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miércoles, 15 de mayo de 2019

ESTRELLAS EN MI CORONA

(Stars in my Crown, 1950)

Dirección: Jacques Tourneur
Guion: Joe David Brown, Margaret Fitts

Reparto:
- Joel McCrea: Josiah Doziah Gray
- Ellen Drew: Harriet Gray
- Dean Stockwell: John Kenyon
- Alan Hale: Jed Isbell
- Lewis Stone: Dr. Daniel Kalbert Harris, Sr.
- James Mitchell: Dr. Daniel Kalbert Harris, Jr.
- Amanda Blake: Faith Radmore Samuels
- Juano Hernández: Uncle Famous Prill
- Ed Begley: Lon Backett
- Jack Lambert: Perry Lokey
- Arthur Hunnicutt: Chloroform Wiggins)

Música: Adolph Deutsch
Productora: Metro Goldwyn Mayer

Por Jesús Cendón. NOTA: 8


“Ahora sé que hay una ciudad de oro aquí mismo. La ciudad de la juventud” John Kenyon al comienzo de narrar la historia.


1950 fue un año fundamental en el desarrollo, crecimiento y progreso del wéstern tanto desde el punto de vista cuantitativo, al filmarse ciento treinta películas ambientadas en el Far-West, como cualitativo.


Así, por una parte, dos de sus mayores especialistas, Delmer Daves y Anthony Mann, se estrenarían en el género este año rodando sendos alegatos reivindicativos tanto de la figura del nativo americano como de su cultura. El primero en “Flecha rota” llevó a cabo algo tan obvio como la humanización del piel roja y la aproximación al espectador de sus costumbres; y el segundo en “La puerta del diablo” denunció la situación de los nativos norteamericanos en el siglo XIX desprovistos del derecho a la propiedad al no tener reconocida la condición de ciudadano (1). Ambas películas fueron capitales en cuanto a la visión hollywoodiense del nativo estadounidense dando lugar a una corriente de filmes marcadamente proindios o que intentaban, al menos, comprender su forma de actuar.


Mientras que por otra parte Henry King filmó “El pistolero”, en la que sin menospreciar las convenciones del género nos mostró a un personaje complejo condicionado por su entorno personal y social, abriendo el camino al denominado wéstern psicólogico, corriente predominante durante la década de los cincuenta (2).


En este contexto Jacques Tourneur, uno de los grandes directores de cine de géneros del Hollywood clásico a pesar de no gozar del reconocimiento que merece, estrenó “Estrellas en mi corona”; un proyecto personalísimo basado en la novela homónima de Joe David Brown en el que, junto a Margaret Fitts, participó en su adaptación a la gran pantalla a pesar de no figurar acreditado en los títulos de crédito como guionista. Tal fue el entusiasmo del director nacido en París con el proyecto que ofreció a Eddie Mannix (3), uno de los pesos pesados de la Metro Goldwyn Mayer, no cobrar por su trabajo. Finalmente, ante la imposibilidad de no recibir emolumento alguno, rodó el filme rebajando notablemente su cache, hecho que condicionaría su carrera en el futuro.


La película ha sido encuadrada generalmente en el wéstern pero por sus características forma parte de una serie de filmes, entre los que destacan varios dirigidos por John Ford, englobados en lo que se ha denominado género “americana”, caracterizados por narrar con un tono costumbrista y nostálgico la vida cotidiana de la gente corriente del mundo rural de los EEUU, otorgando un peso importante a la religión. A través de este grupo de títulos los distintos directores abordaron temas como la relación del hombre con la naturaleza entendida esta como un paraiso, el apego a la tierra y al trabajo, la familia como elemento vertebrador de la sociedad o la sencillez y autenticidad de una forma de vida irremediablemente perdida. Por último, suele ser bastante habitual en estos filmes que los núcleos rurales se vean sacudidos por un acontecimiento dramático que pondrá a prueba los valores en los que se asientan e, incluso, amenazará su estilo de vida caracterizada hasta ese momento por una armonía plena.(4). 

ARGUMENTO: A través de la mirada de un niño se relata una historia que transcurre en un pueblo del sur de los EEUU.


Nunca podremos saber cuál hubiera sido el resultado de “Estrellas en mi corona” si la hubiese dirigido John Ford dado que los personajes, situaciones y temas tratados en el filme son muy cercanos al universo del genial director, pero Tourneur filmó una película entrañable, de gran hondura y corte familiar muy difícil de olvidar, en la que se dan la mano de forma natural distintos géneros como el wésten, el drama, el cine de denuncia social o el religioso, pero que desgraciadamente es poco conocida o ha caído en el olvido. De hecho, en España nunca fue estrenada y tampoco ha sido editada en DVD, por lo que se ha convertido en una de las películas más esquivas de su director.


El primer plano del filme enfocando a una capilla mientras se escucha el himno religioso que da título a la cinta para a continuación, con un travelling hacia atrás, abrir el campo visual del espectador con el objeto de poder contemplar los coches de caballos aparcados delante de ella, constituye toda una declaración de intenciones por parte del autor que contaba con fuertes convicciones religiosas. La iglesia no es sólo, como edificio, el centro del pueblo; sino que, como institución, supone el referente ético de la población. Es, por tanto, el guía espiritual y moral de esa comunidad; reforzándose, de esta forma, la idea de la importancia del espíritu del protestantismo en la construcción del nuevo país.


