NOSOTROS

jueves, 20 de octubre de 2016

LA DILIGENCIA

(The stagecoach) - 1939

Director: John Ford
Guion: Dudley Nichols

Intérpretes:
- Claire Trevor: Dallas
- John Wayne: Ringo Kid
- Thomas Mitchell: Doc Boone
- Andie Devine: Buck
- John Carradine: Hartfield
- Louise Platt: Lucy Mallory
- George Bancroft: Marshall Curley
- Donald Meek: Samuel Peacock
- Berton Churchill: Gatewood
- Tim Holt: Teniente Blanchard   

Música: Temas populares arreglados, entre otros, por Richard Hageman

Productora: Walter Wanger Production 
País: Estados Unidos

Por: Jesús CendónNota: 8,5

"Somos las víctimas de un morbo infecto llamado prejuicios sociales" (El doctor Boone a Dallas inmediatamente antes de ser expulsados de Tonto por los miembros de la Liga de la Ley y el Orden)


ARGUMENTO: Un grupo de individuos viaja de Tonto a Lordsburg. Pronto se les unirá un proscrito, Ringo Kidd. Juntos deberán vencer a sus prejuicios morales y hacer frente a numerosos peligros, entre los que se encuentra  la revuelta del apache Gerónimo.


Quizás no sea el mejor western de la historia del cine pero, sin duda, es uno de los más importantes y de mayor influencia porque convirtió lo que hasta ese momento era un género considerado menor, caracterizado, salvo escasas excepciones, por producciones realizadas en serie destinadas a rellenar las sesiones dobles a base de historias simples y con personajes planos, en un género para adultos con argumentos más complejos y personajes perfectamente definidos. El resultado fue que por primera vez, si exceptuamos “Cimarrón” (Wesley Ruggles, 1931), un western estuvo nominado a siete Oscar, incluidos a los de mejor película y director; aunque tuvo la fatalidad de competir con “Lo que el viento se llevó”,  por lo que sólo fue galardonada con dos frente a los diez que obtuvo la lujosa y plúmbea producción de David O. Selznick quien, curiosamente, había rechazado el proyecto de Ford. Sin embargo creo que el tiempo ha puesto a ambas películas en su lugar.

Se trata por tanto del western que indicó por dónde debía transitar este género, pero además a través del relato de un grupo heterogéneo de individuos enfrentados a un enemigo común en el que se combinan perfectamente aventura, humor, principalmente con el personaje de Curly, y amor, Ford nos da una visión nada complaciente de una sociedad hipócrita y puritana, caracterizada por sus prejuicios y obsesionada por las apariencias; y al mismo tiempo crítica el capitalismo salvaje, representado en el banquero estafador que exige la inexistencia de controles en las actividades de los hombres de negocios (supongo que la crisis del 29 todavía estaba muy presente). Un individuo insolidario cuyos lemas son: “América para los americanos. El gobierno no debe intervenir en los negocios. Reducir impuestos. Un hombre de negocios como presidente”; pero que no duda en exigir la protección de ese estado que tanto denuesta, representado por el ejército, cuando lo necesita. Estamos ante un patriota de boquilla y “anarcoliberal” que intenta enriquecerse robando las nóminas de sus conciudadanos. Personaje, desgraciadamente, muy actual.

Para rematar su visión, establece una constante dialéctica entre las clases populares y la aristocracia (muy representativa en este sentido es la escena en la que Lucy se levanta de la mesa para no permanecer sentada junto a Dallas), mostrando más simpatía por los personajes marginales, seres imperfectos pero de mayor humanidad: la prostituta Dallas (personaje que se caracteriza por su solidaridad y está interpretado por una convincente Claire Trevor, aunque inicialmente se pensó en Marlene Dietrich para darle vida); el alcoholizado pero lúcido Doctor Boone (un genial Thomas Mitchell justamente galardonado con el Oscar a mejor actor secundario) al que Ford reserva la frase final que define en gran parte a la película: “Ya se han librado de las ventajas de la civilización”; o el prófugo de la justicia Ringo, acusado injustamente de un crimen que no cometió (un joven John Wayne en uno de sus primeros papeles importantes tras el injusto fracaso en taquilla del excelente western “La gran jornada” dirigida en 1930 por Raoul Walsh).


