explicándole con todo tipo de detalles cómo será su ejecución es antológica, demostrando que George Stevens no exageró en absoluto cuando, mientras le entregaba el premio American Film Institute a toda su carrera, afirmó en 1991 que: “Ningún otro actor protagónico estuvo más preparado para explotar el lado oscuro y desesperado del alma y, por lo tanto, para revelar la complejidad de la naturaleza humana”.



Como principal antagonista Kirk Douglas escogió a Anthony Quinn (3,) quien lleva a cabo una excelente interpretación, de tono más grave y contenido de lo que en él era habitual, como Craig Belden, amo y señor de Gun Hill (incluso el sheriff está a su servicio y llega a sostener que: “Tengo esta parte del país en mis manos”); un individuo acostumbrado a imponer su voluntad como si fuera la ley, pero con graves carencias afectivas y cuya marcada personalidad llevará a su hijo a la muerte; de ahí que su última frase dirigida a Matt sea: “Educa bien a tu hijo”; asume, pues, que los “pecados” cometidos por su hijo son el resultado de su fracaso como padre. Y es precisamente la inmensa actuación del actor mexicano la que lleva al espectador a entender e, incluso, conmoverse por la situación vivida por este personaje déspota, xenófobo, agresivo y machista.



“El último tren de Gun Hill” es, en definitiva, un excelente e intenso wéstern urbanita presidido por la fatalidad, con proliferación de interiores, ambiente claustrofóbico y unos personajes perfectamente caracterizados; un viaje al infierno dirigido en el mejor momento de su carrera por John Sturges, realizador injustamente minusvalorado pero con una filmografía wéstern sobresaliente y un enorme talento visual adaptado perfectamente al formato panorámico.


(1) En 1957 había producido y protagonizado el excelente drama antibelicista “Senderos de gloria” (Stanley Kubrik) y al año siguiente el memorable filme de aventuras con raíces shakesperianas “Los vikingos” (Richard Fleischer); mientras que al año siguiente se embarcaría en “Espartaco” (Anthony Mann-Stanley Kubrik), quizás el mejor péplum de la historia. Para a principios de los sesenta producir e interpretar dos excelentes wésterns ya reseñados “El último atardecer“ (Robert Aldrich, 1961) y “Los valientes andan solos” (David Miller,1962), así como en el módelico thriller político “Siete días de mayo” (John Frankenheimer, 1964) que le dio la oportunidad de volver a trabajar con su amigo y, a veces, rival Burt Lancaster.

(2) Otro magnífico ejemplo de hombre hecho a sí mismo es el personaje encarnado por Ward Bond en la imprescindible “Odio contra Odio” (1957) dirigida por el también excelente pero poco reconocido Joseph H. Lewis, película igualmente reseñada en este blog.

(3) Kirk Douglas y Anthony Quinn habían trabajado con anterioridad en “Ulises” (Mario Camerini, 1954) y “El loco del pelo rojo” (Vincente Minelli, 1956), por la que Quinn obtuvo su segundo Oscar, y su entendimiento había sido total; por lo que no es de extrañar que Douglas pensará en el actor mexicano para interpretar a Belden.

jueves, 13 de junio de 2019

LOS QUE NO PERDONAN

(The unforgiven, 1960)

Dirección: John Huston
Guion: Ben Maddow

Reparto:
- Burt Lancaster: Ben Zachary
- Audrey Hepburn: Rachel Zachary
- Audie Murphy: Cash Zachary
- John Saxon: Johnny Portugal
- Charles Bickford: Zeb Rawlins
- Lillian Gish: Mattilda Zachary
- Albert Salmi: Charlie Rawlins
- Joseph Wiseman: Abe Kelsey
- Doug McClure: Andy Zachary

Música: Dimitri Tiomkin.
Productora: Hill-Hecht-Lancaster Production.

Por Jesús Cendón. NOTA: 7’25.

“El hombre echa raíces, Cash y no me gusta que se las arranquen pieles rojas o rostros pálidos”. Ben Zachary a su hermano Cash.


A lo largo de su dilatada carrera como director, cuarenta y siete títulos rodados en otros tantos años, John Huston se acercó al universo del wéstern, aunque de forma tangencial en la mayoría de los casos, en cinco filmes. Así en 1948 dirigió “El tesoro de Sierra Madre”, adaptación del clásico escrito por Bertrand Tavern, una cinta de aventuras sobre la codicia humana con bastantes elementos de wéstern; a esta película la siguieron “Medalla roja al valor” (1951), filme bélico, basado en el no menos clásico libro de Stephen Crane, ambientado en la Guerra de Secesión que abordaba el conflicto desde una perspectiva intimista y crítica; “Vidas rebeldes”, neo wéstern sobre un grupo de individuos desnortados en busca de su lugar en un mundo en plena trasformación; “El juez de la horca”, un wéstern para mí fallido que, con grandes dosis de comedia, se apuntó a la corriente revisionista y desmitificadora pujante en los setenta; y la película que nos ocupa, sin duda su título del Oeste más ortodoxo (1); aunque, como señalaremos más adelante, su propósito, no del todo conseguido, era construir una especie de parábola sobre el racismo todavía existente en la sociedad estadounidense. En este sentido cabe recordar que el filme se rodó en 1959; es decir, a punto de iniciarse una década de grandes cambios sociales y de mentalidad en los EEUU y, por extensión, en el mundo occidental.



