(Five Card Stud, 1968)
Dirección: Henry Hathaway
Guion: Marguarite Roberts
Reparto:
- Dean Martin: Van Morgan
- Robert Mitchum: Reverendo Jonathan Rudd
- Inger Stevens: Lilly Langford
- Roddy McDowall: Nick Evers
- Katherine Justice: Nora Evers
- John Anderson: Marshal Dana
- Yaphett Kotto: Little George
- Denver Pyle: Sig Evers
- Whit Bissell: Doctor Cooper
- Ted de Corsia: Eldon Bates
Música: Maurice Jarre
Productora: Wallis-Hazen Productions.
Por Jesús Cendón. NOTA: 6,75
“¿Se cree usted la conciencia de esta ciudad señor Rudd?” “Al menos necesitamos una” “Y ¿Quién le ha elegido a usted?” “Dios y el señor Colt, de nombre Samuel. Un nombre bíblico” Conversación entre Van Morgan y el reverendo Jonathan Rudd.
En los años sesenta el wéstern comienza un lento declive que, agudizado en las décadas siguientes, ha llegado hasta nuestros días a pesar de los distintos intentos para revitalizarlo llevados a cabo, con mayor o menor fortuna, por autores como Clint Eastwood, Kevin Costner, Quentin Tarantino, Tommy Lee Jones o los hermanos Coen; de tal forma que podemos calificar a este género como un enfermo crónico con una mala salud de hierro.
Las causas de su decadencia fueron muy variadas. Así, como ya he expuesto en otras reseñas, influyó el cambio de mentalidad de la sociedad estadounidense inmersa en una época crispada y convulsa con la aparición de movimientos contestatarios cuyo mayor icono quizás fuese el festival de Woodstock celebrado en 1969; al igual que una serie de experiencias traumáticas como fueron los asesinatos del presidente Kennedy, su hermano Robert y el activista por los derechos de las minorías raciales Martin Luther King o la participación en la controvertida Guerra de Vietnam (primer conflicto bélico trasmitido por televisión, por lo que el drama se vivió en los hogares estadounidenses de forma cercana).
A estos factores exógenos al cine se le sumaron otros endógenos como la competencia de las series de televisión de temática wésterns, cuyo boom tuvo lugar a partir de la segunda mitad de la década de los años 50; la crisis del sistema basado en el férreo control de la producción por parte de las grandes majors o la competencia de los wésterns filmados en Europa a partir del éxito de la denominada Trilogía del Dólar.
Como consecuencia de todo ello el wéstern estadounidense evolucionó abandonando la visión mítica ofrecida hasta entonces de la conquista del Oeste para mostrarnos una perspectiva más desencantada de la construcción de los EEUU.
De esta forma, si la década de los cuarenta se puede considerar como la del wéstern clásico y en la de los cincuenta predominó el denominado psicológico, en los sesenta prevalecerán las películas del oeste con un tono crepuscular, revisionista, desmitificador e, incluso, paródico con la filmación de wésterns marcadamente cómicos como “Tres sargentos” (1962), “La batalla de las colinas del whisky” (1965), “Cuatro tíos de Texas” (1963) filmados por los otrora canónicos John Sturges y Robert Aldrich, “La ingenua explosiva” (Elliot Silverstein, 1965), “Texas” (Michael Gordon, 1966), “Ojos verdes, rubia y peligrosa” (Hy Averback, 1969), la película dirigida en 1969 por Burt Kennedy con James Garner como protagonista “También un sheriff necesita ayuda” (1) o “El cub social de Cheyenne” (Gene Kelly, 1970) con la pareja James Stewart-Henry Fonda en papeles paródicos.
En este contexto, resultó crucial el encuentro entre un director clásico con un importante bagaje en este género como era Henry Hathaway (2) y el prestigioso productor Hal B. Wallis responsable de títulos como “Duelo de titanes” o “El último tren de Gun Hill”, las dos películas, de gran éxito, dirigidas por el mencionado John Sturges además de estar la segunda coproducida por la Bryna de Kirk Douglas.