Mientras que parece retratar con más severidad a los honorables miembros de esa sociedad: Lucy, la altiva, estirada y clasista mujer de un oficial; el caballero del sur devenido en vulgar fullero (el fordiano John Carradine) al que parece importarle solamente el personaje anterior al reconocer en ella a su misma clase social, el ya comentado personaje de Gatewood (un banquero prepotente, egoísta y farsante autor de un desfalco); o, incluso, el sheriff (George Bancroft) que trata de forma diferente a las dos mujeres, así mientras que se dirige a Lucy como dama o señora a Dallas la tutea o se dirige a ella con su nombre de pila. Un grupo cuyos miembros tan sólo comenzarán a acercarse tras el nacimiento del hijo de Lucy, feliz acontecimiento en el que la actitud del médico borrachín y la prostituta será capital.

 


Desde el punto de vista técnico el filme es extraordinario. Ford filma escenas espectaculares como la del ataque a la diligencia que a pesar del tiempo transcurrido es difícilmente superable, y da toda una lección sobre la planificación y el encuadre (Anthony Mann llegó a afirmar que: “El realizador que más he estudiado, mi director favorito, es John Ford. En un plano expone más rápidamente que cualquier otro el entorno, el contenido, el personaje. Tiene la mayor concepción visual de las cosas y yo creo en la concepción visual de las cosas”); así como de la utilización del fuera de plano, en la escena del enfrentamiento entre Ringo y los hermanos Plummer cuyo suspense se acentúa al ver a uno de los personajes entrar en el saloon, y de la panorámica que le permite sacar un gran partido de su querido Monument Valley, a partir de esta película paisaje emblemático de sus mejores westerns. Además de regalarnos algunas imágenes que han pasado a la historia del cine, como la presentación de Ringo a través de un travelling frontal mientras carga su wínchester con una mano.

Por último, comentaros como anécdota que Orson Welles, impactado por “La diligencia”, reconoció haberla visto docenas de veces inmediatamente antes de dirigir “Ciudadano Kane”.



En definitiva un clásico y, como tal, atemporal que, además, rescató a su protagonista de los westerns de serie B en los que estaba encasillado (en los años posteriores rodaría “Mando siniestro”, “Hombres intrépidos” y “El guardián de la colina” de, respectivamente, Walsh, Ford y Hathaway), dando el primer paso para convertirse en el cowboy por excelencia.





jueves, 13 de octubre de 2016

LA BALADA DE CABLE HOGUE


(The ballad of Cable Hogue) - 1970

Director: Sam Peckinpah
Guion: John Crawford y Edmund Penney

Intérpretes:
-Jason Robards: Cable Hogue
-Stella Stevens: Hildy
-David Warner: Joshua
-Strother Martin: Bowen
-Slim Pickens: Ben Fairchild
Música: Jerry Goldsmith
Productora: Warner Bros Pictures
País: Estados Unidos 

Por: Xavi J. PruneraNota: 8,5

Cable"Estás preciosa"
Hildy: "Ya me has visto antes"
Cable: "Hildy, a ti nadie te ha visto antes"
 

SINOPSIS: Cable Hogue (Jason Robards) es un explorador que es abordado en el desierto de Arizona por Bowen (Strother Martin) y Taggart (L.Q. Jones), dos malhechores que le roban la mula, el rifle y el agua.


Tras cuatro días vagando sin rumbo fijo, bajo un sol de justicia y a punto de morir, Cable descubre un manantial e inmediatamente decide montar un negocio de abastecimiento de agua para diligencias y jinetes ocasionales. En una visita a Lilock, el pueblo más cercano, conoce a Hildy (Stella Stevens), una joven prostituta de la que se enamora perdidamente.