El wéstern, en principio, contaba con todos los elementos necesarios para haberse convertido en un gran éxito: una productora solvente, la Hill-Hecht-Lancaster Productions (2) que se había asegurado, además, la distribución de la película a través de la todopoderosa United Artist; un reparto espectacular y profesionales de reconocido prestigio como Ben Maddow, autor del libreto junto a Huston, Dimitri Tiomkin, compositor de la banda sonora, o Franz Planer, responsable de la fotografía. Sin embargo no tuvo una gran acogida y supuso, por sus problemas de índole económico, la desaparición de la productora con la que Burt Lancaster había puesto en pie proyectos del nivel de “Chantaje en Broadway” (Alexander Mackendrik, 1957), “Torpedo” (Robert Wise, 1958) y “Mesas separadas” (Delbert Mann, 1958). Tras el desastre, la estrella sólo volvería a su labor de productor resucitando para ello a su antigua compañía, la Norma Productions, con la intimista “El hombre de Alcatraz” (John Frankenheimer, 1962) y mediante la Norlan Productions de Roland Kibbee, con varios títulos caracterizados por su modestia, artística y presupuestaria, como los wésterns “Camino de la venganza” (Sidney Pollack, 1968) y “¡Que viene Valdez!” (Edwin Sherin, 1971) o el fallido thriller “El hombre de la medianoche” (1974) en el que también asumió las labores de dirección. Sin duda su mejor película como productor durante esta década sería “La venganza de Ulzana” (1972), un wéstern muy violento y realista que le reunió con su antiguo socio Harold Hecht y para el que volvió a contar con el director Robert Aldrich.



Además Huston siempre ha renegado de “Los que no perdonan”, considerándola una de sus peores películas. Sin duda en su apreciación influyeron los problemas surgidos durante el rodaje (3) con un Burt Lancaster más preocupado en la dirección y producción del filme que en sacar adelante su personaje. Conducta a la que tendríamos que añadir la actitud de Lillian Gish intentando ningunearle al recordarle constantemente con quien había trabajado a lo largo de su dilatada carrera aunque terminaría por reconocer la gran labor realizada por Huston; el accidente sufrido en un río por Audie Murphy en el que se rompió un brazo y estuvo a punto de ahogarse, por lo que se dejaron de grabar varias escenas protagonizadas por él; y, sobre todo, la caída del caballo de Audrey Hepburn, de la que siempre se culpabilizó Huston, causa no sólo del aborto de la actriz sino también de la suspensión del rodaje de la película durante varios meses por haberse roto la estrella varias vertebras. Para colmo tres miembros del equipo fallecieron en un accidente de avión. Y a todo ello, hay que sumar los constantes enfrentamientos entre el director y los productores con visiones distintas sobre el filme. Así mientras el primero pretendía desarrollar, con una mirada crítica, el conflicto racial subyacente en la historia como metáfora de la situación vivida por los EEUU durante la época del rodaje de la película, los productores perseguían un filme del Oeste más convencional y comercial para asegurarse una buena taquilla y con ese objetivo no dudaron en recortar en treinta minutos las dos horas y media del metraje original de la cinta, resintiéndose por esta decisión tanto algunos personajes clave como el de Johnny Portugal, un mestizo, originalmente concebido como contrapunto a la figura de Ben, como el mensaje del filme enfocado a la denuncia de todo tipo de fanatismos.



ARGUMENTO: Los Zachary, una familia de colonos asentados en Texas dedicados a la cría de ganado vacuno para su posterior venta en Wichita y a la doma de caballos salvajes, verán su mundo derrumbarse al hacerse público un secreto relativo al origen de uno de sus miembros.



El filme es una adaptación, al igual que “Centauros del desierto”, de una novela de Allan Le May (los dos libros han sido editados por Valdemar en su colección Frontera), compartiendo con la película de John Ford su premisa argumental desencadenante de la tragedia posterior: el rapto tras una masacre de una niña, en el caso de “Centauros del desierto”, o un bebé, en esta película, y su posterior búsqueda por parte de su familia natural. Si bien en la primera eran los indios quienes secuestraban a Debbie tras haber aniquilado a su familia y en la película de Huston son los blancos, tras acabar con todo un poblado, los que deciden llevarse a Rachel.



Asimismo presenta semejanzas notables con “Estrella de fuego” (Don Siegel), wéstern más modesto también estrenado en 1960; ya que en ambas el clan protagonista, una familia mixta, sufrirá la incomprensión y el rechazo de los que hasta ahora eran sus amigos; mostrando las dos cómo la sociedad puede ser destruida por el fanatismo y la intolerancia racial. Incluso el detonante del drama, el asesinato de uno de los personajes secundarios por parte de los indios, tiene lugar en ambas películas de forma brusca y como contraste con la secuencia anterior de tono distendido; mostrándonos en ellas a un país en el que la muerte acechaba tras un recodo del camino, al atravesar un río o detrás de una arboleda. Si bien la conclusión del filme de Siegel, negando cualquier esperanza a los protagonistas, se me antoja más realista que la de Huston aparentemente feliz gracias a esa imagen, ya vista en el inicio de la película, del vuelo de una bandada de patos como metáfora del restablecimiento de la situación existente antes de estallar la tragedia. Pero lo cierto es que el regreso al estadio anterior se ha conseguido aniquilando a los hermanos de sangre de Rachel que tan sólo reclamaban su vuelta a casa; además de haberse convertido los Zachary en un clan “impuro” repudiado por el resto de familias de colonos, con lo que el fantasma del desarraigo se cierne sobre ellos.



