Dirección: Anthony Mann
Guion: Charles Scheene
Reparto:
Barbara Stanwyck: Vance Jeffords
Walter Huston: T. C. Jeffords
Wendell Corey: Rip Darrow
Gilbert Roland: Juan Herrera
Judith Anderson: Flo Burnett
Thomas Gomez: El Tigre
Beulah Bondi: Mrs. Anaheim
Albert Dekker: Mister Reynolds
John Bromfield: Clay Jeffords
Wallace Ford: Scotty Hislip
Barbara Stanwyck: Vance Jeffords
Walter Huston: T. C. Jeffords
Wendell Corey: Rip Darrow
Gilbert Roland: Juan Herrera
Judith Anderson: Flo Burnett
Thomas Gomez: El Tigre
Beulah Bondi: Mrs. Anaheim
Albert Dekker: Mister Reynolds
John Bromfield: Clay Jeffords
Wallace Ford: Scotty Hislip
Música: Franz Waxman.
Productora: Wallis-Hazen
Production. (USA)
Por Jesús Cendón. NOTA: 8
“Has encontrado un nuevo amor en
tu vida, amas tu odio. Bueno, si tienes paciencia y voluntad tal vez sea lo que
necesitas para vivir. Espero que eso te baste, porque el odio no ha dejado
lugar para nada más en tu vida. Y te habla alguien que odia al mismo hombre que
odias tú ahora”. Rip Darrow a Vance Jeffords en el momento de culminar su
venganza contra T. C. Jeffords.
1950 fue un año clave en la
carrera de Anthony Mann. Por una parte accedió a filmes con presupuestos más
holgados, abandonando definitivamente el cine de serie b en el que se había
formado, sobre todo a través de los noir actualmente objeto de estudio y
reivindicación; mientras que por otra parte supuso su encuentro e idilio con el
wéstern, género por el que es mundialmente conocido al haberse convertido en un
director fundamental en su desarrollo y evolución.
Así en este año rodaría tres
películas del Oeste: “La puerta del Diablo”, uno de los primeros wésterns
marcadamente pro indio en el que denunciaba los abusos e injusticias cometidos
por el gobierno de los EEUU con la población autóctona del país; “Winchester
73”, con el que inició su indispensable ciclo de cinco películas con James
Stewart de las que tres fueron escritas por Borden Chase, y el filme que nos
ocupa.
ARGUMENTO: T. C. Jeffords, un
gran terrateniente, dirige despóticamente su rancho bautizado como Las Furias.
Con él viven sus hijos Clay, un pusilánime, y Vance, que ha heredado el
carácter dominante de su padre y mantiene una relación ambigua y malsana con
él. La llegada de la prometida de T. C. desencadenará el drama al revelarse
como una competidora de Vance.
La película fue fruto del empeño
personal del legendario productor independiente Hall B. Wallis recientemente
divorciado de la Warner Brothers por desaveniencias surgidas con la major tras
el éxito obtenido por “Casablanca”. Wallis fue un hombre de cine caracterizado
tanto por su meticulosidad y férreo control de las producciones como por la
confianza depositada en valores emergentes (Anthony Mann, Kirk Douglas o Burt
Lancaster).
Impresionado por la novela de
Niven Busch, encargó al gran guionista Charles Scheene (“Río Rojo”, “Caravana
de mujeres”) su adaptación cinematográfica y confió en Anthony Mann, como ya he
comentado un director curtido en el noir, para su realización.
Sin duda en el filme se aprecia
la intervención de ambos escritores. De Niven Busch se percibe su querencia por
los dramas familiares con fuertes tensiones de carácter freudiano que la
entroncarían tanto con “Duelo al sol”, filme dirigido en por King Vidor en 1946
basado igualmente en otra novela suya, como con “Perseguido”, cinta realizada
por Raoul Walsh en 1947 de cuyo guion fue responsable; mientras la huella de Charles
Scheene se advierte en la importancia de los personajes femeninos convertidos
en el elemento catalizador del drama.