Aunque soy muy consciente que —para muchos— “La balada de Cable Hogue” nunca será una peli lo suficientemente “grande” como para estar en un top-10 o incluso un top-20 de los mejores westerns de la historia del cine, he de confesar que —en mi ranking particular— sí que figura y de sobras. Y si figura allí (entre los 10 primeros para más señas) es porque, al margen de su innegable prestigio cinematográfico (Peckinpah siempre la consideró su mejor obra), “La balada de Cable Hogue” es —a mi juicio— uno de esos western que te llenan, que te emocionan, que te tocan la fibra cada vez que los ves. Algo que, por mucho que lo busques o lo desees, no acostumbra a suceder porque sí. Al menos, en mi caso. Máxime cuando —para más “inri”, además— no se trata de ningún western “dramático” sino más bien todo lo contrario: se trata, indiscutiblemente, de un western “tragicómico”. De un western que se sitúa en Arizona a principios del s. XX y que nos relata las peripecias de Cable Hogue, un hombre que no acaba de acomodarse a los nuevos tiempo y que, lejos de convertirse en un asceta o en un ser completamente antisocial, continua siendo un tipo simpático, afable, positivo. Y aunque, paradójicamente, no deje de ser un “loser”, un auténtico perdedor, su espíritu libre y romántico nos empuja —como espectadores— a empatizar con él. A ser cómplices de su lucha por prosperar en su negocio, a ser cómplices por ver consumada su entrañable historia de amor y a ser cómplices por ver satisfecha su sed de venganza contra quienes le traicionaron y le abandonaron a su suerte en medio del desierto.



Así pues, lo dicho: “La balada de Cable Hogue” me parece un auténtico peliculón, sobre todo, por la tremenda magnitud de su personaje. Un antihéroe que Jason Robards (menudo pedazo de actor, por cierto) interpreta a la perfección y cuyos autores (los guionistas Crawford y Penney) trazaron, sin lugar a dudas, con gran acierto. Como si el caprichoso destino quisiera darle una nueva oportunidad al moribundo Cheyenne, ese inolvidable personaje que el propio Robards bordara dos años antes bajo las órdenes de Leone en la magistral “Hasta que llegó su hora” ¿Hubiera sido todo igual, sin embargo, si la peli no la hubiera firmado Sam Peckinpah? Pues no, por supuesto. Básicamente porque si por algo se caracterizó el bueno de Sam fue por su personalidad. Por su sello. Por su peculiarísimo estilo.


Y aunque quizás ese tono de comedia negra y satírica que impregna “La balada de Cable Hogue” pueda parecer, a bote pronto, diametralmente opuesto a la ultraviolenta y elegíaca envergadura de “Grupo Salvaje” (rodada tan sólo unos meses antes) lo que no admite discusión es que ambas continúan evidenciando multitud de rasgos comunes. Y aquí quería llegar. A la labor de Bloody Sam. A su retórica cinematográfica. A su genuino e inconfundible espíritu crepuscular. A la ambigüedad moral de sus personajes. A su obsesión por la muerte. En una sola palabra: a su poética. Porque sí, para mi y para muchos otros Sam Peckinpah es un auténtico poeta. A veces excesivo, a veces tosco y a veces incomprendido pero siempre con temperamento y estilo. El suyo. Precisamente por eso me gusta tanto “La balada de Cable Hogue”. Porque al margen del papelón de Jason Robards, la peli que hoy nos ocupa es 100% peckinpahiana. Y aunque la gran mayoría de cinéfilos y espectadores siempre asociarán el nombre de Peckinpah a las más conocidas y violentas “Grupo Salvaje”, “Perros de paja” o “Quiero la cabeza de Alfredo García”, por ejemplo, yo creo que “La balada de Cable Hogue” (siendo, en cambio, mucho más tragicómica o agridulce que las anteriormente citadas) es tan peckinpahiana o más que sus hermanas “mayores”.


No quisiera, sin embargo, que me malinterpretarais. “La balada de Cable Hogue” es un western que me fascina, sí. Pero sé perfectamente que no es una peli redonda. Y no lo es porque tiene elementos que a día de hoy chirrían escandalosamente y que a muchos (no es mi caso) pueden hasta provocarles vergüenza ajena. Me estoy refiriendo, por ejemplo, a los insistentes, descarados y reiterados zooms hacia los pechos de Stella Stevens o a las carreras en cámara rápida tan propias del cine mudo. Dos recursos que no voy a defender pero que, a decir verdad, tampoco me molestan en exceso. Prefiero, por lo tanto, quedarme con todo lo bueno que tiene esta peli y que aún no he comentado.


