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viernes, 2 de mayo de 2025

HOMBRES ERRANTES

 
(The lusty men, 1952)

Dirección: Nicholas Ray
Guion: Horace McCoy y David Dortort

Reparto:
- Susan Hayward (Louise Merrit)
- Robert Mitchum (Jeff McCloud)
- Arthur Kennedy (Wes Merrit)
- Arthur Hunnicutt (Booker Davies)
- Frank Faylen (Al Dawson)
- Walter Coy (Buster Burgess)
- Carol Nugent (Rustie Davis)

Música: Roy Webb
Productora: Wald/Krasna Productions, RKO Radio Pictures

Por Jesús Cendón. NOTA: 8

No hay potro que no pueda ser montado, ni vaquero que no pueda ser derribado”. Frase repetida por Jeff McCloud.



Dentro del denominado neowéstern o wéstern contemporáneo, es decir filmes situados en la actualidad pero con elementos, situaciones, temas y/o personajes propios del wéstern, nos encontramos con una serie de cintas que presentan características comunes ambientadas en el espectáculo del rodeo, películas que constituyen una especie de subgénero. Sin ánimo de ser exhaustivo podemos citar como representantes de este tipo de filmes a, entre otras, “Arena” largometraje prácticamente imposible de encontrar en la actualidad rodado en 3D por Richard Fleischer en 1953 y cuya acción se desarrollaba en un día; la ya reseñada en este blog “Vidas rebeldes” (John Huston, 1961) aunque abordaba este tema de forma tangencial; “Los centauros” (Steve Inhat, 1972) comedia dramática con un inmaduro vaquero, interpretado por James Coburn, intentando recuperar el amor de su esposa; la bellísima y melancólica “El rey del rodeo” (Sam Peckinpah, 1972) en la que Steve McQueen regresaba a su ciudad natal con la intención de hacer las paces con su familia; la irregular “Cuando mueren las leyendas” (Stuart Millar, 1972) con un alcoholizado Richard Widmark convertido en maestro de un joven indio; la más reciente e interesantísima “The rider” (Chloé Zhao, 2017) centrada en una joven promesa del rodeo retirada prematuramente por un accidente o la película objeto de esta reseña, posiblemente la aproximación más realista al mundo del rodeo aunque no haya gozado del reconocimiento merecido, quizás por situarse cronológicamente entre dos grandes obras de su director: “En un lugar solitario” (1950) y “Johnny Guitar” (1954). 


“Hombres errantes” fue la última de las seis películas rodadas para la RKO por Nicholas Ray, quien celoso respecto a su independencia y libertad para crear las obras tal y como las concebía mantuvo una relación muy tensa con Howard Hughes, magnate de la major, durante los cinco años de duración de su contrato. Además, en el seno de la productora colaboró sin acreditar en otros filmes como “El soborno” (John Cromwell, 1951) y “Una aventura en Macao” (Josef von Sternberg, 1952), ambas protagonizadas por Robert Mitchum al que le había entusiasmado una novela sobre un cowboy moderno y pretendía adaptar el texto al cine.


El filme lo financió la Ward/Krasna, pequeña y efímera compañía dependiente de la RKO creada por los guionistas que le dieron su nombre; asegurándose, de esta forma, la distribución del largometraje a través de la poderosa major de Hughes quien, además, consiguió la cesión por parte de la 20th Century Fox de Susan Hayward para el papel femenino principal.


Para escribir el guion se contó con el maestro de la novela negra Horace McCoy y, en el afán de dotar de realismo a la cinta, con la leyenda del rodeo David Dortort; aunque, por lo que he leído, lo cierto es que constantemente a lo largo de la filmación de la película, director y protagonista modificaron el libreto e, incluso, llegaron a eliminar el final rodado inicialmente e impuesto por Howard Hughes para cambiarlo por otro más acorde con el mensaje que pretendían transmitir. 