Además las tres películas sitúan sus respectivas historias en un territorio, el estado de Texas anexionado a los EEUU en 1845, aún sin “civilizar” y habitado por dos culturas, los indios nativos y los colonos descendientes de los emigrantes europeos, incapaces no sólo de respetarse sino de convivir en paz por lo que ambos perseguirán el exterminio del otro, del diferente a su comunidad. Los primeros apelando a la defensa de la tierra de sus antepasados invadida por los anglosajones, mientras que los segundos hacen suya la doctrina del destino manifiesto que justificaba mediante un designio divino la expansión de los EEUU desde el Atlántico hasta el Pacífico (3).

Por consiguiente las tres cintas ofrecen una visión pesimista y sombría de la llamada conquista del Oeste basada, en realidad, en un odio racial irracional alimentado tras décadas de violencia y venganzas.



Para poner en pie su proyecto, Huston contó con Ben Maddow, excepcional guionista autor del libreto del drama antirracista “Han matado a un hombre blanco” (Clarence Brown, 1949) y con el que ya había colaborado en “La jungla de asfalto” (1950), con la intención de llevar a cabo una adaptación menos conservadora de la novela de Le May, profundizar en los conflictos psicológicos de los personajes, así como humanizar y dignificar a los pieles rojas con el objeto de introducir el mensaje, ausente en la novela, sobre el odio visceral de la sociedad anglosajona hacia estos, mostrándonoslos también, al igual que los blancos, como víctimas de una época y de un territorio en los que la presencia de la muerte era perenne.



Precisamente uno de los aciertos de la película es la forma de abordar la historia por parte de Huston y Maddow. Así, durante gran parte de su metraje parecen ocultarnos la realidad existente en el territorio en donde se desarrollan los acontecimientos al presentarnos a los Zachary en un entorno idílico con su rancho situado al lado de un río y las vacas paciendo despreocupadamente encima del tejado, para a continuación mostrarnos la vida apacible de sus miembros. En este tramo de la película, de tono vitalista y alegre, se suceden las escenas costumbristas, mostrándonos el día a día de los protagonistas: Rachel recoge agua del río;, Mattilda fabrica mantequilla; ambas hornean pan en la cocina; Andy, el menor de los hermanos, manifiesta su deseo de ir a Wichita en donde hay mujeres que “te hablan de tú”; la madre toca el piano, símbolo de refinamiento, civilización y cultura; posteriormente comparten almuerzo junto a los Rawlins, familia con quien pretenden emparentar como forma de progresar económicamente; más tarde se dedican a domar caballos; y por último contemplamos como Charlie Rawlins le pide torpemente a Ben la mano de Rachel.



Pero esta visión aparentemente placentera se irá ensombreciendo con la presencia de un personaje siniestro, Abe Kelsey, conocedor de un terrible secreto existente en el seno de la familia Zachary capaz de demoler los pilares en los que se basa su existencia. Un fantasma del pasado con intención de ajustar cuentas en el presente que provocará la reacción violenta de Ben y Cash intentando darle caza mientras se desata una tormenta de arena que dota a la escena de un tono de irrealidad en consonancia con el aspecto espectral de Abe, quien viste una casaca azul, porta un sable y se presenta como “La espada del Señor. El fuego y la venganza”. 

A partir de este momento la película va adoptando un tono más duro y oscuro hasta culminar en dos de las mejores escenas del filme.



En primer lugar la del velatorio de Charlie en la que Rachel sufrirá en su persona todo el odio hacia los pieles rojas larvado durante décadas en los Rawlins; de tal forma que, rota por el dolor, Hagar, la matriarca quien la conoce desde bebé, la ha visto crecer y aceptaba de forma natural el matrimonio de ésta con su hijo, la echará de su casa “acusándola” de ser una: “¡India asquerosa. India. India kiowa. Piel roja maldita!”. En definitiva, la está condenando por ser diferente, por haber cometido “el pecado” de nacer india. 



La segunda gran escena, desarrollada por la noche a la luz de las antorchas portadas por distintos personajes, es la del frío y brutal linchamiento de Abe tras haber sido atrapado por Johnny Portugal, que culmina con la ruptura definitiva de la familia Zachary con los Rawlins al proponer Zeb desnudar a Rachel como medio para comprobar el verdadero color de su piel; pretensión a la que se opondrá contundentemente Ben.



Ambas secuencias desembocan en el violento tramo final del filme con el largo, cruento y realista asalto de los kiowas al rancho de la familia Zachary inmediatamente después de, por fin, revelar Mattilda a sus vástagos la verdadera identidad de su hija adoptada, acabando con una mentira prolongada durante años pero necesaria para la subsistencia y la aceptación de la familia en su comunidad.



En consonancia con el relato, en el que cuentan con un papel primordial la hipocresía y la falsedad, los personajes principales se se caracterizan por su complejidad psicológica e, incluso, ambigüedad moral; además de estar marcados por un pasado, derivado de un territorio hostil, pesado como una losa.



Ben, al que dio vida de forma enérgica y vitalista Burt Lancaster, tras la trágica muerte de su padre (6) se ha convertido en el cabeza de familia. Se debate entre el cariño que siente como hermana por Rachel y la atracción de naturaleza incestuosa también experimentada hacia ella; sentimiento que intentará negar aunque saldrá a relucir poniendo de manifiesto sus celos al golpear a Johnny Portugal por haber retirado un abrojo del pelo de su hermana, a la que posteriormente recriminará el haber coqueteado con el mestizo, mientras un inocente Andy exclama: “Ben es muy quisquilloso con Rachel”. Sólo al final del filme dejará aflorar sus verdaderos sentimientos dando lugar a dos escenas de un gran lirismo, aquella en la que acaricia tiernamente el rostro de Rachel mientras le susurra: “Mi pequeña, mi pequeña piel roja” y en la que, prácticamente vencidos los Zachary, abraza a sus dos hermanos y al mismo tiempo le da el primer y probablemente último beso a Rachel.