A su crítica hacia una sociedad beata e hipócrita, por ejemplo. Una sociedad que acaba echando a Hildy del pueblo en pos de preservar la moral y las buenas costumbres pero que, al mismo tiempo, cae ingenuamente en las garras de ese falso predicador que encarna magistralmente David Warner, un verdadero (de buen rollo, eso sí) depredador sexual.

Otro de los grandes aspectos en los que incide “La balada de Cable Hogue” es el del cambio tecnológico. Un cambio tecnológico representado por la inesperada aparición del automóvil y la motocicleta en un territorio donde hasta el momento solo se conocía como medio de transporte el caballo y el ferrocarril y que implica, a su vez, un profundo cambio social que dejará desconcertados y desubicados a muchos de los personajes de la peli. Sobre todo a Cable Hogue. Un hombre que pertenece, sin lugar a dudas, a un viejo far west que agoniza exactamente igual que él.

Pero si hay algo que me emociona y me estremece tremendamente de la peli de Peckinpah es, sin lugar a dudas, su enternecedora historia de amor. Una historia de amor auténtica y sincera que siempre asociaré a esas cariñosas sesiones de baño, espuma y masaje entre ambos amantes y, sobre todo, a ese breve diálogo que mantienen Cable y Hildy en uno de los grandes momentos de la peli y que os reproduzco a continuación:

Cable: “Estás preciosa”
Hildy: “Ya me has visto antes”
Cable: “Hildy, a ti nadie te ha visto antes”

Y es que al margen de que Cable es —muy probablemente— el primer hombre en mirar a Hildy con una mirada no libidinosa, lo cierto es que Hildy/Stella Stevens aparece en “La balada de Cable Hogue” como un auténtico bombón. No son pocas las escenas en las que podemos ser testigos de sus encantos y la verdad es que esta actriz estaba en 1970 de “toma pan y moja”. Y si alguien lo duda, ahí están los fotogramas que así lo confirman ¿me equivoco? ;-)



Y poco más. Como mucho, destacar la notable banda sonora de aires country del gran Jerry Goldsmith, los magníficos diálogos de Crawford y Penney (Joshua: “¡Cuidado! ¡Soy hombre de Dios!” - Cable: “¡Pues le faltó poco para reunirse con él!”), la extraordinaria y cálida fotografía de Lucien Ballard y escenas para el recuerdo a montones. Entre ellas, la inicial (tanto la del balazo al lagarto como cuando Cable habla con Dios en el desierto), la que os comentaba entre Cable y Hildy (esto es amor, amigos) y, obviamente, la del sermón fúnebre del final. Crepuscular, emotiva y agridulce como pocas.


jueves, 6 de octubre de 2016

¡AGÁCHATE MALDITO!

(Giú la testa) - 1971

Director: Sergio Leone
Guion: Sergio Donati, Sergio Leone y Luciano Vicenzoni

Intérpretes:
-James Coburn: John Mallory
-Rod Steiger: Juan Miranda
-Romolo Valli: Doctor Villegas
-Antoine St. John: Gunther Reza
-David Warbeck: Nolan

Música: Ennio Morricone 
Productora: Rafran Cinematográfica, United Artist
País: Italia/España/USA

Por: Güido MalteseNota: 8,5

Juan Miranda: "Los que leen libros les dicen a los que no saben leer libros, que son los pobres, aquí hay que hacer un cambio, y los pobres diablos van y hacen el cambio. Luego... los más vivos de los que leen libros se sientan alrededor de una mesa y hablan y hablan, y comen. ¡Hablan y comen! y mientras... ¿qué fue de los pobre diablos? ¡Todos muertos! Esa es tu revolución...