Ambos colaborarían desde 1965 a 1971 y el resultado fueron cuatro wésterns del nivel de “Los cuatro hijos de Katie Elder” (1965), “El póquer de la muerte” (1968), “Valor de ley” (1969) y “Círculo de fuego” (1971), los tres últimos escritos por Marguerite Roberts y todos con bastantes características en común: fueron interpretados por grandes estrellas en su madurez con lo que se acentuaba el carácter crepuscular de los mismos, desarrollaban como tema principal el de la venganza, y partiendo de postulados clásicos pretendían, en mayor o menor medida, renovar y revitalizar el género.
ARGUMENTO: Un jugador es ahorcado por el resto de los participantes tras ser sorprendido haciendo trampas en una partida de póquer. Al poco tiempo, coincidiendo con la llegada al pueblo de un enigmático predicador, los individuos presentes la fatídica noche van siendo asesinados.
A lo largo de la historia del cine son numerosos los wésterns con elementos propios de un género, en principio, tan alejado como el noir tanto desde el punto de vista estético (el trabajo en wésterns de operadores como James Wong Howe o John Alton, fundamentales en la codificación estilística del noir, se antoja esencial) como desde el punto de vista de su contenido, así se filmarán películas del Oeste en las que estarán muy presentes temas como la fatalidad, el sino o el del falso culpable (3). Pero con esta película el trío Hattaway-Roberts-Wallis dio un paso más al proponer al espectador un thriller ambientado en el Far-west.
De hecho la estructura del filme, con una serie de individuos sucesivamente ajusticiados por un misteriosos asesino, recuerda a la novela de Agatha Christie “Diez negritos” (4); al mismo tiempo que la historia presenta semejanzas con “Ciudad en sombras” (William Dieterle, 1950), estupendo noir con Charlton Heston en su primer papel protagónico.
Desde la escena inicial Hathaway se esfuerza por demostrarnos que estamos ante un filme singular ya que envuelve una situación típica de este género, con unos jugadores de póquer linchando a un tramposo, en una atmósfera más propia del cine fantástico o de terror. Así el director enmarca el linchamiento en una noche infernal en la que la tormenta simboliza el estado anímico de los compañeros mortales, mientras contemplamos al mefistofélico líder del grupo comportarse como un auténtico enajenado al encontrar en el tahúr a la víctima con la que satisfacer su sadismo; y al mismo tiempo utiliza varios planos en picado con los que, además de acentuar el carácter fantasmagórico de la escena, el espectador contemplará durante unos segundos interminables agonizar al desdichado.
A partir de esta impactante escena asistiremos a una película de suspense en la cual los miembros del grupo salvaje serán siendo aniquilados uno a uno por una mano asesina de modo diferente pero siempre relacionado con la forma en la que murió el tahúr; así uno de ellos será enterrado en un barril de harina, otro estrangulado con un alambre de espinos, otro más linchado en la iglesia con la cuerda de la campana, el cuarto ahogado en un abrevadero y el último axfisiado por las manos del homicida; siendo este asesinato el que dirigirá a Van al culpable puesto que la víctima se esforzará en el último momento por dejar una pista con la que identificar al homicida (5).
Por tanto, Hathaway nos presenta un Oeste muy alejado de su imagen clásica en el que los pistoleros dirimían sus diferencias cara a cara y a plena luz; aquí los personajes mueren de forma brutal, ejecutados con alevosía y nocturnidad a manos de un asesino que se comporta como un ángel vengador, acentuándose de esta forma el tono sobrenatural del filme, y de cuya identidad nos aporta pistas la película desde el principio hasta desvelárnosla a mitad de la misma, momento en el que el espectador confirmará sus más que fundadas sospechas. Por lo que la cinta, en su singularidad, tampoco se adapta a la mecánica del whoddunit (filmes que especulan con la identidad del asesino hasta su revelación final) sino que da más importancia a quién será la próxima víctima y cómo será asesinada; además de jugar con la incertidumbre creada en torno a los motivos que impulsan al asesino a actuar de esta forma y con la identidad del traidor que informa al homicida sobre los individuos que participaron en el linchamiento (de hecho el título original, “Five card stud”, alude, además de a una determinada modalidad de póquer, al tapado, al delator cuya identidad desconocen el resto de jugadores-víctimas).