Una secuencia muy similar sirve de cierre a la película. Escena en la que vemos cómo todos los habitantes del pueblo, incluso los más renuentes a ello, acuden a la llamada del predicador como reconocimiento a los desvelos y esfuerzos de un hombre bueno, representante de la institución eclesiástica, cuya vida ha dedicado a los demás intentando no sólo dar consuelo espiritual a sus feligreses sino mantener la armonía y la justicia en la comunidad; habiendo sido, además, trascendental su labor en la resolución de los graves acontecimientos acaecidos recientemente en el pueblo. La iglesia, a través del predicador Gray, se convierte, por tanto, en garante tanto del bienestar físico y moral de la población como de su cohesión.

Entre ambas escenas Tourneur nos regala una historia conmovedora, de gran autenticidad, indudable belleza y profundamente poética relatada a través de los ojos de uno de los personajes principales, John Kenyon, acontecida cuando éste era un niño. De ahí la sublimación del pueblo y de su forma de vida ya que el narrador se retrotrae al territorio mágico de la infancia, por lo que el filme adopta desde el primer momento un tono nostálgico, resaltándose la añoranza por un tiempo pasado y feliz. 


Adoptado por el predicador y su mujer, a la vez tía del joven, aquel, sin duda idealizado por el chaval, se convertirá en su referencia y el modelo a seguir, incluso en los detalles más insignificantes que recalcan a lo largo de la película la complicidad existente entre ambos. Así el crío se esforzará por llevar el sombrero como su padre adoptivo y repetirá sus pequeñas costumbres como probar con un dedo el pastel cocinado por su tía o cortar una rebanada de pan antes de sentarse a la mesa. Su mundo gira en torno a la figura del predicador, de tal forma que llega a afirmar: “A mí lado, como siempre, está el pastor”; y en consonancia con esta apreciación el relato se inicia con la llegada, una vez finalizada la Guerra de Secesión, de Josiah Doziah Gray a Walesburg, una pequeña población rural enclavada en el sur de los EEUU, con la intención de predicar la palabra del Señor. Con una envidiable capacidad de síntesis Tourneur nos muestra el esfuerzo realizado por el predicador, desde su primer sermón a punta de revólver llevado a cabo en el saloon (5), para ganarse la confianza de los habitantes del pueblo. Hecho que culminará con la construcciónde su anhelada Iglesia.


A partir de ese momento se suceden a lo largo de la cinta escenas sobre la vida cotidiana de los vecinos de Walesburg con un marcado tono luminoso y melancólico (6) con el objeto de que el espectador se familiarice con los habitantes del lugar y su forma de vida caracterizada por la paz, la concordia y la fraternidad, de tal forma que incluso las escasas reyertas acaban, tras la contundente intervención del reverendo, con la risa de todos los participantes; muestra de la recuperación de la camaradería entre los habitantes del pueblo.


Sin embargo, en la segunda y, para mí, magistral parte de la película narrada con un tono mucho más sombrío por el director y en la que el drama se adueña del filme, este mundo ideal se verá azotado por una doble epidemia: física al ser víctimas de las fiebres tifoideas que harán estragos entre la población más joven de Walesburg, y moral al brotar el fantasma del racismo y la intolerancia en buena parte de los vecinos del pueblo. De tal manera que ambas epidemias le permitirán al director construir el relato, como era habitual en él, a través de una dualidad, en este caso doble.


La primera dualidad consistiría en la oposición entre la ciencia, encarnada por el joven doctor hijo del recientemente fallecido médico del pueblo, y religión, representada por el predicador. Dicha controversia se anuncia en la esplendida escena relativa a la moribunda viuda Smith con la forma de abordar el problema por ambos. Así, mientras el doctor toma el pulso de la paciente, el predicador se arrodilla y reza junto a la cama para, tras el fallecimiento de la enferma, afirmar el médico:”Todo acabó” y contestarle el reverendo: “No doctor, acaba de empezar”.

La paradoja reside, sin embargo, en que ambos pese a mantener posturas encontradas, en el fondo son personas muy similares. Individuos comprometidos con la sociedad, han asumido su deber de sacrificarse por ella y dar lo mejor de sí mismos para aliviar las dolencias de sus miembros; y los dos se verán superados por los acontecimientos que vivirán poco después.


Unos acontecimientos planteados por el director, una vez más, de forma ejemplar ya que el espectador desde el primer momento conoce la causa del contagio, las aguas de un pozo, dato ignorado por los protagonistas del drama, con lo que consigue trasladar al público la sensación de angustia e impotencia padecida por éstos. Así, por primera vez, al pensar que ha sido el portador de la enfermedad, el predicador flaqueará y se planteará la necesidad y la utilidad de su labor; mientras que el doctor, hasta ese momento representante del más absoluto racionalismo, comenzará a entender la labor del reverendo al proporcionar sosiego y consuelo allí donde la medicina fracasa e, incluso, acudirá a Joshua a petición de una agonizante Faith (7), su prometida. Esta situación da lugar a una escena silente memorable, de una enorme emotividad y sutileza, en la que vemos al predicador arrodillarse y rezar por la desahuciada enferma mientras escuchamos un precioso tema compuesto por Adolph Deutsch; para, a continuación, moverse ligeramente los visillos de una ventana abierta, símbolo más que probable de la intervención divina, al mismo tiempo que la enferma recuperada abre los ojos y mira al reverendo.