Ya antes de filmar “Hasta que llegó su hora”, Sergio Leone andaba obsesionado por llevar a la pantalla “The Hoods”, una historia de gángsters y afirmó que su Obra Maestra sería su último western. Pero la United le forzó a realizar un último western si quería financiación para “Érase una vez en América”. Leone acepto producir, crear la historia y trabajar en el guión, pero se negó a dirigir. Eligió a Peter Bogdanovich como realizador, según él por su ópera prima “El héroe anda suelto”, pero seamos sinceros; lo único que le atraía de Bogdanovich era la amistad que mantenía con John Ford y Howard Hawks!. Por supuesto, en las primeras entrevistas mantenidas, Leone no congenió en absoluto y Bogdanovich no entendió absolutamente nada de la filosofía Leoniana. Hubo contactos con Sam Peckinpah, pero éste declinó la oferta. Así, Leone se vió obligado a tomar el mando, contando también con la exigencia de Rod Steiger (actor impuesto por la productora, ya que Leone quería a Eli Wallach para el papel de Juan Miranda) de que si no dirigía Leone él no participaría.


También se pensó en Clint Eastwood para el papel de John Mallory, pero la relación entre el director romano y el actor americano ya estaba despedazada. Pero a la tercera va la vencida y Leone pudo, por fín, contar con James Coburn (lo intentó para “Por un puñado de dólares” y para “Hasta que llegó su hora”).


Y así, con una historia de Leone y el inigualable Donati ayudados por Vincenzoni, se inicia el rodaje de uno de mis westerns favoritos, vilipendiado y duramente criticado aunque, a mi entender, muy injustamente. La magnitud del proyecto, la gran cantidad de extras, la exagerada duración, la animosidad con Steiger, etcétera, sobrepasaron a Leone que imprime en este film todo el potencial de su estilo dando la sensación, sobretodo en el primer tercio, de que todo es una broma del romano. Pero los dos tercios restantes son una maravilla, con una sobriedad y una fuerza que anulan en cierto modo los excesos del inicio. 


Durante el rodaje fue cuando Leone, que recordemos andaba obsesionado con llevar la novela “The Hoods” a la pantalla, pensó en titular el film “C`era una volta la rivoluzione” para así completar una trilogía en tierras americanas junto a “C`era una volta il west” y la futura “C`era una volta in América”, pero nuevamente la presión de la productora le llevaron a titularla “Giú la testa” (algo así como “humilla la cabeza”). Solamente en su estreno en Francia el film se tituló “Érase una vez la Revolución”.


Bien, sin más introducciones, vamos al film en sí. 
¿Recordáis el inicio de “Grupo Salvaje” con esas hormigas, el escorpión y los niños quemándolos vivos? Pues esta película empieza también con hormigas, esta vez ahogadas con el orín de Juan Miranda (siempre quedará la duda de si Leone se está meando en Peckinpah por no aceptar dirigir este film). Con este curioso plano, en el que cámara va subiendo para mostrarnos a un harapiento hombre de espaldas orinando, iniciamos un viaje en el México revolucionario de principios del siglo XX.


Ese hombre es Juan Miranda, un bandido sucio y analfabeto cuya banda la componen su padre y sus incontables hijos. Están esperando una diligencia para asaltarla. La escena que se desarrolla a continuación, con Juan dentro de la diligencia (en realidad una especie de lujoso vagón de tren tirado por caballos) en la que viajan unos personajes que representan los poderes fácticos del estado (banca, clero, gobierno, etc.) y que inician una conversación, ignorando casi completamente la presencia del supuesto campesino, sobre lo animales e ignorantes que son los de clase baja, nos pone en situación de la realidad que vive México en esos momentos.  La escena en sí es bastante “excesiva” pero no voy a entrar en detalles, que cada uno juzgue viendo el film.


Una vez capturada la diligencia, la banda se detiene a descansar y aparece un tipo muy curioso en una motocicleta. Se trata de John Mallory, un especialista en explosivos y antiguo integrante del IRA irlandés, atormentado por un oscuro pasado y colaborador de los revolucionarios mejicanos. Juan ve en John el sueño de su vida: robar el banco de Mesa Verde. Y a partir de ahí, las vidas de los dos hombres se unen a lo largo del film, regalándonos una de las más bellas historias de amistad del Western, aspecto del que fui consciente tras muchos visionados de la película. “John y Juan” no deja de repetir Steiger. John culto, refinado y con educación y Juan mezquino, analfabeto y ladrón. Una pareja a todas luces antagonista pero que acaba forjando unos lazos de amistad que son desvelados en la última escena con la muerte de John y la reacción de Juan.