Junto con el tema de la venganza, la película aborda otras dos cuestiones muy interesantes.
En primer lugar la perdida por parte de los individuos de su autonomía y de su singularidad al formar parte de un grupo que adquiere una entidad propia y diferenciada y como tal actúa, máxime si está dirigido por un individuo inteligente y manipulador. Uno de los participantes en el linchamiento resume perfectamente esta cuestión al comentar apesadumbrado a Van: “Estoy pensando en que me senté para echar un trago y jugar a las cartas, y me levanté para ahorcar a un hombre”. No son, por tanto, personas violentas pero se dejaron llevar por el grupo que adquirió una personalidad propia.
La segunda cuestión planteada es la de la seguridad y el peligro que supone ante una situación crítica una población armada. Así, ante la proliferación de los asesinatos y la pasividad de las fuerzas del orden en la búsqueda de los culpables, un grupo de mineros reivindicará su derecho a defenderse utilizando sus armas. El resultado, en un ambiente paranoico, será un batalla campal en la que los mineros llegarán, incluso, a disparar y matar al ayudante del sheriff. Situación de la que un lúcido Rudd había advertido al sheriff del pueblo en una reunión preliminar.
Sin duda, uno de los grandes aciertos del filme es la pareja protagonista, Dean Martin (6) y Robert Mitchum (7).
El primero, que había colaborado con Hathaway en “Los cuatro hijos de Katie Elder”, da vida a Van Morgan, un personaje bastante alejado del prototipo del héroe del wésten. Estamos ante un vividor, nómada, mujeriego y jugador de póquer profesional que se convertirá en un improvisado detective jugando, de esta forma, su partida más importante ya que la apuesta es muy alta, su propia vida. Martin se encuentra muy cómodo en un papel que presenta ciertas semejanzas con el interpretado para Vincente Minelli en “Como un torrente” (1958) y al que dota de una visión desencantada, además de cierto cansancio existencial. Incluso, aprovechando sus cualidades como crooner, entona la eficaz y atípica canción principal compuesta por Maurice Jarre.
Robert Mitchum está esplendido, aunque me hubiera gustado una mayor presencia del actor en la película, como Jonathan Rudd; un peculiar y enigmático reverendo vestido totalmente de negro (es inevitable acordarse de su papel como Harry Powell en “La noche del cazador”) que porta en una mano un revólver y en la otra la Biblia (8).
Junto a ellos nos encontramos con Rody McDowell, ex niño prodigio de Hollywood (9), en una memorable composición como Nick Evers, un parásito social hijo de un gran terrateniente, egoísta y sociópata. Un auténtico villano incapaz de sentir la más mínima empatía por sus semejantes y para el que el mundo es “basura”.
La cuota femenina les corresponde a Inger Stevens, presencia habitual a finales de los sesenta en este género, como Lilly la dueña de la barbería que en realidad opera como tapadera de la casa de tolerancia del pueblo; y Katherine Justice en el rol de Nora, hermana de Nick y eterna enamorada de Van. Ambas protagonizan un triángulo amoroso con el jugador irrelevante para el desarrollo de la película al no estar implicadas en la trama principal ninguno de los personajes femeninos, aunque esta relación da lugar a estupendos diálogos (sobre todo los sostenidos por Van y Lilly).
“El poquér de la muerte” no es una obra maestra ni tan siquiera una de las mejores películas del Oeste filmadas por su director, pero si es un wéstern muy ameno, con diálogos cuidados, personajes bien caracterizados y muy bien filmado por Hathaway, director de la vieja escuela dotado de un sentido de la espectacularidad envidiable al que le gustaba controlar todos los aspectos del filme, desde la fotografía (“El operador nunca debe pensar lo que hacer con la cámara: siempre le digo dónde debe colocarla y así no elige por mí") hasta el montaje (“Hago el montaje mientras ruedo. Luego sólo se deben unir los planos uno tras otro").