Ben tratará de proteger en todo momento a su familia, por eso no dudará en ordenar a Andy que disparé sobre un indio indefenso provocando el sangriento asalto a su rancho, actitud que choca con la imagen del héroe clásico del wéstern.



En su única incursión en el género Audrey Hepburn está perfecta como Rachel a la que dotó de una imagen a la vez de fortaleza y debilidad. El personaje, sobre el que gira toda la película, sufrirá el rechazo de sus vecinos no por lo que es sino por lo que representa, “por correr sangre impura en sus venas”; personificando los temas planteados por la película tanto sobre el desarraigo como sobre la identidad, lástima que este último se resuelva de forma precipitada (Rachel pasa en muy poco tiempo de pintarse el rostro como una kiowa a disparar sobre su hermano de sangre que tan sólo reclamaba su regreso y no mostraba actitud hostil hacia ella). Enamorada de Ben, aunque también intente disfrazar sus verdaderos sentimientos, no dudará en aceptar la proposición matrimonial de Charlie como medio de encelar a su hermano mayor.



A la veterana Llian Gish le correspondió el papel de Mattilda, la matriarca de los Zachary, una mujer dulce, delicada y culta que sin embargo, atrapada por sus propias mentiras, será capaz de ajusticiar de forma violenta a Abe para defender a su familia y evitar que un terrible secreto, tan sólo conocido por ella, salga a la luz.



El temperalmental Cash estuvo interpretado, en un papel inicialmente previsto para Tony Curtis (7), por un excelente Audie Murphy. Segundo de los vástagos de los Zachary vive atormentado por la muerte del padre, profesando un odio irracional por los pieles rojas a los que es capaz de oler. Tras conocer la verdadera identidad de su hermana abandonará a su familia aunque posteriormente protagonizará una carga suicida vital para la supervivencia de ésta.



Un excelente Joseph Wiseman asumió el rol de Abe Kelsey, inquietante personaje que se comporta como un espectro, un iluminado conocedor de un secreto capaz desmantelar el mundo hasta ese momento apacible de los Zachary. Tomado por loco, en el fondo es una víctima más del tiempo y lugar que le tocó vivir al haber perdido a un hijo raptado por los indios, desgracia de la que culpa al padre de los Zachary buscando vengarse de ellos.



Charles Bickford está perfecto como Zeb Rawlins un hombre aparentemente amigable, razonable, religioso (8) y también víctima de las guerras con los indios al haber perdido la movilidad en sus piernas; pero que, tras el asesinato de su hijo por los kiowas, sacará a relucir su fanatismo, su fiera aversión por los indios y sus prejuicios más irracionales.



Por último, John Saxon interpretó a Johnny Portugal, un mestizo, gran domador de caballos, que ha escogido vivir con los blancos aunque sufre su desprecio. Protagoniza otra gran escena de la película cuando con cuatro equinos que irá montando sucesivamente persigue a Abe hasta darle caza mientras el espectador puede deleitarse escuchando otro gran tema compuesto por Tiomkin.



Quizás “Los que no perdonan” no sea la película concebida por John Huston y tampoco suponga la denuncia contundente de los fanatismos religiosos, étnicos y familiares existentes en la sociedad norteamericana buscada también por el director; pero, a pesar de imperfecciones como la falta de continuidad entre algunas escenas motivada probablemente por los cortes sufridos, es un gran wéstern con escenas impactantes, magistralmente rodadas y difícilmente olvidables.


(1) Huston llegó a afirmar que cuando dirigiera un wésten respetaría todas sus reglas al ser un género con un estilo propio muy pronunciado.

(2) Con anterioridad a la incorporación de James Hill a la productora Harold Hecht y Burt Lancaster produjeron, mediante la Hecht-Lancaster, filmes del nivel de “Apache” y “Veracruz”, ambas dirigidas por Robert Aldrich en 1954, o “Marty” (Delbert Mann, 1955), película por la que Ernest Borgnine obtuvo el Oscar al mejor actor principal. 

(3) Las dificultades surgidas en los rodajes de filmes dirigidos por John Huston son tan legendarias como su persona. Como ejemplos se pueden citar, entre otros, los correspondientes a “La reina de África” (1951), “El bárbaro y la geisha” (1958) o “Vidas rebeldes” (1961). Así, en la primera de las películas todo el equipo enfermó de disentería salvo Humphrey Bogart y el propio Huston que tan sólo bebieron güisqui durante su rodaje, de hecho el actor llegó a afirmar que el director era la única persona conocida que podía beber más alcohol en una tarde que él. Mientras que en “El bárbaro y la geisha” desde el inicio John Wayne se enfrentó a Huston al tener una visión distinta del filme, permitiendo los productores a la estrella remontar el filme y rodar nuevas escena, de tal forma que el director intentó, de manera infructuosa, que no apareciera su nombre en los títulos de créditos. Por último, en “Vidas rebeldes” sufrió a un autodestructivo Monty Clift, con graves problemas de adicción al alcohol y a las drogas y a una depresiva Marilyn, cuyo matrimonio estaba a punto de romperse, con tendencia al abuso de los barbitúricos que solía llegar tarde al set de rodaje e, incluso, estuvo ingresada en un hospital en pleno rodaje durante varias semanas.