El mensaje es claro, la oposición entre fe y razón es falsa pues ambas son necesarias, se complementan y persiguen el mismo objetivo: la sanación, de los cuerpos la medicina y de las almas la religión. Este posicionamiento queda perfectamente resumido por el veterano médico al comentarle a su hijo sabiendo que la muerte le acechaba: “Tu cuidarás ahora a los vecinos por mí. Bueno, tú y el pastor”.


La dramática situación se resolverá al comentarle Kenyon, el primero en caer enfermo, a su padre adoptivo que probablemente la causa de la enfermedad fuese el agua del pozo de la que bebió en verano a pesar de estar sellado, no volviéndose a utilizar dicho pozo hasta el comienzo del siguiente año lectivo, momento en el que se desencadenó la epidemia. Josiah trasladará al médico la información lo que supondrá el principio del fin de la enfermedad; en cuya resolución, por tanto, el predicador habrá jugado un papel fundamental.


La otra dicotomía radica en la oposición entre civilización-ley y barbarie-violencia representada a través de la situación vivida por el tío Famous. Dueño de una pequeña granja, circunstancia para mí poco creíble por la época y el lugar en el que se desarrolla la acción al ser un negro manumitido, será presionado por Lon Backet para vender sus tierras, ambicionadas por el potentado minero al estar atravesadas por una veta de mica. Tras rechazar la oferta, su granja será asaltada, arrasando sus cultivos y matando a su escaso ganado, para posteriormente, y vestidos con la indumentaria del Ku-Klus-Klan, amenazarle con la muerte si no abandona su propiedad. La semilla del odio, la irracionalidad, el racismo y la locura se ha sembrado entre la población de Walesburg, y será de nuevo el reverendo quien jugará un papel capital para acabar con ella sin utilizar la violencia como pretendía, para proteger tanto al tío Famous como al propio Gray, su amigo Jed.


Con las únicas armas de su integridad, oratoria, sagacidad, determinación y la autoritas lograda después de tantos años de servicio a la comunidad el pastor conseguirá disolver al grupo. Para ello, en otra de las grandes y emotivas escenas de la película de una enorme fuerza, leerá el testamento del tío Famous nombrando a cada uno de los miembros del grupo salvaje y el bien que les deja el anciano en función de la relación mantenida con ellos en el pasado, por lo que cada objeto legado tiene un valor sentimental tanto para el desdichado viejo como para el vecino que lo recibiá. Joshia, al individualizar a cada miembro de la jauría consigue que dejen de formar parte de la turba anónima en la que se habían convertido; al mismo tiempo que los humaniza, les desarma desde el punto de vista moral y les hace avergonzarse de su aberrante actuación, abandonando estos definitivamente sus pretensiones.


Posteriormente, el espectador comprobará cómo las hojas que supuestamente contenían el testamento están en blanco y todo ha sido un ardid del pastor basado en el profundo conocimiento del verdadero carácter de sus feligreses y del alma humana. La inteligencia y la racionalidad han vencido a la brutalidad y a la insensatez, y ante la afirmación de Kenyon, al recoger las hojas en blanco, en el sentido de que: “Esto no es un testamento”, el reverendo le contestará “Sí que lo es hijo, es el recurso de Dios”. El reverendo, conforme a sus creencias, ha utilizado el bien más preciado que nos ha regalado el Señor y que nos diferencia del resto de los seres vivos, el intelecto.


A través de esta subtrama la película, por tanto, aborda uno de los aspectos más oscuros de la sociedad norteamericana en un momento, 1950, en el que se iniciaba la lucha por los derechos de las minorías en los EEUU; adoptando una postura muy valiente al mismo tiempo que crítica con la aparente protección legal de la que disfrutaban dichas minorías. Cuestión plasmada en la conversación que mantienen en la parte inicial del filme Joshia, John y el tío Famous tras la jornada de pesca. Así, cuando el chaval le comente al anciano que la ley le ampara frente a las pretensiones del magnate, éste le contestará: “Sólo por decirlo no se convierte en realidad”.

Por último, tengo que hacer referencia al plantel de actores de los que se sirvió Touneur para poner en pie este inolvidable microcosmos.


Al igual que los hechos narrados, la película gira alrededor de Joel McCrea, actor muy adecuado tanto por su forma de entender la interpretación, poco dada a los excesos y a la grandilocuencia, como por la imagen que se había forjado a través de sus películas con personajes mayoritariamente íntegros y honestos (8); de hecho el artista siempre afirmó que había sido uno de los rodajes en los que se había sentido más a gusto.


En el rol de su esposa nos encontramos con Ellen Drew a la que el director reservó otra de las escenas más emotivas de la película cuando, enfermo de gravedad Kenyon y temiéndose por su vida, se reprocha a sí misma el haberle tratado en determinadas ocasiones con rudeza mientras su marido le retira delicadamente los alfileres del pelo.