SINOPSIS: Jeff McCloud, un vaquero de rodeo, tras sufrir un accidente decide regresar a la casa de sus padres. Tras comprobar que fue hace tiempo vendida conocerá al matrimonio compuesto por Louise y Wes Merrit; este pretende iniciarse en el rodeo como medio para adquirir un rancho.


“Hombres errantes” es una película triste filmada en un blanco y negro, que realza su tono dramático y crepuscular a la vez que la dota de un gran realismo, cuyo inicio y final son enormemente líricos y emotivos pero a la vez desoladores.



Así en su comienzo vemos a un magullado, dolorido y renqueante Jeff McCloud, al haber sufrido una lesión en la pierna, abandonando en plena noche, mientras silba el viento, el que ha sido su mundo y su forma de vida durante veinte años y dirigirse al hogar de su niñez para, tras recoger una serie de objetos de gran valor sentimental (un viejo revólver deteriorado, una caja en donde de pequeño solía guardar los centavos ganados), comprobar que ha cambiado de dueño. Nicholas Ray nos muestra con este comienzo la vulnerabilidad y el desarraigo tanto físico como emocional del personaje, un individuo con un incierto presente y nulo porvenir al que ni siquiera le queda la posibilidad de refugiarse en el pasado.


Mientras que en el final asistiremos al sacrificio del protagonista, quien tomará una decisión prácticamente suicida al inscribirse, sin estar preparado, en las cuatro modalidades de un rodeo para demostrarse a sí mismo que sigue siendo el de siempre pero, sobre todo, para mostrar a un desnortado Wes cuál será su final si no recupera la cordura, abandona ese mundo de aparente felicidad y se decide a cumplir el sueño inicial compartido con su mujer consistente en poseer un rancho propio.


Entre ambos extremos de la película el director lleva a cabo una inmersión en el mundo del rodeo caracterizada por su realismo, tanto por nutrirse de abundantes imágenes auténticas de archivo, como por el carácter didáctico en la presentación de cada uno de los festivales. De esta forma, se nos instruye, por ejemplo, acerca de las distintas modalidades existentes en un rodeo (doma de potros, monta de toros, captura de becerros, derribo de novillos) o de la amenaza extrema de los toros brahmán, una raza de bovino enormemente peligrosa al ser la única cuya embestida tiene lugar con los ojos abiertos.


Pero Ray no sólo muestra la cara más amable, espectacular y deslumbrante de los rodeos sino que, sobre todo, le interesa darnos a conocer la trastienda de ese mundo de apariencias caracterizada por la miseria, con individuos cuya única vivienda son las roulotttes y en el que proliferan los personajes rotos física y psicológicamente, seres mutilados por sus carreras a los que tan sólo les quedan los recuerdos, como Booker Davies, excelente Arthur Hunnicutt, amigo de Jeff McCloud y antiguo vaquero con una una pierna destrozada y siempre presto a contar una anécdota, real o inventada, de su época de esplendor. Un universo habitado por seres desarraigados siempre viajando de espectáculo en espectáculo y proclives, al igual que Buster Burgess (otro amigo y compañero de Jeff), a caer en el alcoholismo o la ludopatía; en el que el dinero se pierde tan fácilmente como se puede ganar; de fiestas continuas donde los cowboys pretenden exorcizar sus miedos; de fama efímera y olvido duradero; de sufridas y resignadas esposas y con la presencia perenne de la muerte.


Junto al desarraigo y la inadaptación al tiempo presente, la película aborda temas como el precio a pagar para hacer realidad los sueños o la búsqueda de un hogar, entendido como refugio, como el lugar en donde encontrar una estabilidad y cierta seguridad en un momento, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial con la vuelta de los soldados a casa y los problemas derivados para los obreros por el desmantelamiento de la economía de guerra agravados por la incertidumbre creada por la Guerra de Corea, en el que dicha búsqueda se convirtió en una necesidad para el norteamericano medio. 