(4) La novela fue inicialmente publicada en el Saturday Evening Post como un serial compuesto de seis entregas desde marzo a abril de 1957  con el título provisional de “Kiowa moon”, de hecho en los títulos de crédito hay un plano alusivo a ese título en el que se enfoca una luna llena.

(5) La doctrina del destino manifiesto, muy arraigada en el pensamiento puritano, fue enunciada a principios del siglo XVII por el pastor John Cotton al sostener que: “Ninguna nación tiene el derecho de expulsar a otra, si no es por un designio especial del cielo como el que tuvieron los israelitas, a menos que los nativos obraran injustamente con ella. En este caso tendrán derecho a librar, legalmente, una guerra con ellos y a someterlos”. Y a lo largo del siglo XIX fue desarrollada por varios autores para justificar en la voluntad de Dios la denominada conquista del Oeste y el genocidio perpetrado contra los primigenios habitantes de Norteamérica.

(6) Es muy significativo el epitafio que figura en su tumba, “Murió en defensa de su familia y el ganado”, visto en el inicio de la película; ya que la historia se repetirá y los Zachary estarán obligados a defender su rancho y a su familia con riesgo de perder sus vidas. 

(7) Burt Lancaster trabajó con Tony Curtis en “Trapecio” (Carol Reed, 1956) y “Chantaje en Broadway” (Alexander MacKendrick, 1957), siendo su entendimiento total por lo que fue la primera opción de los productores para interpretar a Cash aunque problemas de agenda impidieron su participación en el filme.

(8) La presencia de la religión es constante en el filme con continuas citas de los Libros Sagrados, mientras que Zeb, tras la muerte de su hijo, se refugiará en la Biblia y más tarde se la ofrecerá a Abe antes de ser linchado.

miércoles, 15 de mayo de 2019

ESTRELLAS EN MI CORONA

(Stars in my Crown, 1950)

Dirección: Jacques Tourneur
Guion: Joe David Brown, Margaret Fitts

Reparto:
- Joel McCrea: Josiah Doziah Gray
- Ellen Drew: Harriet Gray
- Dean Stockwell: John Kenyon
- Alan Hale: Jed Isbell
- Lewis Stone: Dr. Daniel Kalbert Harris, Sr.
- James Mitchell: Dr. Daniel Kalbert Harris, Jr.
- Amanda Blake: Faith Radmore Samuels
- Juano Hernández: Uncle Famous Prill
- Ed Begley: Lon Backett
- Jack Lambert: Perry Lokey
- Arthur Hunnicutt: Chloroform Wiggins)

Música: Adolph Deutsch
Productora: Metro Goldwyn Mayer

Por Jesús Cendón. NOTA: 8


“Ahora sé que hay una ciudad de oro aquí mismo. La ciudad de la juventud” John Kenyon al comienzo de narrar la historia.


1950 fue un año fundamental en el desarrollo, crecimiento y progreso del wéstern tanto desde el punto de vista cuantitativo, al filmarse ciento treinta películas ambientadas en el Far-West, como cualitativo.


Así, por una parte, dos de sus mayores especialistas, Delmer Daves y Anthony Mann, se estrenarían en el género este año rodando sendos alegatos reivindicativos tanto de la figura del nativo americano como de su cultura. El primero en “Flecha rota” llevó a cabo algo tan obvio como la humanización del piel roja y la aproximación al espectador de sus costumbres; y el segundo en “La puerta del diablo” denunció la situación de los nativos norteamericanos en el siglo XIX desprovistos del derecho a la propiedad al no tener reconocida la condición de ciudadano (1). Ambas películas fueron capitales en cuanto a la visión hollywoodiense del nativo estadounidense dando lugar a una corriente de filmes marcadamente proindios o que intentaban, al menos, comprender su forma de actuar.


Mientras que por otra parte Henry King filmó “El pistolero”, en la que sin menospreciar las convenciones del género nos mostró a un personaje complejo condicionado por su entorno personal y social, abriendo el camino al denominado wéstern psicólogico, corriente predominante durante la década de los cincuenta (2).


En este contexto Jacques Tourneur, uno de los grandes directores de cine de géneros del Hollywood clásico a pesar de no gozar del reconocimiento que merece, estrenó “Estrellas en mi corona”; un proyecto personalísimo basado en la novela homónima de Joe David Brown en el que, junto a Margaret Fitts, participó en su adaptación a la gran pantalla a pesar de no figurar acreditado en los títulos de crédito como guionista. Tal fue el entusiasmo del director nacido en París con el proyecto que ofreció a Eddie Mannix (3), uno de los pesos pesados de la Metro Goldwyn Mayer, no cobrar por su trabajo. Finalmente, ante la imposibilidad de no recibir emolumento alguno, rodó el filme rebajando notablemente su cache, hecho que condicionaría su carrera en el futuro.


La película ha sido encuadrada generalmente en el wéstern pero por sus características forma parte de una serie de filmes, entre los que destacan varios dirigidos por John Ford, englobados en lo que se ha denominado género “americana”, caracterizados por narrar con un tono costumbrista y nostálgico la vida cotidiana de la gente corriente del mundo rural de los EEUU, otorgando un peso importante a la religión. A través de este grupo de títulos los distintos directores abordaron temas como la relación del hombre con la naturaleza entendida esta como un paraiso, el apego a la tierra y al trabajo, la familia como elemento vertebrador de la sociedad o la sencillez y autenticidad de una forma de vida irremediablemente perdida. Por último, suele ser bastante habitual en estos filmes que los núcleos rurales se vean sacudidos por un acontecimiento dramático que pondrá a prueba los valores en los que se asientan e, incluso, amenazará su estilo de vida caracterizada hasta ese momento por una armonía plena.(4). 