(1) El director-guionista y el actor volvieron a colaborar en “Latigo”, otro wéstern marcadamente cómico.
(2) En su extensa filmografía Henry Hathaway abordó todo tipo de géneros pero, aunque estuvo muy vinculado en los inicios de su carrera, pronto abandonaría el wéstern para retomarlo a principios de la década de los cincuenta, en la que nos ofreció dos filmes tan logrados como atípicos: “El correo del infierno” (1951) y “El jardín del diablo” (1954). Ambas películas cuentan con sus oportunas reseñas.
(3) Son numerosísimos los ejemplos de wéstern influenciados, temática o estilísticamente, por el noir por lo que a modo de ejemplo tan sólo citaré “Juntos hasta la muerte” (remake en clave wéstern de “El último refugio”) y “Perseguido”, ambas dirigidas por Raoul Walsh; “El correo del infierno” filmada por el propio Hathaway en 1950; “Sangre en la luna” (Robert Wise, 1948) con un Robert Mitchum más identificado durante esos años con el noir que con el wéstern; “Filón de plata” (Allan Dwan, 1954) con el protagonista acosado y perseguido por un delito no cometido; “Jubal” (Delmer Daves, 1956) en el que los personajes de Glenn Ford, marcado por el infortunio, y de Valerie French, auténtica femme fatale, responden a estereotipos del cine negro; o la escasamente valorada “Mujeres, dinero y armas” (Richard Bartlett, 1958) en la que el protagonista, un detective privado, buscaba a los herederos de un minero asesinado.
(4) El texto de Agatha Christie ha sido llevado a la gran pantalla en numerosas ocasiones siendo, quizás, la versión más lograda la dirigida en 1945 por René Clair con Barry Fitzgerald, Walter Huston, Judith Anderson y Louis Hayward en los papeles principales.
(5) La escena recuerda a otra de la fabulosa “Charada” (Stanley Donen, 1963) en la que un desdichado James Coburn intentaba dejar una pista sobre la identidad de su asesino antes de morir.
(6) La presencia de Dean Martin en películas de este género fue constante a partir de mediados de los sesenta aunque la mayoría son títulos de escaso interés. Así, a las citadas “Los cuatro hijos de Katie Elder” y “Texas”, las siguieron, entre otras, “Noche de titanes” (Arnold Laven, 1967), “Bandolero” (Andrew V. McLaglen, 1968), “La primera ametralladora del Oeste” (Andrew V. McLaglen, 1971) o “Amigos hasta la muerte” (George Seaton, 1973).
(7) Curiosamente ambos habían interpretado el mismo papel de compañero alcoholizado del protagonista para dos películas de Howard Hawks protagonizadas por John Wayne: “Río Bravo” (1959) y “El Dorado” (1967).
(8) El libro sagrado está muy presente en varios westerns de Hathaway como “Del infierno a Texas”, en el que el protagonista lee habitualmente la Biblia heredada de su madre e intenta ajustar su conducta a los preceptos contenidos en ella, o “Nevada Smith”, en la que el monje protector del protagonista le prestará una Biblia cuyas enseñanzas serán fundamentales en la actitud de este en el tramo final del filme; mientras que en “Los cuatro hijos de Katie Elder” las Sagradas Escrituras, junto con la mecedora, representaba al espíritu de la madre de los cuatro personajes principales y en esta película se convierte en un objeto fundamental para ejecutar su venganza el asesino.
(9) A principios de los cuarenta, siendo un niño, el actor nacido en Gran Bretaña se puso a las órdenes de directores como John Ford (“Qué verde era mi valle”), Fritz Lang (“El hombre atrapado”) o John M. Stall (“Las llaves del reino”), para posteriormente desarrollar una fructífera carrera como actor de carácter durante más de cincuenta años.