Al narrador le dio vida un joven Dean Stokwell, quien realiza un trabajo impecable, alejado de la habitual ñoñería de este tipo de personajes, demostrando por qué en su momento fue una de las grandes promesas de Hollywood (9).



Junto a ellos secundarios de la talla de Alan Hale como Jed Isbell, compañero de armas de Joshia durante la Guerra de Secesión, quien mantiene una estrecha relación de camaradería con el predicador, siempre presto a ayudarle, y de respeto a las creencias del pastor aunque mantenga posiciones cercanas al agnosticismo y se niegue a acudir a la iglesia a pesar de los continuos intentos de su amigo. Juano Hernández en el papel del tío Famous, un personaje que vivirá una situación similar a la padecida por el mismo actor un año antes en el drama de denuncia social dirigido por Clarence Brown “Han matado a un hombre blanco”. O Ed Begley en el papel de Lon Backet, un codicioso magnate capaz de ahorcar a un hombre al que conoce desde que era un niño para adueñarse de su propiedad.


“Estrellas en mi corona”, una joya cuya reivindicación resulta urgente, pertenece a ese grupo escogido de películas, como “¡Qué bello es vivir!” (Frank Capra, 1946) o “El hombre tranquilo” (John Ford, 1956), capaz de devolverte la fe en el ser humano y hacerte ver la vida con más optimismo. ¿Se puede pedir más? 


(1) Esta circunstancia, del todo aberrante, en la que los nativos estadounidenses fueron despojados de sus legítimas propiedades se mantendría hasta 1924 cuando por fin se les reconoció la ciudadanía estadounidense.



(2) Existen ejemplos de wésterns psicológicos anteriores a “El pistolero,” como por ejemplo “Perseguido” (Raoul Walsh) o “La mujer de fuego” (André de Toth) ambas de 1947 y ya reseñadas en este blog, pero fue a raíz del filme de King cuando se popularizó y se desarrolló este subgénero. 

(3) Precisamente en 2016 los hermanos Coen estrenaron “¡Ave César!” película basada en este oscuro personaje encargado de resolver los trapos sucios de la major.

(4) Junto a varios fimes de John Ford como “El juez Priest” (1934), su remake “El sol siempre brilla en Kentucky” (1953), “El joven Lincoln” (1939) o, incluso, “La ruta del tabaco” (1941), podemos incluir, entre otros títulos, dentro de este grupo a “Sinfonía de la vida” (Sam Wood, 1940), “Aguas pantanosas” (Jean Renoir, 1941), la ya citada “Han matado a un hombre blanco” (Clarence Brown, 1949), “El pozo de la angustia” (Russell Rouse-Leo C. Popkin, 1951), “La gran prueba” (William Wyler, 1956) y “Matar a un ruiseñor” (Robert Mulligan, 1962) con el que este filme presenta muchas semejanza: desde el narrador, un niño; pasando por el papel protector del protagonista (como en el filme de Mulligan cuando recobra el conocimiento tras su enfermedad Kenyon comprueba que el predicador permanecía vigilante al lado de su cama), hasta la escena del intento de linchamiento de tío Famous abortada por el protagonista sin utilizar la violencia.

(5) Las similitudes de esta escena con la secuencia de la presentación del reverendo Jonathan Rudd en “El póquer de la muerte” son notables, por lo que no sería extraño que Henry Hathaway hubiera tenido en cuenta la película de Tourneur a la hora de rodarla.

(6) John pesca junto al tío Famous, presentándonosla como una actividad que propicia el encuentro intergeneracional; el reverendo Gray charla en un porche con el anciano médico del pueblo, para posteriormente asistir a su entierro; John mantiene en un carro de heno una conversación con otro chaval en el que le cuenta que si fuera Dios lo primero que haría sería parar el tiempo durante el verano para no ir a la escuela; nos presentan a Jed Isbell, gran amigo del reverendo, trabajando en su granja para, a continuación, mostrarnos a sus cinco hijos; etcétera.

(7) No creo que el apellido de la enferma, Faith, en castellano fe, fuese elegido de forma casual.

(8) Tourneur volvería a contar con él para los papeles protagónicos de “Wichita” y “El jinete misterioso” (también concocido como “La ley del juez Thorne”), dos wésterns rodados en 1955 en los que interpretó a personajes, el famoso sheriff Wyatt Earp y el juez Thorne, caracterizados por su autoritas.

(9) Joel McCrea y Dean Stokwell coincidirían de nuevo en “Amigos bajo el sol” (Kurt Neumann, 1951) adaptación al universo del wéstern del clásico de aventuras filmado en 1937 por Victor Fleming “Capitanes intrépidos”.

sábado, 19 de mayo de 2018

UNIÓN PACÍFICO

(Union Pacific, 1939)

Dirección: Cecil B. DeMille
Guion: Walter DeLeon, C. Gardner Sullivan, Jesse Lasky Jr, Jack Cuningham

Reparto:
- Barbara Stanwyck: Mollie Monahan
- Joel McCrea: Jeff Butler
- Akim Tamiroff: Fiesta
- Robert Preston: Dick Allen
- Lynne Overman: Leach Overman
- Brian Donlevy: Sid Campeaus
- Robert Barrat: Duke Ring
- Anthony Quinn: Cordray
- Stanley Ridges: General Casement
- Francis McDonald: General Dodge
- Henry Kolker: Asa M. Burrows
- Evelyn Keyes: Mrs. Calvin
- Lon Chaney Jr.: Dollarhide
- Ward Bond: Tracklayer
- Jack Pennick: Harmonicist
- Will Geer: Foreman

Música: Sigmund Krumgold, John Leipold
Productora: Paramount Pictures (USA)

Por Jesús Cendón. NOTA: 7.