La mirada de Ray se centra fundamentalmente en el trío protagonista que conformará una peculiar y atípica familia compuesta por un hombre que no aspira a nada y una pareja esperanzada con una vida mejor.


El excampeón del rodeo Jeff McCloud (con el rostro de un Robert Mitchum -1- que lleva a cabo una interpretación muy sentida) es un hombre que, en sus propias palabras: “He nacido para domar caballos. Puedo lograr de ellos lo que quiera menos que hablen”. Un auténtico vaquero nacido en una época que no le corresponde, un personaje crepuscular consciente de su final y defensor a ultranza de su libertad e independencia. Pero, en realidad, se ha convertido en un inadaptado incapaz de permanecer en un lugar durante mucho tiempo y de conservar un trabajo, que ha transformado su vida y su anhelada libertad, a diferencia de otros personajes crepusculares como John Burns en la soberbia “Los valientes andan solos” (David Miller, 1962), en un continuo deambular pero siguiendo el circuito del rodeo al que está dramáticamente atado.


Un individuo experimentado que, a cambio de la mitad de las ganancias, se convertirá en el mentor de Wes y sobre todo se preocupará por transmitirle en todo momento los peligros de su oficio, cuidando de él como si fuera su hermano mayor; y debatiéndose entre su amistad por Wes y su atracción creciente hacia Louise, la esposa de su pupilo. 

Personaje a la vez realista y romántico, asumirá su sacrificio como medio para alejar a Wes de ese mundo, como deseaba Louise, dándole una última lección aun a costa de su vida.


Louise Merrit (encarnada por Susan Hayward en un papel menos aguerrido de los que solía interpretar aunque no carente de una fuerte personalidad y determinación) es el personaje más racional y apegado a la realidad. Nunca tuvo un hogar al ser sus padres jornaleros y, tras haber pasado años detrás de la barra de un saloon sirviendo bebidas, sólo desea una vida decente y estable a la que llegaría mediante la compra en el futuro de un rancho con el dinero poco a poco ahorrado.


Enamorada de su marido, le acompañará en la peligrosa aventura emprendida, a pesar de no estar de acuerdo, con la esperanza de que recupere el sentido; por lo que al mismo tiempo intentará convencerle de que persigue una quimera, al percibir desde el primer momento que el rodeo constituye un mundo irreal. 

Desesperada, acudirá a Jeff, quien le había confesado que “lo que tu quieras es lo que quiero yo”, para separar definitivamente a su marido de ese tipo de espectáculo.


Wes Merrit, al que da vida Arthur Kennedy mostrando una vez más su enorme ductilidad, se nos muestra inicialmente como un hombre bondadoso y soñador muy unido a su mujer. 


Con un talento natural para la monta y doma de ganado, y tras haber ganado un importante premio en su primera participación en un espectáculo de este tipo, se mostrará como un hombre impaciente llegando a afirmar “Sé bien lo que quiero y no pienso esperar quince años”. A pesar de concebir inicialmente el rodeo como un atajo para mejorar su condición y alcanzar su sueño: ser dueño de un rancho en el que criar su propio ganado, se vera atrapado por el espejismo de un universo en el que irá adquriendo cada vez más reconocimiento y notoriedad.

Wes a lo largo del filme sufre una transformación profunda, convirtiéndose en otro hombre, y tan sólo el sacrificio postrero de Jeff le devolverá a la realidad, regresando con su esposa para cumplir su deseo: poseer un hogar en el que ser feliz junto a ella; aunque quedará la duda en el espectador sobre el carácter definitivo de su decisión.


“Hombres errantes” es un filme duro, desolador y tristemente premonitorio respecto a la vida de Nicholas Ray, un director incapaz de adaptarse al sistema de estudios de Hollywood, con los que mantuvo un continuo enfrentamiento y que exiliado en Europa los últimos años de su vida tan sólo añoraba regresar a los EEUU, su verdadero hogar.