En esta ocasión, además, ambos
escritores tuvieron muy presente la mitología clásica. Así la particular y
compleja relación de T. C con su hija, marcada por la profunda admiración de la
segunda por su progenitor y en la que Vance de hecho ha sustituido a su madre,
remite claramente al mito de Electra; mientras que el nombre del rancho que da
el título a la película, como muy acertadamente señala Alberto Delgado en la
crítica que en su día hizo para la edición en DVD, coincide con el nombre de unos
demonios de la mitología romana asimilados de las figuras de las Erinias
griegas (tres personificaciones femeninas de la venganza encargadas
especialmente de castigar los pecados cometidos contra la familia). Así, el
destino de T. C. Jeffords vendrá determinado, como si fueran las figuras
griegas citadas, por la actuación y los sentimientos de tres mujeres: su hija
Vance, su prometida Flo y la matriarca del clan Herrera.
El resultado es una película
singular e inclasificable que si bien se puede encuandrar dentro de este género
por su inscripción espacio-temporal (Nuevo México en 1870), estéticamente es
más cercana al cine negro. Sobresaliendo, en este apartado, la brillante labor
de fotografía nominada al Oscar de Victor Milner, con abundantes escenas desarrolladas
con escasa iluminación, en consonancia con el tono sombrío del filme, al
suceder los acontecimientos al amanecer, al atardecer o por la noche. Mientras
que desde el punto de vista temático es más próxima al melodrama al narrar una
historia de ambición, enfrentamiento, pasión, celos y venganza familiar;
venganza que no consistirá, como es habitual en el wéstern, en el
aniquilamiento físico del oponente sino en la realización de una serie de
maniobras financieras por parte de Vance y su expretendiente Rip, aprovechando los
problemas de liquidez de T. C. Jeffords, con el objeto de arruinarlo y adueñarse
de sus propiedades.
El punto de inflexión en la
relación entre el magnate y su hija, cuyo amor deteriorado al no aceptar
ninguno de los dos a sus respectivos pretendientes se tornará definitivamente en
odio, se produce con el linchamiento de uno de los personajes. Una dramática
secuencia marcadamente expresionista, tanto por la iluminación como por la
composición de la misma, en la que el director nos muestra los hechos sin
necesidad de enfatizarlos con la banda sonora, al mismo tiempo que utiliza
magistralmente desde el punto de vista dramático el fuera de plano.
Extraordinaria escena precedida por otra no menos sobresaliente en cuya
composición cobra importancia un espejo, elemento fundamental en el cine noir
de Mann, y en la que demuestra su magisterio para crear suspense; en esta
ocasión, a través de unas tijeras que porta Vance mientras recibe una noticia tan
inesperada como desagradable.
Película, por tanto, de contenido
denso y profundo requería de unos actores a la altura de sus complejos personajes
y quizás en el elenco escogido radique una de las escasas debilidades del
filme.
Wallis volvió a confiar en la
pareja, compuesta por Barbara Stanwyck y Wendell Corey, que protagonizó su
filme inmediatamente anterior, “El caso de Thelma Jordan” (un notable drama
criminal dirigido por Robert Siodmak ese mismo año); pero el desequilibrio
entre ambos actores es evidente.
Barbara Stanwyck ofrece una
actuación memorable como Vance, transmitiendo de forma natural los complejos
sentimientos de su personaje. Estamos ante una mujer de fuerte carácter que
admira de forma enfermiza a su padre (de hecho busca un marido que se asemeje a
él) y ha reemplazado en el rancho a su madre fallecida. En este sentido cobra
gran importancia la escena de presentación de Vance en el cuarto de su madre
para a continuación, al entrerarse de la llegada de su progenitor, bajar de
forma majestuosa la escalera de la mansión con un vestido de esta. Comenzará a
distanciarse de su padre con la llegada de su prometida, relación que desde el
primer momento rechazará, y, sobre todo, al comprobar que Flo pretende ocupar
su puesto, relegándola tanto en el corazón de T. C. como en la dirección de Las
Furias a un segundo lugar.