“¡Doctor! ¡Que llamen al doctor!” “Cuando Jeff dispara no hacen falta médicos, sino enterradores” Conversación entre dos parroquianos tras haber acabado Jeff con Cordray.


El final de la década de los treinta supone un punto de inflexión respecto a la consideración por parte de la industria hollywodienese del wéstern como género menor. Hasta esa fecha y salvo notables excepciones como “La gran jornada” (1930), gran película de Raoul Walsh sin el éxito merecido que el propio director homenajea en “Los implacables” (1955), película ya reseñada en este blog, o “Cimarron” (Wesley Ruggles, 1931), primer filme del Oeste ganador del Oscar a la mejor película, los wésterns se circuncribían a las denominadas minors (Republic, Monogram, entre otras) y eran producciones realizadas en serie y caracterizadas por su bajo presupuesto, sus ingénuos guiones, su corta duración y unos personajes estereotipados; en definitiva, meras películas de entretenimiento centradas en las escenas de acción y destinadas a las sesiones dobles en las salas cinematográficas.


A partir de finales de la década de los treinta las seis majors (sobre todo la 20th Century Fox y la Warner Brothers y, en menor medida, la United Artits, la Paramount, la Metro Goldwyn Mayer y la RKO) y dos de las denominadas majors menores (Universal y Columbia) comenzarán a interesarse por este tipo de filmes con producciones de presupuesto superior, guiones de mayor hondura y personajes más complejos, hecho que supuso un cambio radical tanto respecto a la concepción, como a la percepción de este género.


Para ello, recurrieron en este primer momento a la recreación de la vida de personajes del Far-West elevados a la categoría de mitos, como los hermanos James en las producciones de la 20th Century Fox “Tierra de audaces“ (King Vidor, 1939) y “La venganza de Frank James” (Fritz Lang, 1940), el juez Roy Bean en el filme de la Samuel Goldwyn Company “El forastero” (William Wyler, 1940), el general Custer en la película de la Warner Brothers “Murieron con las botas puestas” (Raoul Walsh, 1941), “Billy el Niño” (David Miller, 1941) de la Metro Goldwyn Mayer o “Belle Starr” (Irving Cumings, 1941) también de la 20th Century Fox.


En otras ocasiones el reclamo era el nombre de un estado o de una ciudad como en “Arizona” (George Marshall, 1939) de la Universal, “Dodge ciudad sin ley” (1939) y “Virginia City” (1940) ambas dirigidas por Michael Curtiz en el seno de la Warner Brothers o “Arizona (Wesley Ruggles, 1940) y “Texas (George Marshall, 1941) de la Columbia.


Por último nos encontraríamos en esta primera etapa de reivindicación del wéstern como género mayor con filmes que recreaban, con mayor o menor fidelidad, hechos históricos como coartada para embarcarse en grandes producciones. Es el caso de “Camino de Santa Fe” (Michael Curtiz, 1940) película de la Warner Brothers sobre la revuelta provocada por el abolicionista John Brown, “Paso al noroeste” (King Vidor, 1940) cinta de la Metro Goldwyn Mayer ambientada en el conflicto anglo-francés del siglo XVIII, o “Espíritu de conquista” (Fritz Lang, 1941) largometraje de la 20th Century Fox sobre la construcción de la primera línea de telégrafo en el Oeste.

“Unión Pacífico” se encontraría encuadrada dentro de este tercer bloque de primigénios wésterns producidos por una major.


ARGUMENTO: La Union Pacific, junto a la Central Pacific, recibe el encargo del gobierno de los EEUU de unir por vía férrea el país desde la costa del Atlántico hasta la del Pacífico. Para evitar los sabotajes, la compañía contrata a Jeff Butler, oficial distinguido durante la reciente Guerra de Secesión, que pronto se sentirá atraído por Mollie Monahan, empleada de la compañía de la que también está enamorado Dick Allen, compañero del ejército de Jeff, enrolado en el grupo de saboteadores.


Hablar de Cecil B. DeMille es hablar de una concepción del cine fastuosa y grandiosa en el que prima el concepto de espectáculo. De un director que maniobraba, como pocos, en las grandes superproducciones puestas en píe por él desde la época silente.

Así es recordado por títulos como la versión muda de “Los diez mandaminetos” (1923) y su famoso remake en color de 1956, “Rey de reyes” (1927) versionada en 1961 por Nicholas Ray, “Las Cruzadas” (1935), “Piratas del Mar Caribe” (1942) o “El mayor espectáculo del mundo” (1952).


Al wéstern se aproximó en cuatro ocasiones: “Bufalo Bill” (1936) centrada en la vida de tres figuras legendarias, Bill Hikcok, Calamity Jane y Bufalo Bill; “Policia Montada del Canadá” (1940), el prewéstern “Los inconquistables” (1947) y la película que nos ocupa, único filme del Oeste de DeMille no protagonizado por Gary Cooper.