(1) Como señaló en su día un crítico, Robert Mitchum “ardía, aunque sin llama, y su mirada era narcotizante, aparentemente dura, de una languidez casi femenina que desaparecía sólo cuando era necesario con mesura y sinuosa elegancia…”; cualidades muy apropiadas para interpretar a Jeff McCloud.

jueves, 5 de octubre de 2017

EL CORREO DEL INFIERNO

(Rawhide, 1951)

Dirección: Henry Hathaway
Guion: Dudley Nichols

Reparto:
Tyrone Power: Tom Owens
Susan Hayward: Vinnie Holt
Hugh Marolwe: Rafe Zimmerman
Edgar Buchanan: Sam Todd
Dean Jagger: Yancy
Jack Elam: Tevis
George Tobias: Gratz
James Millican: Tex Squires

Música: Sol Kaplan
Productora: Twentieth Century Fox

Por Jesús Cendón. NOTA: 8

“Mojado por dentro, seco por fuera. Es la costumbre en esta tierra” (Sam explicando a Tom por qué no se lava).


ARGUMENTO: La posta de Látigo regentada por Sam y Tom, hijo del gerente, a los que se les ha unido de forma accidental Vinnie con su hija, es tomada por cuatro ex convictos con el objeto de robar al día siguiente el oro transportado por una diligencia. A partir de ese momento los tres personajes deberán luchar por sus vidas.



Excelente filme bastante desconocido a pesar del personal técnico y artístico participante que, además, constituye un claro ejemplo de los westerns rodados por la Twentieth Century Fox durante los años cuarenta y buena parte de la década siguiente caracterizados por su carga social y/o por la inclusión de elementos propios de otros géneros.



Así “El correo del infierno” tanto por su argumento como por el desarrollo de este, en el que se prima el suspense, se concibió como un híbrido entre western y noir, al presentarnos a unos individuos retenidos y permanentemente amenazados por un grupo de forajidos. Esqueleto argumental que remite necesariamente a títulos como “El bosque petrificado” (Archie L. Mayo, 1936) o “Cayo largo” (John Huston, 1948). Incluso la introducción y el epílogo de marcado carácter documental, al informarnos el filme de la ruta de la diligencia que cubría el trayecto entre San Francisco y San Luis, entronca con una serie de filmes policiacos sobre el funcionamiento de la policía, el FBI o la justicia muy populares durante esa época.



Por ello no es de extrañar que se encargara la dirección al todoterreno Henry Hathaway con probada experiencia en el thriller (sólo en 1947 rodó consecutivamente “Calle Madeleine nº 13”, “Yo creo en ti”, película fundamental para el cambio en la imagen de James Stewart, y “El beso de la muerte”, impactante debut de Richard Widmark).



Hathaway, un gran director con escaso reconocimiento, contó con la colaboración del reputado guionista Dudley Nichols (“La fiera de mi niña”, “La diligencia”, “El forastero”, “Perversidad”) quien escribió un libreto sin fisuras, situando la acción en un único escenario (la posta y sus alrededores) lo que otorga al filme un carácter asfixiante, con un desarrollo de la trama envidiable y en el que la impostura cobra gran importancia. Así al principio Vinnie se hace pasar por la madre de la niña con la que viaja para más tarde conocer el espectador su verdadero parentesco, Tom no es en realidad un mulero sino el hijo del gerente, Zimmerman se presenta inicialmente como un sheriff y mantiene la impostura en la cena con los viajeros de la diligencia nocturna, Tom y Vinnie para poder sobrevivir simulan estar casados e incluso los forajidos no son una banda sino cuatro ex convictos fugados de un penal y asociados temporalmente. Juego de apariencias mantenido por los personajes que potencia el relato.