ARGUMENTO: A través de la mirada de un niño se relata una historia que transcurre en un pueblo del sur de los EEUU.


Nunca podremos saber cuál hubiera sido el resultado de “Estrellas en mi corona” si la hubiese dirigido John Ford dado que los personajes, situaciones y temas tratados en el filme son muy cercanos al universo del genial director, pero Tourneur filmó una película entrañable, de gran hondura y corte familiar muy difícil de olvidar, en la que se dan la mano de forma natural distintos géneros como el wésten, el drama, el cine de denuncia social o el religioso, pero que desgraciadamente es poco conocida o ha caído en el olvido. De hecho, en España nunca fue estrenada y tampoco ha sido editada en DVD, por lo que se ha convertido en una de las películas más esquivas de su director.


El primer plano del filme enfocando a una capilla mientras se escucha el himno religioso que da título a la cinta para a continuación, con un travelling hacia atrás, abrir el campo visual del espectador con el objeto de poder contemplar los coches de caballos aparcados delante de ella, constituye toda una declaración de intenciones por parte del autor que contaba con fuertes convicciones religiosas. La iglesia no es sólo, como edificio, el centro del pueblo; sino que, como institución, supone el referente ético de la población. Es, por tanto, el guía espiritual y moral de esa comunidad; reforzándose, de esta forma, la idea de la importancia del espíritu del protestantismo en la construcción del nuevo país.


Una secuencia muy similar sirve de cierre a la película. Escena en la que vemos cómo todos los habitantes del pueblo, incluso los más renuentes a ello, acuden a la llamada del predicador como reconocimiento a los desvelos y esfuerzos de un hombre bueno, representante de la institución eclesiástica, cuya vida ha dedicado a los demás intentando no sólo dar consuelo espiritual a sus feligreses sino mantener la armonía y la justicia en la comunidad; habiendo sido, además, trascendental su labor en la resolución de los graves acontecimientos acaecidos recientemente en el pueblo. La iglesia, a través del predicador Gray, se convierte, por tanto, en garante tanto del bienestar físico y moral de la población como de su cohesión.

Entre ambas escenas Tourneur nos regala una historia conmovedora, de gran autenticidad, indudable belleza y profundamente poética relatada a través de los ojos de uno de los personajes principales, John Kenyon, acontecida cuando éste era un niño. De ahí la sublimación del pueblo y de su forma de vida ya que el narrador se retrotrae al territorio mágico de la infancia, por lo que el filme adopta desde el primer momento un tono nostálgico, resaltándose la añoranza por un tiempo pasado y feliz. 


Adoptado por el predicador y su mujer, a la vez tía del joven, aquel, sin duda idealizado por el chaval, se convertirá en su referencia y el modelo a seguir, incluso en los detalles más insignificantes que recalcan a lo largo de la película la complicidad existente entre ambos. Así el crío se esforzará por llevar el sombrero como su padre adoptivo y repetirá sus pequeñas costumbres como probar con un dedo el pastel cocinado por su tía o cortar una rebanada de pan antes de sentarse a la mesa. Su mundo gira en torno a la figura del predicador, de tal forma que llega a afirmar: “A mí lado, como siempre, está el pastor”; y en consonancia con esta apreciación el relato se inicia con la llegada, una vez finalizada la Guerra de Secesión, de Josiah Doziah Gray a Walesburg, una pequeña población rural enclavada en el sur de los EEUU, con la intención de predicar la palabra del Señor. Con una envidiable capacidad de síntesis Tourneur nos muestra el esfuerzo realizado por el predicador, desde su primer sermón a punta de revólver llevado a cabo en el saloon (5), para ganarse la confianza de los habitantes del pueblo. Hecho que culminará con la construcciónde su anhelada Iglesia.


A partir de ese momento se suceden a lo largo de la cinta escenas sobre la vida cotidiana de los vecinos de Walesburg con un marcado tono luminoso y melancólico (6) con el objeto de que el espectador se familiarice con los habitantes del lugar y su forma de vida caracterizada por la paz, la concordia y la fraternidad, de tal forma que incluso las escasas reyertas acaban, tras la contundente intervención del reverendo, con la risa de todos los participantes; muestra de la recuperación de la camaradería entre los habitantes del pueblo.


Sin embargo, en la segunda y, para mí, magistral parte de la película narrada con un tono mucho más sombrío por el director y en la que el drama se adueña del filme, este mundo ideal se verá azotado por una doble epidemia: física al ser víctimas de las fiebres tifoideas que harán estragos entre la población más joven de Walesburg, y moral al brotar el fantasma del racismo y la intolerancia en buena parte de los vecinos del pueblo. De tal manera que ambas epidemias le permitirán al director construir el relato, como era habitual en él, a través de una dualidad, en este caso doble.


La primera dualidad consistiría en la oposición entre la ciencia, encarnada por el joven doctor hijo del recientemente fallecido médico del pueblo, y religión, representada por el predicador. Dicha controversia se anuncia en la esplendida escena relativa a la moribunda viuda Smith con la forma de abordar el problema por ambos. Así, mientras el doctor toma el pulso de la paciente, el predicador se arrodilla y reza junto a la cama para, tras el fallecimiento de la enferma, afirmar el médico:”Todo acabó” y contestarle el reverendo: “No doctor, acaba de empezar”.