En esta ocasión partió de un relato de Ernest Haycox, prestigioso escritor wéstern y autor, entre otras, de la magnífica novela “Cornetas al atardecer” recientemente publicada por la editorial Valdemar en su colección Frontera, sobre la construcción del primer ferrocarril transcontinental en los EEUU para filmar una grandiosa epopeya con una marcada intención política, la exaltación del gobierno y las instituciones de los EEUU a través de la construcción de una obra faraónica en un momento en el que, a pesar de estar todavía vivo el recuerdo de la crisis del 29, se vislumbraba la recuperación gracias al “New Deal” del presidente Roosevelt, caracterizado por una política intervencionista con medidas como el fomento de la obra pública. Al mismo tiempo que presenta a los estadounidenses como un pueblo escogido con un destino que cumplir, la conquista de un continente.


Cine pues de exaltación nacional, envuelto en una película de aventuras, en el que el ferrocarril no sólo simboliza, mediante el encuentro final de las locomotoras de las dos compañías en liza, la definitiva unión de un país tras la cruenta guerra civil vivida, sino también la era industrial, el progreso y la civilización, al ir construyéndose ciudades allí por donde pasaba el tren.


DeMille concibió su proyecto a lo grande, como una superproducción con un presupuesto de un millón de dólares (sin duda estaba en la cima de su carrera ya que pocos directores sabían interpretar los gustos de los espectadores como él) y el resultado fue una superproducción con una duración muy superior a la standard, más de ciento treinta minutos, de una gran veracidad, consecuencia de la labor de investigación y documentación gracias al apoyo decidido de la propia Unión Pacífico de tal forma que por momentos se asemeja a un documental, rodada en numerosas localizaciones (Oklahoma, Iowa, Utah, California, etcétera), con un aliento épico descomunal, abundantes escenas con gran cantidad de figurantes que el director sabía filmar como pocos y un prestigioso reparto.


En resumen, una película grandiosa en la que sobresalen las escenas de acción y entre ellas el robo del tren por unos bandidos y su posterior persecución por los hombres de la Unión Pacífico; y el colosal ataque indio al caballo de hierro, una secuencia que todavía provoca mi asombro al combinar de forma frenética el espectacular descarrilamiento del tren, magistralmente rodado, con el ataque de los indios al vagón en el que los escasos supervivientes llevan a cabo una defensa numantina y el rescate del ejército transportado por otro tren que debe atravesar un puente incendiado previamente por los pieles rojas. Apabullante. Y no contento con este tramo de la película que deja al espectador sin aliento, nos vuelve a regalar otra gran escena con el descarrilamiento en una montaña nevada de otro convoy.


Lástima que la película no se muestre tan convincente narrando el triángulo amoroso vivido por los tres personajes principales (Molly, Jeff y Dick) que, además, no ha envejecido demasiado bien. El director no trasmite correctamente la atracción entre Molly y Jeff, cuya relación se resiente por la escasa química mostrada por los actores que los interpretan al mostrarse excesivamente fríos.


Más acertado se encuentra DeMille al describir la relación existente entre Jeff y Dick, dos antiguos camaradas que lucharon juntos en la Guerra de Secesión y se salvaron mutuamente la vida, ahora enfrentados no sólo por el amor de una mujer sino por encontrarse en bandos opuestos. Porque la película también aborda el tema de la amistad masculina perdida y posteriormente recuperada en una gran escena, tras el ataque indio al convoy, que destila autenticidad.


El filme además cuenta con un reparto adecuado. Barbara Stanwyck interpreta con energía a Mollie, una mujer de gran personalidad que a lo largo del filme se nos revela como un personaje entrañable. Joel McCrea era el intérprete idoneo para dar vida a Jeff, el típico héroe sin mácula. Lástima la frialdad que muestran ambos en su relación. Mientras que un casi debutante Robert Preston, sólo tenía tres películas en su haber, se muestra convincente como Dick. Para mí es el personaje más interesante del filme por sus luces y sus sombras, al debatirse entre sus sentimientos hacia Jeff y sus “obligaciones profesionales”.


Junto al trío protagonista debemos destacar a un excelente Brian Donlevy, especializado en roles negativos, como el villano Sid Campeus, jefe de Dick; sin duda la película se resiente por su ausencia durante gran parte del metraje; Akim Tamiroff en un papel abiertamente cómico; y un jovencísimo Anthony Quinn, a la sazón yerno del director, en el papel de uno de los pistolero de Sid.


“Unión Pacífico” no es una obra maestra, ni tan siquiera uno de los mejores wésterns rodados, al tratarse de una película desigual y excesivamente autocomplaciente; sin embargo fue fundamental para la evolución posterior del género, demostrando que este podía ser rentable si al público se le ofrecían historias lo suficientemente atractativas y bien construidas. Obra de un director para el que “el gran secreto del éxito en el cine lo constituye una buena construcción dramática”.

Como curiosidad comentaros que:

- La película se alzó con la Palma de Oro del Festival de Cannes en su primera edición, premio que nunca fue entregado por el estallido de la Segunda Guerra Mundial. El festival no se reiniciaría hasta 1946. 