Ya he comentado que el primer tercio del film es bastante “paródico” para lo que se espera de Leone, pero os aseguro que remonta el vuelo y se convierte en un film magistral a partir de los primeros 45 minutos. En su segunda mitad, ya metidos de lleno en la revolución, “¡Agáchate, maldito!” se torna más seria dejando de lado la comedia y entrando de lleno en el drama, la acción y la aventura. Grandes escenas como la del puente, con el posterior descubrimiento de la matanza (ojo aquí al homenaje a Goya y “Los fusilamientos de Mayo”) o todo el tiroteo final poseen el estilo y la fuerza del mejor Leone. Ese Juan disparando con una gran ametralladora que porta a pie mientras dispara al enemigo es épica y tuvo cierta influencia en esa proliferación de films bélicos de los 80. Mención especial al hecho de que Juan es consciente de cuántos hijos tiene cuando los descubre todos muertos....la piel de gallina!


Perfecta la manera en que John va llevando a Juan por dónde quiere, aprovechando su incultura y poco entendimiento, pero llevándose una lección cuando Juan le da su punto de vista sobre lo que es una revolución.


Quizás, en esta gran segunda mitad de película, Leone exagera un poco alguno de los flashbacks que nos cuentan el pasado de John, pero ahí está el gran Morricone para paliarlo con una composición bellísima apoyada por la espectacular voz de Edda Dell`orso.

En cuánto a las interpretaciones, tenemos por un lado a un exagerado y manierista Steiger, frente a un hierático y sólido Coburn. Leone y Steiger tuvieron grandes enfrentamientos durante el rodaje debido, sobretodo, a los tics interpretativos del segundo. En la escena en que Juan está por primera vez delante del banco de Mesa Verde y demuestra su emoción alargando los brazos y abriendo y cerrando las manos repetidamente, es una clara alusión de Steiger hacia Leone que hacía lo mismo cuando se ponía nervioso. A pesar de esa sobreactuación de Steiger, para mí borda su papel de Juan, pero le doy un 10 a Coburn en su sublime composición de John, llena de matices y profundidad, aunque es cierto que su personaje es más agradecido. Junto a ellos, Romolo Valli en el papel del doctor simpatizante de la revolución pero que los traiciona debido a la tortura sufrida, lo cual irá asociado a lo ocurrido en el pasado de John. Y atención al personaje del coronel Gunther Reza, claramente inspirado en un oficial nazi.


Teniendo en cuenta que la película fue masacrada en el montaje, con cortes sin ton ni son, no es de extrañar que fuera un fracaso. Hay versiones de incluso 90 minutos, cuando el film estaba concebido con más de cuatro horas de duración (si, demasiado incluso para Leone), pero la versión de 157 minutos le hace bastante justicia al film y, creo, le coloca en su justo puesto de “un gran western”, y no solamente un gran Spaghetti Western.


Admito que mi debilidad por este film seguramente me haga perder objetividad al valorarla, pero la historia de amistad que aquí se nos cuenta me llega a lo más hondo y ya sabéis lo que representa eso para mí en un western, así que me quedo con ganas de ponerle más nota!
“¿Te lo imaginas?: Juan y John, John y Juan!!









jueves, 29 de septiembre de 2016

EL TREN DE LAS 3.10

(3:10 to Yuma) - 1957

Director: Delmer Daves
Guion: Halsted Welles

Intérpretes:
-Glenn Ford: Ben Wade
-Van Heflin: Dan Evans
-Felicia Farr: Emmy
-Henry Jones: Alex Potter
-Leora Dana: Alice Evans
-Richard Jaeckel: Charlie Prince

Música: George Duning
Productora: Columbia Pictures
País: Estados Unidos

Por: Jesús CendónNota: 8,5

"El borracho del pueblo dio su vida porque creyó que las personas deben vivir unidas con honradez y pacíficamente ¿Puedo hacer menos que él?(Dan Evans a su mujer inmediatamente antes de llevar a Ben al tren)


Delmer Daves forma parte de una generación, entre los que destacan Anthony Mann y John Sturges, posterior a la que se forjó durante el cine silente (Ford, Walsh, Hawks, Wellman) que durante los años cincuenta renovó el género del oeste.