La paradoja reside, sin embargo, en que ambos pese a mantener posturas encontradas, en el fondo son personas muy similares. Individuos comprometidos con la sociedad, han asumido su deber de sacrificarse por ella y dar lo mejor de sí mismos para aliviar las dolencias de sus miembros; y los dos se verán superados por los acontecimientos que vivirán poco después.


Unos acontecimientos planteados por el director, una vez más, de forma ejemplar ya que el espectador desde el primer momento conoce la causa del contagio, las aguas de un pozo, dato ignorado por los protagonistas del drama, con lo que consigue trasladar al público la sensación de angustia e impotencia padecida por éstos. Así, por primera vez, al pensar que ha sido el portador de la enfermedad, el predicador flaqueará y se planteará la necesidad y la utilidad de su labor; mientras que el doctor, hasta ese momento representante del más absoluto racionalismo, comenzará a entender la labor del reverendo al proporcionar sosiego y consuelo allí donde la medicina fracasa e, incluso, acudirá a Joshua a petición de una agonizante Faith (7), su prometida. Esta situación da lugar a una escena silente memorable, de una enorme emotividad y sutileza, en la que vemos al predicador arrodillarse y rezar por la desahuciada enferma mientras escuchamos un precioso tema compuesto por Adolph Deutsch; para, a continuación, moverse ligeramente los visillos de una ventana abierta, símbolo más que probable de la intervención divina, al mismo tiempo que la enferma recuperada abre los ojos y mira al reverendo.


El mensaje es claro, la oposición entre fe y razón es falsa pues ambas son necesarias, se complementan y persiguen el mismo objetivo: la sanación, de los cuerpos la medicina y de las almas la religión. Este posicionamiento queda perfectamente resumido por el veterano médico al comentarle a su hijo sabiendo que la muerte le acechaba: “Tu cuidarás ahora a los vecinos por mí. Bueno, tú y el pastor”.


La dramática situación se resolverá al comentarle Kenyon, el primero en caer enfermo, a su padre adoptivo que probablemente la causa de la enfermedad fuese el agua del pozo de la que bebió en verano a pesar de estar sellado, no volviéndose a utilizar dicho pozo hasta el comienzo del siguiente año lectivo, momento en el que se desencadenó la epidemia. Josiah trasladará al médico la información lo que supondrá el principio del fin de la enfermedad; en cuya resolución, por tanto, el predicador habrá jugado un papel fundamental.


La otra dicotomía radica en la oposición entre civilización-ley y barbarie-violencia representada a través de la situación vivida por el tío Famous. Dueño de una pequeña granja, circunstancia para mí poco creíble por la época y el lugar en el que se desarrolla la acción al ser un negro manumitido, será presionado por Lon Backet para vender sus tierras, ambicionadas por el potentado minero al estar atravesadas por una veta de mica. Tras rechazar la oferta, su granja será asaltada, arrasando sus cultivos y matando a su escaso ganado, para posteriormente, y vestidos con la indumentaria del Ku-Klus-Klan, amenazarle con la muerte si no abandona su propiedad. La semilla del odio, la irracionalidad, el racismo y la locura se ha sembrado entre la población de Walesburg, y será de nuevo el reverendo quien jugará un papel capital para acabar con ella sin utilizar la violencia como pretendía, para proteger tanto al tío Famous como al propio Gray, su amigo Jed.


Con las únicas armas de su integridad, oratoria, sagacidad, determinación y la autoritas lograda después de tantos años de servicio a la comunidad el pastor conseguirá disolver al grupo. Para ello, en otra de las grandes y emotivas escenas de la película de una enorme fuerza, leerá el testamento del tío Famous nombrando a cada uno de los miembros del grupo salvaje y el bien que les deja el anciano en función de la relación mantenida con ellos en el pasado, por lo que cada objeto legado tiene un valor sentimental tanto para el desdichado viejo como para el vecino que lo recibiá. Joshia, al individualizar a cada miembro de la jauría consigue que dejen de formar parte de la turba anónima en la que se habían convertido; al mismo tiempo que los humaniza, les desarma desde el punto de vista moral y les hace avergonzarse de su aberrante actuación, abandonando estos definitivamente sus pretensiones.


Posteriormente, el espectador comprobará cómo las hojas que supuestamente contenían el testamento están en blanco y todo ha sido un ardid del pastor basado en el profundo conocimiento del verdadero carácter de sus feligreses y del alma humana. La inteligencia y la racionalidad han vencido a la brutalidad y a la insensatez, y ante la afirmación de Kenyon, al recoger las hojas en blanco, en el sentido de que: “Esto no es un testamento”, el reverendo le contestará “Sí que lo es hijo, es el recurso de Dios”. El reverendo, conforme a sus creencias, ha utilizado el bien más preciado que nos ha regalado el Señor y que nos diferencia del resto de los seres vivos, el intelecto.


A través de esta subtrama la película, por tanto, aborda uno de los aspectos más oscuros de la sociedad norteamericana en un momento, 1950, en el que se iniciaba la lucha por los derechos de las minorías en los EEUU; adoptando una postura muy valiente al mismo tiempo que crítica con la aparente protección legal de la que disfrutaban dichas minorías. Cuestión plasmada en la conversación que mantienen en la parte inicial del filme Joshia, John y el tío Famous tras la jornada de pesca. Así, cuando el chaval le comente al anciano que la ley le ampara frente a las pretensiones del magnate, éste le contestará: “Sólo por decirlo no se convierte en realidad”.