- En el filme se utilizó el mismo clavo de oro de 1869 con el que se finalizó la construcción del ferrocarril.

- Fue nominada a varios Oscars pero debido a la competencia de “La diligencia” y, sobre todo, de la sobrevalorada “Lo que el viento se llevó”, sólo obtuvo el merecidísimo premio a los efectos especiales.

- A Cecil B. DeMille le operaron durante el rodaje y fue sustituido temporalmente por Arthur Rosson y James Hogan; quizás sea esta la causa de la irregularidad del filme.

- En la película trabajaron unos casi irreconocibles Ward Bond, Will Geer y Jack Pennick, posteriormente secundarios habituales de este género.



jueves, 10 de mayo de 2018

WICHITA, CIUDAD INFERNAL

(Wichita, 1955)

Dirección: Jacques Tourneur
Guion: Daniel B. Ullman.

Reparto:
- Joel McCrea (Wyatt Earp)
- Vera Miles (Laurie McCoy)
- Lloyd Bridges (Gyp Clements)
- Wallace Ford (Arthur Whiteside)
- Edgar Buchanan (Dock Black)
- Peter Graves (Morgan Earp)
- Keith Larsen (Bat Masterson)
- Carl Benton Reid (Mayor Andrew Hope)
- John Smith (Jim)
- Walter Coy (Sam McCoy)
- Robert J. Wilke (Ben Thompson)
- Jack Elam (Al)

Música: Hans J. Salter
Productora: Allied Artits (USA)

Por Jesús Cendón. NOTA: 7’5

“No pierda la esperanza. No dude que ese hombre ha nacido para ejercer la ley”. Conversación sobre Wyat Earp mantenida por el juez Andrew Hope y Sam McCoy, uno de los benefactores de la ciudad de Wichita


Cuando se cita a Jacques Tourneur (1904-1977), director generalmente enmarcado en producciones de presupuesto bajo o medio aunque este hecho no le impidió dirigir a grandes estrellas como Robert Mitchum, Kirk Douglas o Burt Lancaster, recordamos el tríptico de películas de corte fantástico realizadas entre 1942 y 1943 junto a Val Lewton para la RKO (“La mujer pantera”, “El hombre leopardo” y “Yo anduve con un zombie”), género al que regresaría con la excelente “La noche del demonio” (1957); así como “Retorno al pasado” (1947), obra maestra del cine negro, y dos maravillosos filmes de aventuras tan vitalistas como dinámicos: “El halcón y la flecha” (1950) y “La mujer pirata”(1951).



Sin embargo su contribución al wéstern, que sin alcanzar el áltísimo nivel de los títulos anteriormente citados no es nada desdeñable, suele olvidarse a pesar de constituir uno de los géneros más abordados por el realizador francoestadounidense a lo largo de su carrera y de que tanto “Estrellas en mi corona” (1950), mixtura entre drama rural y wéstern, como “Wichita, ciudad infernal” se encontraban entre sus películas preferidas.



El filme fue producido por la Allied Artits, compañía fundada a iniciativa del mítico productor Walter Mirish quien como productor ejecutivo de la Monogram (minor hollywoodiense surgida en los años treinta y especializada en filmes de muy bajo coste, fundamentalmente pertenecientes al género wéstern) convenció a su dueño, Steve Broidy, para crear una nueva división con el objeto de realizar producciones algo más prestigiosas y costosas. Allied Artits y Monogram convivirían desde 1946 hasta 1953, año en el que la segunda quedaría definitivamente integrada en la primera.



ARGUMENTO: A Wyatt Earp, un excazador de bisontes, tras abortar el asalto al banco de Wichita le ofrecen el cargo de sheriff de la ciudad. Inicialmente lo rechazará pero tras la muerte accidental de un muchacho decidirá acabar con los disturbios provocados por los ganaderos, actitud que le granjea la enemistad de los comerciantes locales temerosos de perder los pingües beneficios que aquellos les reportan.



Wyatt Earp, figura clave en la mitología del Lejano Oeste, ha sido llevado a la pantalla en numerosas ocasiones, pero casi siempre teniendo como referencia su famoso enfrentamiento con el clan de los Clanton en el OK Corral de la ciudad de Tombstone. La originalidad de la cinta de Tourneur radica al mostrarnos a un Earp en un período anterior al del legendario tiroteo.



La presentación del personaje supone toda una declaración de principios por parte del director. Así, al igual que los ganaderos, contemplaremos en lontananza su diminuta figura perdida en la grandiosidad del paisaje. Con este plano, Tourneur humaniza al mito y muestra su fragilidad como la de cualquier ser humano; para a continuación engrandecer su figura enfocándolo más de cerca montado a caballo en un suave contrapicado, para lo que situa la cámara a la altura de los ganaderos sentados en la hierba. La intención del director, como luego se confirmará a lo largo de la película, es manifiesta: la grandeza del personaje no radica en sus habilidades sobrehumanas, como les ocurría a los héroes de la mitología griega hijos de dios y mortal, sino tan sólo en su interior; en su código de honor, en su sentido de la justicia y en sus principios éticos superiores a los de los hombres con los que se relaciona.