Porque, además, la película cuenta con unos personajes muy bien escritos y de una gran riqueza. El protagonista, Tom, es un hombre civilizado del este, pacífico (curiosamente no acabará con ninguno de los pistoleros), sin iniciativa y algo torpe, que utilizará su inteligencia para intentar salvar su vida, reconocerá su miedo y al que la situación vivida convertirá en otro hombre más responsable; por lo que cuando le preguntan “¿Qué diablos hacías aquí?”, no duda en responder “Aprendiendo el oficio, y lo he aprendido”. Claro antecedente del James McKay de “Horizontes de grandeza”, está muy bien interpretado por un Tyrone Power alejado de sus típicos papeles de galán o héroe. Vinnie, magnífica Susan Hayward, por el contrario es una mujer decidida y con carácter que llegará a despreciar inicialmente a Tom, echándolo incluso de su habitación. Por lo que respecta a los bandidos, cada uno tiene una personalidad marcada. Zimmerman, el aparente jefe al que da vida Hugh Marlowe, es un hombre astuto, culto y educado que procede de una buena familia aunque utiliza la violencia cuando es necesaria; tras haber asesinado a su mujer por haberle sido infiel no confía en los demás. Yancy, estupendo Dean Jagger, es un pobre ladrón de caballos con fijación por la comida y odio a las armas; mientras que Tevis, un personaje inolvidable interpretado memorablemente por Jack Elam, se nos rebela como un maniaco sexual de gran sadismo, un individuo con una violencia latente a punto de estallar en cualquier momento que no dudará en disparar sobre una niña de corta edad para obtener ventaja en su duelo con Tom. Quizás el forajido más desdibujado sea Gratz que se limita a cumplir las órdenes de Zimmerman.



Si el material de partida es de un nivel altísimo, no lo es menos la dirección de Hathaway quien no se limita a traducir en imágenes el guion sino que potencia la tensión y angustia que crea en los personajes principales la situación que están viviendo y rueda una serie de escenas memorables, de un gran suspense, en las que se aprecia su mano maestra para el thriller; como aquella en la que Tom intenta dar un papel explicando las circunstancias al conductor de la diligencia nocturna, papel que pierde accidentalmente y debe recuperar a la mañana siguiente para no ser descubierto por los forajidos; la escena de la cena con los viajeros de la diligencia entre los que se encuentra un periodista y un agente de la ley al que le es familiar Zimmerman, que culmina con el intento fallido por parte de Tom de hacerse con un revólver; o aquella en la que Tom intenta apropiarse de un cuchillo.



Igualmente, el director rodará de forma descarnada varias secuencias de una violencia impropia para la época. Así, Zimmerman da una paliza brutal a Sam; un personaje herido es rematado a sangre fría mientras se arrastraba para asir un wínchester; o, como señalé anteriormente, nos muestra como uno de los forajidos dispara repetidamente sobre una niña indefensa.



Además la película está muy cuidada formalmente y cada plano, cada encuadre y cada secuencia son de una gran belleza. Trabajo en el que, junto a Hathaway, brilla Milton Krasner, conocido como el maestro de la luz, nominado a seis Oscar y ganador de uno, que volvería a colaborar con el director, entre otros filmes, en “El jardín del diablo” (película ya reseñada en este blog).



“El correo del infierno”, es un gran western, con situaciones imprevisibles, personajes creíbles y un estupendo duelo final, desarrollado en algo más de ochenta minutos por un Hathaway con una capacidad de síntesis envidiable de la que podrían tomar nota algunos autores actuales empeñados en alargar sin sentido sus filmes.


TRAILER:


martes, 3 de enero de 2017

EL JARDÍN DEL DIABLO

(Garden of Evil - 1954)

Director: Henry Hathaway
Guión: Frank Fenton

Intérpretes:
- Gary Cooper: Hooker
- Susan Hayward: Leah Fuller
- Richard Widmark: Fiske
- Hugh Marlowe: John Fuller
- Cameron Mitchell: Luke Daly
- Rita Moreno: Cantante
- Víctor Manuel Mendoza: Vicente Madariaga