Por último, tengo que hacer referencia al plantel de actores de los que se sirvió Touneur para poner en pie este inolvidable microcosmos.


Al igual que los hechos narrados, la película gira alrededor de Joel McCrea, actor muy adecuado tanto por su forma de entender la interpretación, poco dada a los excesos y a la grandilocuencia, como por la imagen que se había forjado a través de sus películas con personajes mayoritariamente íntegros y honestos (8); de hecho el artista siempre afirmó que había sido uno de los rodajes en los que se había sentido más a gusto.


En el rol de su esposa nos encontramos con Ellen Drew a la que el director reservó otra de las escenas más emotivas de la película cuando, enfermo de gravedad Kenyon y temiéndose por su vida, se reprocha a sí misma el haberle tratado en determinadas ocasiones con rudeza mientras su marido le retira delicadamente los alfileres del pelo.


Al narrador le dio vida un joven Dean Stokwell, quien realiza un trabajo impecable, alejado de la habitual ñoñería de este tipo de personajes, demostrando por qué en su momento fue una de las grandes promesas de Hollywood (9).



Junto a ellos secundarios de la talla de Alan Hale como Jed Isbell, compañero de armas de Joshia durante la Guerra de Secesión, quien mantiene una estrecha relación de camaradería con el predicador, siempre presto a ayudarle, y de respeto a las creencias del pastor aunque mantenga posiciones cercanas al agnosticismo y se niegue a acudir a la iglesia a pesar de los continuos intentos de su amigo. Juano Hernández en el papel del tío Famous, un personaje que vivirá una situación similar a la padecida por el mismo actor un año antes en el drama de denuncia social dirigido por Clarence Brown “Han matado a un hombre blanco”. O Ed Begley en el papel de Lon Backet, un codicioso magnate capaz de ahorcar a un hombre al que conoce desde que era un niño para adueñarse de su propiedad.


“Estrellas en mi corona”, una joya cuya reivindicación resulta urgente, pertenece a ese grupo escogido de películas, como “¡Qué bello es vivir!” (Frank Capra, 1946) o “El hombre tranquilo” (John Ford, 1956), capaz de devolverte la fe en el ser humano y hacerte ver la vida con más optimismo. ¿Se puede pedir más? 


(1) Esta circunstancia, del todo aberrante, en la que los nativos estadounidenses fueron despojados de sus legítimas propiedades se mantendría hasta 1924 cuando por fin se les reconoció la ciudadanía estadounidense.



(2) Existen ejemplos de wésterns psicológicos anteriores a “El pistolero,” como por ejemplo “Perseguido” (Raoul Walsh) o “La mujer de fuego” (André de Toth) ambas de 1947 y ya reseñadas en este blog, pero fue a raíz del filme de King cuando se popularizó y se desarrolló este subgénero. 

(3) Precisamente en 2016 los hermanos Coen estrenaron “¡Ave César!” película basada en este oscuro personaje encargado de resolver los trapos sucios de la major.

(4) Junto a varios fimes de John Ford como “El juez Priest” (1934), su remake “El sol siempre brilla en Kentucky” (1953), “El joven Lincoln” (1939) o, incluso, “La ruta del tabaco” (1941), podemos incluir, entre otros títulos, dentro de este grupo a “Sinfonía de la vida” (Sam Wood, 1940), “Aguas pantanosas” (Jean Renoir, 1941), la ya citada “Han matado a un hombre blanco” (Clarence Brown, 1949), “El pozo de la angustia” (Russell Rouse-Leo C. Popkin, 1951), “La gran prueba” (William Wyler, 1956) y “Matar a un ruiseñor” (Robert Mulligan, 1962) con el que este filme presenta muchas semejanza: desde el narrador, un niño; pasando por el papel protector del protagonista (como en el filme de Mulligan cuando recobra el conocimiento tras su enfermedad Kenyon comprueba que el predicador permanecía vigilante al lado de su cama), hasta la escena del intento de linchamiento de tío Famous abortada por el protagonista sin utilizar la violencia.

(5) Las similitudes de esta escena con la secuencia de la presentación del reverendo Jonathan Rudd en “El póquer de la muerte” son notables, por lo que no sería extraño que Henry Hathaway hubiera tenido en cuenta la película de Tourneur a la hora de rodarla.

(6) John pesca junto al tío Famous, presentándonosla como una actividad que propicia el encuentro intergeneracional; el reverendo Gray charla en un porche con el anciano médico del pueblo, para posteriormente asistir a su entierro; John mantiene en un carro de heno una conversación con otro chaval en el que le cuenta que si fuera Dios lo primero que haría sería parar el tiempo durante el verano para no ir a la escuela; nos presentan a Jed Isbell, gran amigo del reverendo, trabajando en su granja para, a continuación, mostrarnos a sus cinco hijos; etcétera.

(7) No creo que el apellido de la enferma, Faith, en castellano fe, fuese elegido de forma casual.

(8) Tourneur volvería a contar con él para los papeles protagónicos de “Wichita” y “El jinete misterioso” (también concocido como “La ley del juez Thorne”), dos wésterns rodados en 1955 en los que interpretó a personajes, el famoso sheriff Wyatt Earp y el juez Thorne, caracterizados por su autoritas.

(9) Joel McCrea y Dean Stokwell coincidirían de nuevo en “Amigos bajo el sol” (Kurt Neumann, 1951) adaptación al universo del wéstern del clásico de aventuras filmado en 1937 por Victor Fleming “Capitanes intrépidos”.