Porque la película sobre todo trata de la defensa de la justicia y de la legalidad frente a intereses espurios (el protagonista en un momento dado llega a afirmar: “No se trata de quien tienen razón sino de lo que es justo”) y de la fidelidad a uno mismo y a unos valores aunque este hecho suponga el enfrentamiento con los demás.



Así, el trabajo de Torneur destaca, junto a su probada elegancia, su talento para la puesta en escena y el gran partido desde el punto de vista formal que obtiene del formato en Cinemascope, por volver a utilizar una historia aparentemente simple para abordar temas de gran hondura, ofreciendo una visión ácida del desarrollo de los EEUU.



Para ello nos presenta una ciudad, Wichita, que acaba de convertirse en uno de los nudos ferroviarios más importantes del país. Una urbe, por tanto, en pleno crecimiento y desarrollo al ser clave en el transporte del ganado a otros territorios del estado pero que, al mismo tiempo, sufre las contrariedades de este enriquecimiento personificadas en forajidos y, sobre todo, cowboys que toman al asalto la ciudad en noches de excesos y alcohol. Al intentar frenar estos excesos, tras haber sido nombrado sheriff, Earp se encontrará con la incomprensión, cuando no el rechazo, de los voraces especuladores de la ciudad que, anteponiendo sus intereses económicos al bienestar de la mayoría de los ciudadanos, sentirán la actitud y el comportamiento del héroe como un freno al engrandecimiento de la ciudad y a su enriquecimiento personal. Así los mismos que le nombraron para que les protegiera de los bandidos, conspirarán contra él con el objeto de destituirle.

El mensaje es claro, el capital, representando por los prohombres de la ciudad, se sirve de la ley y la utiliza en su propio beneficio, aunque esta actitud afecte a la convivencia y perjudique a la mayoría.





En este sentido cobran gran importancia dos escenas, una primera en la que se reúnen el juez y tres de los próceres de Wichita para conspirar contra Earp y la posterior cena de estos con Wyatt, en la que el sheriff, con una lógica democrática impecable, les acusa de arrogarse la representación de la población de la urbe, derecho cuya posesión tan sólo corresponde a aquellos que han sido elegidos. Valores democráticos reafirmados por nuestro protagonista en otra escena, al afirmar ante Dock Blak (dueño de un saloon y declarado enemigo de Earp) que todos los ciudadanos son iguales y ninguno ostenta privilegios.



Al mismo tiempo el filme nos relata el fin de una época provocado por la expansión del ferrocarril (elemento fundamental para la civilización del oeste) y el nacimiento, con el desarrollo del capitalismo, de un período más sútil en el que los pistoleros darán paso a los especuladores cuya arma fundamental será el dinero, a través del cual controlarán a las distintas instituciones.



Para interpretar al personaje de Earp se escogió a Joel McCrea un actor con el que Tourneur había colaborado en dos wésterns anteriores: el citado “Estrellas en mi corona” (1950) y “El jinete misterioso” (1955), también conocido como “La ley del juez Thorne”, con el que “Wichita” guarda ciertas semejanzas. La elección no pudo ser más afortunada ya que, a pesar de contar cuando se rodó la película con cincuenta años mientras Earp no llegaba a los treinta, el actor nacido en California representaba como pocos intérpretes valores como la integridad, la honradez y la tenacidad; asociándose su imagen cinematográfica con la del héroe integro e incorruptible. Imagen ideal para encarnar a Earp, un hombre que, además, a lo largo de la película mostrará su rechazo por el uso de las armas (en distintas escenas afirma su intención de no matar a nadie).



De hecho, a lo largo de su dilatada carrera, Joel McCrea, además de dar vida a Wyatt Earp, interpretó a distintos personajes históricos elevados a mitos: Buffalo Bill, Sam Houston o Bat Masterson.



Junto a él, Vera Miles, actriz no excesivamente reconocida a pesar de haber realizado interpretaciones memorables para directores como John Ford, Alfred Hitchcock o Henry Hathaway, protagoniza la inconsistente historia de amor a la que, no obstante, Tourneur no presta demasiada atención para evitar la distracción del espectador de la trama principal; y un grupo de grandes secundarios habituales en este tipo de producciones encabezados por Wallace Ford como el alcoholizado y preclaro director del periódico, representante de un poder que sirve a la verdad constituyéndo un contrapeso a la voracidad especulativa de los grandes empresarios; Edgar Buchanan en el rol de Dock Black; y Lloyd Bridges y Jack Elam como dos de los pendencieros vaqueros.



En definitiva, estamos ante un wéstern que como lo califico el propio Tourneur “se apartaba de lo ordinario”. Una película, excelentemente fotografiada por Harold Lipstein y con un gran tema musical interpretado por la estrella del country Tex Ritter, contada en tiempo record, ochenta y un minutos,  por un magnífico director que a la pregunta de un periodista sobre cuál creía que sería su lugar en la historia del cine no dudó en contestar: “Ninguno… soy un realizador muy mediano, he hecho mi trabajo lo mejor posible, con todas mis limitaciones”. Actitud de la que podían tomar nota algunos directores actuales excesivamente pagados de sí mismos y empeñados en inventar el cine en cada plano.



Como curiosidades comentaros que Sam Peckinpah hizo un pequeño papel como empleado del banco y que Jody McCrea, hijo de Joel, también intervino en la película.