Música: Bernard Herrmann

Productora: Twentieh Century-Fox
País: Estados Unidos

Por: Jesús CendónNota: 8

"El Jardín del Diablo, si el mundo hubiese sido hecho de oro, los hombres se dejarían matar por un puñado de tierra" (Hooker al final de la película mientras el sol desaparece tras las montañas)


Henry Hathaway está considerado como un artesano, un director todoterreno capaz de sacar a flote cualquier proyecto que se le encargara en todo tipo de género. En esta ocasión se enfrentó a un filme que le permitió satisfacer su tendencia a rodar en parajes naturales al tratarse de una mezcla de western itinerante y película de aventuras, género al que había aportado filmes del nivel de las colonialistas “Tres lanceros bengalíes” (1934) y “La jungla en armas (1939), ambas protagonizadas curiosamente por Gary Cooper.

Así, la historia de un grupo de aventureros contratados por una mujer para rescatar a su marido atrapado en una mina de oro en el profundo México, le sirvió a Hathaway para sacar el máximo partido al Cinemascope, de hecho es el primer western filmado en este formato inaugurado con “Como casarse con un millonario” de Jean Negulesco (1953), al estar rodada en unos paisajes agrestes.


Y es el marco físico en el que se desarrolla la acción por su singularidad uno de los mayores aciertos del filme. Si en la primera escena nos topamos con el mar, pocas veces visto en un western, y con un barco del que desembarcan los protagonistas masculinos, la mayor parte de la película se desarrolla en un México caracterizado por su exuberante y frondosa vegetación que contrasta con la visión dada por la mayoría de los westerns como un país desértico; mientras que la mina, meta del viaje, se encuentra situada en un paisaje lunar en el que destaca la iglesia prácticamente enterrada, debido a las erupciones volcánicas, lo que dota al filme de una atmósfera fantasmagórica.


Otro aspecto notable de la película son sus sobresalientes diálogos, cargados de frases lapidarias, obra de Frank Fenton, autor de la aclamada novela “Un lugar en el sol” (nada que ver con el excelente melodrama de George Stevens), que predominan, sobre todo, en la primera parte de la película coincidiendo con el viaje de ida a la mina y durante la breve estancia en esta. Los magníficos diálogos compensan en parte la falta de ritmo en este tramo en el que ya aparece la amenaza latente de los apaches que se manifestará durante el regreso de los protagonistas y constituirá, junto con la codicia de algunos de los personajes y el deseo sexual que despertará en ellos Leah, el principal peligro que deberá solventar el grupo de aventureros.


También llaman la atención las constantes referencias religiosas: se cita a Salomé, uno de los personajes es crucificado, otro asaetado cual San Sebastián, en otra secuencia de la película Hooker le dice a Leah: “Una cruz es siempre un buen recuerdo. Además todos llevamos una” y la labor de los misioneros cristianos está muy presente a lo largo del filme.

Igualmente destacable es la atípica banda sonora compuesta por Bernard Hermann que remite necesariamente a sus mejores composiciones para filmes dirigidos por Alfred Hitchcock y constituye otro de los aciertos de la película, a pesar de que sea más apropiada para un thriller que para un western.


El filme además contó con un grandísimo reparto. Al frente Gary Cooper como el taciturno (Fiske le llega a decir: “¿Ha tratado alguna vez de sacar sangre de una piedra? Pues es lo que trato de hacer yo con usted”), observador y juicioso Hooker; un exsheriff que se sentirá atraído por la desbordante personalidad de Leah. Nadie como él para transmitir la integridad y honradez de su personaje. Susan Hayward, con la que ya había trabajado Hathaway en el western noir “”El correo del infierno” (1950), borda un papel hecho a su medida de mujer fuerte y temperamental que, cual Salomé, atrae a los hombres a la muerte; el típico papel que siempre le gustó interpretar. Pero es Richard Widmark, inconmensurable, el que les “gana la partida” en el rol de Fiske, un jugador aparentemente cínico y frío que en el fondo alberga a un ser romántico y sensible; atraído también por Leah, aunque intente reprimirse y no manifestar sus sentimientos, se mostrará insólitamente generoso al final de la película (en la fecha en que se rodó el filme el actor ya alternaba roles negativos con papeles positivos). Junto a ellos Cameron Mitchell, que a pesar de sus dotes interpretativas nunca dio el definitivo paso al estrellato, como Luke un fanfarrón, visceral e impulsivo aventurero, antiguo cazador de recompensas, con una evolución negativa a lo largo de la película; Hugh Marlowe en el papel del torturado marido de Leah; y una joven Rita Moreno, actriz y cantante portorriqueña (“West side story”), deleitándonos con dos temas en la excelente escena inicial de la cantina.