Sin embargo, Wendell Corey, un
actor con escasa entidad y recursos expresivos muy limitados, nos ofrece una
actuación algo envarada como Rip Darrow, un individuo frío, calculador,
mezquino y codicioso que no dudará en utilizar a Vance enamorándola y,
posteriormente, humillándola para conseguir sus objetivos, vengar la muerte de
su padre a manos de T. C. y recuperar la franja de terreno perdido que en la
actualidad forma parte de Las Furias. Personaje obsesionado por recuperar la
propiedad perdida, afirmará que: “No estaré satisfecho hasta que un hijo mío
sea propietario de Las Furias”. Advertencia que me hace cuestionar el aparente
final feliz del filme. Una lástima la elección de este actor porque, sin duda,
un actor como Arthur Kennedy, por poner un ejemplo, hubiera sido perfecto para
interpretar a Rip.
Junto a ellos Walter Huston,
soberbio como T. C. En su último papel para el cine (moriría antes de
estrenarse el filme) nos brinda una actuación briosa y llena de energía de un
personaje tozudo y megalómano capaz de igualarse a Napoleón, figura a la que
admira (en su despacho tiene un busto, junto al suyo, del emperador francés).
Es un auténtico señor feudal, propietario de bienes y personas, que dirige de
forma despótica su rancho. De hecho son constantes las alusiones comparándole
con un monarca. Así Rip llegará a señalar: “Veo a la servidumbre pero no al
rey”; mientras que en el tramo final de la cinta doblega a un toro para
demostrar que él es el único rey de Las Furias. Al igual que Rip es otro
personaje obsesionado por la propiedad, llevándole a afirmar ante su hijo que a
pesar de querer profundamente a su madre no fue capaz de estar junto a ella en
el momento de su muerte por no poder soportar que algo que le pertenecía desapareciera.
Particular forma de entender el matrimonio también presente en Darrow cuando le
comenta a Vance: “No me pidas que sea tu esposo. Si nos casamos, tú serás mi
mujer”.
Igualmente destacables son las
interpretaciones de Judith Anderson (la inolvidable señora Danvers de “Rebeca”)
y de Gilbert Roland, actor mejicano asentado en Hollywood desde la época
silente.
La primera encarna a Flo, la
prometida de T. C. y futura madrastra de Vance. Una intrusa en el mundo creado
por el padre y su hija que precipitará el drama. Estamos ante otro ser
codicioso que, bajo una apariencia amable, pronto descubrirá sus cartas:
sustituir en todos los ámbitos a la hija de T. C. para lo que no dudará en
manipular de forma inteligente a este. Así son reveladoras tanto la escena en
la que rasca a su futuro marido la sexta vertebra, mimo habitual realizado por Vance
a T C, como aquella en la que se la ve sentada en el despacho de su marido
ocupándose del funcionamiento del rancho. Anthony Mann, no obstante, le reserva
una secuencia entrañable y patéitca a la vez en la que muestra, una vez vencida
y con el rostro desfigurado, su lado más humano al rechazar prestarle a T. C.
la ayuda económica solicitada porque eso supondría su condena a la más absoluta
soledad.
Gilbert Roland ofrece un
rendimiento muy alto como Juan Herrera. Una actuación plena de naturalidad en
la que abandonó su habitual personaje de latin lover para interpretar a un individuo
tan noble como trágico, contrapunto de la vileza representada por el resto de
los actores del drama. Amigo desde niño de Vance y eterno enamorado, le llega a
confensar refiriéndose a ella que: “He estado enamorado tanto tiempo que, me
guste o no, estaría perdido sin estarlo”. Su relación con la hija de T. C. es
tan estrecha y de tal pureza que cada vez que se ven celebran una especie de
comunión laica compartiendo un pedazo de pan, comunión que simboliza su unión
espiritual.
En definitiva, “Las Furias” es un
filme complejo y oscuro sobre un mundo despiadado habitado por seres
caracterizados por su ambigüedad moral que a lo largo de la cinta mostrarán sus
tinieblas interiores. Una película que, a pesar de perder algo de intensidad en
su último tercio y del extraño giro final, se encuentra entre las mas
destacadas de Anthony Mann, uno de los mejores directores de la denominada
segunda generación estadounidense, por lo que es indispensable su
reivindicación con el objeto de rescatarla del olvido en el que se encuentra.