En esta ocasión, partiendo de un relato del gran novelista noir Elmore Leonard y a pesar de que el proyecto inicialmente iba a llevarlo a cabo Robert Aldrich, nos obsequió con su mejor western encuadrado dentro de la denominada corriente psicológica, que contó como ejemplos destacados con filmes del nivel de “El pistolero” (Henry King, 1950) y “Sólo ante el peligro” (Fred Zinneman, 1952), película con la que comparte bastantes elementos en común.



La primera escena del filme nos prepara para lo que vamos a poder disfrutar, un western cuidadísimo desde el punto de vista formal. Así, la cámara enfoca al suelo desecado (la sequía se convierte en uno de los elemento que impulsan la acción) para elevarse y dejarnos contemplar en la lontananza a una diligencia. El plano se mantendrá hasta que el vehículo sobrepase a  la cámara mientras aparecen los títulos de crédito y se escucha el precioso y melódico tema principal compuesto por el gran George Duning e interpretado por Frankie Lane. Magistral. A partir de aquí Daves da toda una lección de dirección: bellos encuadres, acertadísimos planos, exquisitos travelling, sabía utlización de la grúa en las escenas exteriores (Daves junto a Mann supo integrar como pocos la naturaleza en la historia). Pero lo más importante es que todo este virtuosismo técnico se pone al servicio de una gran historia con una complejidad y profundidad pocas veces vistas hasta entonces.



Una historia que se sustenta en dos personajes fascinantes, ambiguos y contradictorios interpretados por dos sólidos actores. Por una parte tenemos al inteligente, galante y cultivado pistolero Ben Wade (gran Glenn Ford, habitual en los westerns  de Daves, en un papel que, no obstante, hubiera bordado Richard Widmark). Un individuo capaz de provocar nuestra repulsa (se nos presenta como un frío asesino en la escena de la diligencia) pero al mismo tiempo capaz de atraernos y, finalmente, al igual que le ocurre a Emmy o a la mujer de Evans, seducirnos.



 Por otra parte está Dan Evans, prototipo del estadounidense medio, un pequeño ranchero abrumado por las deudas provocadas por una pertinaz sequía al que dio vida en su mejor papel western, junto al de Joe  Starret en “Raíces profundas”, Van Heflin. Hombre rudo y trabajador, además de ejemplar padre de familia, aceptará la misión exclusivamente por la recompensa  económica, pero irá creciendo en dignidad ante nuestros ojos a medida que vaya tomando conciencia de su misión y, sobre todo, tras el sacrificio de Alex Potter, el borracho del pueblo (enorme composición de Henry Jones), en otra escena magistral cuya iluminación, de corte expresionista y debida a Charles Lawton Jr., así como su concepción parecen más propias de una película de terror que de un western.



Película que se inicia en la inmensidad de los campos abiertos en los que Daves se movía con gran destreza, para poco a poco ir reduciendo el espacio físico por el que transitan los protagonistas, hasta limitarlo a la habitación del hotel. Este hecho, unido a la mencionada fotografía que potencia los claroscuros, nos transmite una sensación opresiva, casi claustrofóbica, en consonancia con la angustia vivida por Evans.



Y es en esa pequeña habitación en la que termina por convertirse este western en una grandísima película, con un mefistofélico Wade tentando constantemente a un dubitativo Evans e intentando minar su entereza. Se establece entonces un brillante juego psicológico en el que guion y dirección se muestran perfectamente ensamblados.



¿Sucumbirá Evans a las proposiciones de Wade? ¿Lograrán tomar el tren? No os voy a contar el final; así que si queréis saber cómo acaba la película será necesario que esperéis en la estación a las 3:10.