Además el filme se cierra con uno de los finales más emotivos del western, que sintetiza el espíritu de este género, con una notable conversación mantenida por los dos protagonistas masculinos en la que Hooker muestra todo su respeto y admiración por Fiske.

Considerada como un western menor, cabe preguntarse, dados su nivel artístico y técnico, cómo deberíamos calificar al ochenta y cinco o noventa por ciento de los filmes rodados en la actualidad.

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Por: Xavi J. PruneraNota: 8 

Una de las peores cosas que te puede suceder en este blog es que Jesús te pise una reseña. Que se te anticipe, vaya. Básicamente porque, cuando eso ocurre, resulta casi imposible añadir nada interesante a lo que, minuciosa y acertadamente, ya ha expuesto mi compañero. Aún así, lo intentaré. Considero que el “El jardín del diablo” es un western tan atípico como interesante y, la verdad sea dicha, me apetece escribir sobre él. Y si me repito, pues nada, ya me disculparéis!!
 
Para empezar me gustaría dejar bien claro que la peli de Hathaway, más que un western, me parece una cinta de aventuras. En primer lugar porque el paisaje y el contexto geográfico que podemos observar al principio de la peli (con esas vistas al mar y esa frondosa y exótica jungla mexicana) ya nos aleja, a bote pronto, de la iconografía habitual del western. Y en segundo, porque si bien estamos acostumbrados a ver el rostro y la presencia física de Gary Cooper en numerosos y grandes westerns (“Solo ante el peligro”, “Veracruz”, “El forastero”, “El árbol del ahorcado”) no menos cierto es que su prolífico concurso en pelis de aventuras (“Beau Geste”, “La jungla en armas”, “Por quién doblan las campanas”, “Misterio en el barco perdido”) nos puede hacer creer, perfectamente, que “El jardín del diablo” es otra de ellas. Pero si algo me impulsa a catalogar este film como uno de aventuras es ese inicio tan y tan parecido, a mi juicio, a “El tesoro de Sierra Madre”, de John Huston. Uno de los más grandes exponentes del cine de aventuras que —paradójicamente— mi amigo Güido considera, en cambio, un western en toda regla.

Sea como fuere, “El jardín del diablo” no es un western más. Y aunque muchos lo puedan tildar de “menor”, yo creo —francamente— que posee virtudes más que suficientes para que cualquier espectador con un mínimo de criterio y sensibilidad pueda disfrutarlo intensamente. No sé, podría hablaros de su extraordinaria fotografía, de esas magníficas secuencias en el desfiladero, de sus memorables frases, del oficio de Hathaway, del carisma y aplomo de Cooper, del habitual buen hacer de Widmark, de la sensualidad de la Hayward o de ese antológico final con puesta de sol incluida. Pero eso ya lo ha mencionado antes y mucho mejor mi amigo Jesús. Así que voy a remitirme otra vez a lo que os comentaba al principio: lo que más me atrae de “El jardín del diablo” es, sin lugar a dudas, su ingrediente aventurero. Ese aire un tanto naïf que destila toda la peli, de principio a fin, y que me retrotrae, inexorablemente, a mis más tiernos inicios cinéfilos. Y eso, os lo puedo asegurar, es algo que no tiene precio.